domingo, 28 de noviembre de 2010

El seguimiento de una trama

Reseña sobre Arte de vivir: acercamientos críticos a la poesía de Pedro Lastra. Silvia Nagy-Zekmi; Luis Correa Díaz (eds), Ed DIBAM; Archivo del Escritor- Biblioteca Nacional; RiL Editores, Santiago, 2006. [1]

Al inicio de Tolstoi or Dostoevsky. An Essay in the Old Criticism, George Steiner hace una aseveración a todas luces desafiante y que sitúa de modo adecuado cualquier disquisición crítica que se precie de ser más que una mera ocasión de vanidad: pues que toda crítica literaria debería surgir de una deuda de amor. Y es que el intento de persuasión que nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia lectora se traduce en convencerlos de que se abran a ella con la prontitud más penetrante, con el requerimiento más solícito y atento. De ese modo, el ejercicio de la lectura es, en verdad, un acto de agradecimiento, un acto de apreciación que nace de la pausa necesaria a la hora de sopesar valores, calidades y cualidades de una obra.
            Esta es la impresión primeriza que se desprende después de recorrer las páginas de este libro que reúne diversos textos en torno a la poesía y figura de Pedro Lastra. Libro cuidadosamente editado por la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Ministerio de Educación de Chile), el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional y RIL editores y a cargo de los críticos y académicos Silvia Nagy- Zekmi (Villanova University) y Luis Correa Díaz (University of Georgia); volumen que, sin duda, está llamado a convertirse en un punto de referencia ineludible a la hora de rastrear no sólo las impresiones, lecturas, críticas y apologías de la obra de un poeta singular en la geografía poética de Chile, América Latina y, en definitiva, del idioma, sino que además entrega un testimonio de primera mano vertido en entrevistas, discursos y textos varios acerca del quehacer literario del autor.
            El libro se organiza en cuatro grandes apartados que reúnen todo este ingente material de la más variada índole.
            Tenemos en primer término un conjunto de ensayos y acercamientos críticos en torno, principalmente, a la poesía de Lastra, ensayos y acercamientos que indagan con densidad variable sus características formales, su tensión escritural, su organización temática –la memoria, la reescritura, el exilio, etc- y que nos dejan entrever a un autor en plena posesión de sus aptitudes retóricas, en un sabio decantamiento de sus usos de lenguaje, redundando todo ello en el peculiar sitio que es posible vislumbrar que ocupa en el desenvolvimiento de la poesía escrita no sólo en Chile, sino en el continente. Ese sitio o lugar, viene a nuestro modo de ver, caracterizado con destreza y singular penetración analítica, sobre todo con el primer ensayo y con el que se abre esta colección: Las estrategias del silencio: Pedro Lastra y la postvanguardia chilena, ensayo del venezolano Miguel Gomes. En este texto es posible hallar una contextualización adecuada y definitoria de la poesía de Lastra, su trama estratégica al interior de un siglo XX ya asumido como histórico y que permite apreciar con detalle la articulación de una poética que ha hecho del silencio y de la conciencia escrituraria, dos de sus pilares fundamentales a través de más de cuatro décadas. El modo que esta poesía, en diálogo con la de pares generacionales como la de Lihn y Hahn, como asimismo, admirativa y distante con los proyectos fundacionales de nuestra modernidad poética –Neruda, Huidobro, De Rokha- moviliza su manera de entender su propia particularidad retórica, cosa ésta que evidencia uno de sus logros mayores, logros que encarnan en el peculiar rescate de una subjetividad que se ve a sí misma exiliada, dudosa del devenir histórico, pero no menos atenta a sus posibilidades de transformación, descreyendo en su aparente tono menor, de cualquier titanismo redentorista en pos de una lucidez y cautela ambas nacidas de una precisa y siempre refrescante erudición la que se convierte en un constante ejercicio analítico del pasado (memoria alerta y conocedora de sus bondades y limitaciones) y, al mismo tiempo, en un ejercicio necesario de navegación por el presente –actos estos que para esta poesía son arte de vivir y de lectura, donde el primero se hace aconsejar del segundo, y viceversa. Los demás ensayos críticos –de Oscar Sarmiento, Patricia Vilches, Martha Canfield, Juan José Daneri, Luis A. Jiménez, William Thomas Little, Elizabeth Monasterios, María Luisa Fischer y Marcelo Pellegrini– abordan una variedad aleccionadora de aspectos sobre la poética y metapoética lastrianas.
            El segundo apartado reúne un misceláneo conjunto de textos: discursos, prólogos y documentos varios. Lo interesante de este variopinto grupo de escritos es la dedicación, ya no analítica –como en el primer apartado-, sino más bien admirativa y apreciativa y en ocasiones hasta testimonial –como lo muestra el texto de Rigas Kapatos- acerca de la poesía y la figura de Lastra. En este tipo de textos es posible advertir a cabalidad el moto de la amistad en el más amplio y noble sentido del término, es decir, somos invitados a apreciar una escritura diáfana, cómplice y ceremonial –y no menos rigurosa en su planteamiento de lucidez crítica- llevada a cabo por un grupo envidiable de lectores: Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Carlos Germán Belli, Oscar Hahn, Armando Romero, Guillermo Mariaca Iturri y Antonio García-Lozada. Así, la poesía de Pedro Lastra recoge el eco de sus pares creadores. Porque con este tipo de gesto –y de la lectura de los poemas mismos de Lastra- creo que se rompe o al menos se fractura ese acomodaticio dictamen que encasilla, según el cariz profesional, al escritor: o poeta o crítico, pero no las dos cosas a la vez. En ese sentido, Lastra – a semejanza de Yurkievich y Sucre por mencionar dos ejemplos conspicuos a nivel continental- rompe el cerco: poeta y crítico mostrando de aquella manera el cariz lector de su oficio y su estatura intelectual.
            En tercer término, el libro reúne algunas entrevistas a Pedro Lastra de distinta data y lugar, entregando al lector el testimonio no sólo de la intrahistoria de un autor, sino también de su contexto epocal, en directa apelación a su saber memorístico, como a su vez, la muestra insuperable para su cordialidad dialógica, la versatilidad de sus puntos vista y el singular entendimiento del que se nos hace partícipes al escrutar la génesis de su escritura y de otras, de las muchas que sabe y comparte. En estas entrevistas (con Sergio Rodríguez, Francisco Véjar, Francisco José Cruz), sobre todo, a nuestro parecer, la realizada por Marcelo Pellegrini, pueden advertirse las sutilezas de la memoria, la concatenación de los hechos y el discurrir de una subjetividad que se mueve por igual entre libros, lugares y amigos.
La cuarta parte y final del libro la constituyen dos secciones: por un lado el ensayo de Lastra titulado Poesía y exilio y por otro una “crónica fotográfica”. El ensayo es un recuento breve y emocionado de este tema tan caro a Lastra y que se cobija en la enumeración y glosa de versos de varios poetas que han dado cuenta del exilio: desde el anónimo autor del Cantar de Mio Cid, hasta la presencia cercana de Oscar Hahn. En tan esclarecedor e intenso recorrido, exploramos los recovecos que son propios de la ontología de la ausencia, los fantasmas presentes y distantes, cercanos y sombríos que han habitado y habitan muchas páginas de poetas de ayer y hoy. Su propia obra poética ha tenido la impronta de ese sello claroscuro que palpita en la condición humana. Tal vez el puñado de fotografías que cierran el volumen den cuenta, de otra manera, de aquel intento de asir nuestra presencia desterrada en el mundo, un anhelo sosegado de capturar lo que ya ha sido: imágenes asociadas a figuras queridas, a gestos públicos y familiares, cotidianos o formales, y que completan un círculo que nos deja meditabundos al percatarnos de la hondura que encierra la obra de un poeta como Lastra.

                                                                                                              



[1] Reseña publicada originalmente en Revista de crítica literaria latinoamericana n° 67, Lima-Hanover, 1° semestre de 2008.

martes, 23 de noviembre de 2010

Rescate de una antigua poética


Como una mezcla de homenaje y coincidencia respecto del poema de Nerval con el que inauguré este blog hace un par de días, hallé entre mis archivos el texto que viene a continuación: una breve presentación a modo de poética que data de 2000 y que corregí en 2004. Después de leerlo, varias cosas que ahí manifiesto me siguen pareciendo válidas y sobre las cuales me parece necesario volver a la palestra alguno de estos días. Por el momento vayan estas reflexiones de otro tiempo que me vuelven a situar ante el significado del Arte Mayor.

EL   PRÍNCIPE  DE  LA  TORRE  ABOLIDA[1]


Ser convocado por la circunstancia feliz de un encuentro que está abierto a las preguntas no deja de convertirse en algo que invita a la reflexión.
       Fuera de este espacio, ello adquiere rango de rareza: la interrupción, la incoherencia, lo sorpresivo son condiciones ordinarias y comunes de nuestra vida. Incluso se convierten en verdaderas necesidades cuyo espíritu se nutre como una eterna variación que indispone al ejercicio secreto de aprehender a esa música que siempre anida en el corazón de toda cosa.
Por eso es probable que la Poesía tenga en su íntimo carácter el movimiento intermitente que convierte la formulación del estado del mundo en una serie de imágenes que son destellos de eternas interrogaciones. Y esas interrogaciones por el sólo hecho de estar transmutadas en esas formas que llamamos poemas, beben del mismo manantial que el pensamiento, porque son la manera que poseemos para organizar con alguna suerte el discurrir que nos asombra entre goce y dolor. Es a ese discurrir al cual afanosamente nos damos en la vitalidad establecida por nuestras conductas. Y es a aquel mismo discurrir al cual el gesto interrogativo que el Pensamiento y la Poesía hacen, desean asimismo captar con énfasis  cercanos o distantes.
Pareciera ser que la Poesía encarnada en el poema fuese el perpetuo placer de constituir no una, sino múltiples preguntas; preguntas que no se yerguen con el afán de ser respondidas, sino que se alzan como oscuras torres que al concluirse, se desmoronan no sin riesgo de herir a incautos o enterrar su propia convicción como una seductora tautología. Y es que el tipo de conocimiento que la Poesía a través y en el poema busca, no está brindado por la aseveración que siempre quiere constatar algo. El tipo de conocimiento, si podemos llamarlo así, que adelanta la trama poética, viene a ser tal vez la mera concatenación de caminos y andamios para ver a la torre concluida y gozar de su presencia antes de la autodestrucción necesaria. Como Sísifo, la Poesía y el poema, caen y vuelven a elevarse y ese grado de conciencia o lucidez que se obtiene segundos antes que todo se precipite al valle de las interrupciones, incoherencias y sorpresas, es probablemente la única forma de atisbar alguna arista más del discurrir que, callado, se deja seducir para en su seno detenerse sólo un momento y permitir la elevación de esas preguntas predestinadas a tan efímera existencia.
            Pero si la manera de preguntar que la Poesía propone se vuelca a sí misma, teniendo en ello su peculiar forma de conocer, eso se debe quizás a algo en extremo misterioso en su obvia contradicción: de pronto, el discurrir es el silencio tomado como el rostro inauténtico de ese mismo silencio, aquel “mundanal ruido” que fray Luis de León tan certeramente designó como contrapunto a la “vida retirada” y que aparece insistente por doquier. Hablamos, discutimos, enceguecemos con información de variada índole: formas hay que tientan nuestros sentidos que, agudizados en extremo, se desmenuzan sin dar la precisa imagen para la cual fueron convocados, ya que el cansancio y el hastío, minan su más secreta configuración. El mundo gira, nosotros en él y el vértigo se convierte en cotidiano tráfago que anhela ser intercambiable con la vida. En este escenario creemos decirnos y las palabras como desgastadas monedas de valor indistinto son opacas para todo. Mencionar o decir árbol, belleza, deseo, angustia, niño, lluvia, amor es caer en el lugar común no de la inocencia ingenua, sino en el de la sordera repetitiva. Y es aquella sordera que el discurrir posee de sí mismo, el espacio donde las preguntas se mecen intocadas, esperando que algo las enuncie.


    El gesto interrogativo es el quiebre de la continuidad del discurrir, la cesura que se vuelve contra el mundo al señalarlo o negarlo, la apropiación del arco para tensar un delgado hilo que disparará una flecha a lugar incierto. La Poesía y por ende el poema, serán la tensión misma o el final de la cesura que, al constituirse como tales, son más que un gesto, a pesar de serlo en vísperas de su caída estrepitosa. El discurrir es indetenible, el poema sólo pausa.
            Tal vez por eso la Poesía es in/útil: porque es disidente como pregunta sobre el discurrir callado. La utilidad como apropiación y usufructo es el precio que la vida en su velocidad ha tenido que pagar para creer ser ella misma. Se habla de, se sirva para: he ahí la marca sustancial del discurrir que se autocrea en la vorágine de mil sensaciones, sensaciones provocadas o fortuitas, lacerantes o enaltecedoras, pero siempre mudas al instante de querer decirse y odiosas consigo mismas. Por tanto es impropio hablar de poesía culta o inculta, hermética o revelada, fácil o difícil. Más bien habría que hablar de Poesía a secas: en el poema ésta se constata y logra retrotraerse, las palabras adquieren la intensidad precisa, intensidad que es despojamiento al tomar distancia configurativa del uso informe que las silencia. Luminosas, las palabras no sólo se vuelcan, se elevan sobre su decir cotidiano y se van hacia ese decir original que es el momento de luz oscura antes que todo vuelva a significar lo mismo, el instante amoroso antes del reconocimiento fatal del otro como otro, pero desconocido y sin salida.
            De aquel modo la Poesía adquiere la extraña singularidad de manifestarse en esa intensificación desnuda y llamativa y que debido a su plasmación en el poema, no renuncia a transformarse en la voz que se aprovecha del discurrir para indicarlo o contradecirlo, sin que éste se tome siquiera la molestia de saberlo.
            Esta plasmación no significa retirada, abstención o cobardía; es la simple naturaleza con que la Poesía se obedece a sí misma. Y en aquella obediencia es donde radica a mi parecer la fecundidad creativa de las interrogaciones que caen perpetuamente; es en esa obediencia donde este peculiar conocimiento logra sus triunfos totales.
            Basta pensar en Altazor de Huidobro donde la caída es triunfo, quedando en evidencia el desplome del poema como destrucción de una torre elevadísima. O pensemos en Definición y pérdida de la persona de Anguita, verdadera catedral de sutil arquitectura que en su punto álgido también se desmorona porque en él ya definir es por antonomasia hacer patente la pérdida. Uno estaría tentado a situar Trilce de Vallejo en línea similar, sólo que ahí pareciera existir el recuerdo pedrusco de un edificio demolido: jamás lo vimos, jamás lo constatamos. Unicamente los restos de lo que “debió ser” resalta fulgurante y nos quema como ascuas. Cada poema de Trilce es un fragmento de una torre destruida. Y así con muchos.
            En el reino de la Poesía cada poema es una torre que se yergue a instancias secretas para ser habitada por un príncipe (¿el poeta, nosotros, un lector futuro, ese alguien desconocido que suponemos vendrá?) Ese príncipe sabe que sobre el discurrir profuso de lo cotidiano, de lo abismante de las cosas, la máxima certeza es el desconsuelo felizmente asumido, sabe que los poemas al ser torres próximas a derrumbarse, son en sí la interrogación permanente que no necesita ni busca respuestas fidedignas, sino el goce de formular esas mismas preguntas con el mayor sentimiento y perfección posibles.
            Tal vez así podamos entender a Nerval cuando nos dice:
           
                                          “Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado
                                            el príncipe de Aquitania de la torre abolida”   


                                              Valparaíso/ primavera de 2000- otoño de 2004



[1] Texto leído en las Jornadas de Reflexión del CC.AA del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso, octubre de 2000. Publicado posteriormente en las revista electrónica La Linda Pelirroja, n° 2, segundo semestre de 2004, Instituto de Arte, Universidad Católica de Valparaíso como también en la revista electrónica Cyber-Humanitatis, n° 32, primavera de 2004, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

domingo, 21 de noviembre de 2010

El desdichado

El Desdichado
 
Je suis le Ténébreux, - le Veuf - l'Inconsolé,
Le prince d'Aquitaine à la tour abolie:
Ma seule étoile est morte, - et mon luth constellé
Porte le Soleil noir de la Mélancolie.
 
Dans la nuit du tombeau, toi qui m'as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d'Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon coeur désolé,
Et la treille où le pampre à la rose s'allie.
 
Suis-je Amour ou Phébus?... Lusignan ou Biron?
Mon front est rouge encor du baiser de la Reine;
J'ai rêvé dans la grotte où nage la Sirène...
 
Et j'ai deux fois vainqueur traversé l'Achéron:
Modulant tour à tour sur la lyre d'Orphée
Les soupirs de la sainte et les cris de là Fée.
 
 El Desdichado 
 
Yo soy el Tenebroso – el Viudo – Inconsolado, 
El príncipe Aquitano  de la Torre abolida: 
Mi sola Estrella ha muerto – y mi laúd constelado
Arrastra el Sol negro de la Melancolía. 
 
En la noche del Túmulo, tú que me has consolado,
El Posillipo  vuélveme, y los mares de Italia,
La flor que a mi pecho placía, desolado,
Y la vid donde el Pámpano a la rosa se alía. 
 
¿Soy Amor o Febo? … ¿Lusignan  o Birón? 
Mi frente aún esta roja del beso de la Reina; 
Soñado he en la gruta en que nada la Sirena…
 
Y atravesé dos veces, invicto, el Akjerón:
En la lira de Orfeo aunando, modulados,
Suspiros de la santa con los gritos del Hada.

Con este poema de Gerad de Nerval a modo de blasón, doy por iniciado este blog. Quienes me conocen, sabrán de mi renuencia a este tipo de cosas, pero gracias a los auspicios de mi hijo Gonzalo -y su poder de convencimiento- y por ventura de mi curiosidad que a veces es más intensa que mis prejuicios, creo que esto puede agarrar algo de vuelo. Como en toda escritura, nadie y mucho menos yo, sabrá en qué termina todo esto. Sea lo que sea, me parece un buen pretexto para ir subiendo algunos textos (ensayos, apuntes, observaciones, poemas etc) imágenes y quizás hasta algunos fragmentos de música. Eso sería.