miércoles, 11 de febrero de 2015

Lecturas de Gabriela Mistral

I Lealtad: Luis Oyarzún 
Si hay algún poeta que pueda con derecho ser tildado de mistraliano, ése es Luis Oyarzún. Nacido en 1920 y muerto en 1972, ha sido, lamentablemente, apreciado más como escritor de un texto genial y fecundo como lo es su Diario y de un puñado de ensayos maravillosos donde explora sinnúmero de temas y cosas: desde la peculiaridad del ser americano y la estética moderna, hasta llevar a cabo esas preguntas fundamentales por el sentimiento de lo humano en nuestro continente. Profesor, conferenciante, viajero, académico de cabo a rabo, erudito de minucias y desplantes generosos, mentor de la llamada Generación del 50, amigo y cercano de Parra, Neruda, Lihn y muchos otros, Oyarzún no puede ser entendido en la diversidad de su escritura, sino se toma como referencia su admiración por la poesía de Gabriela Mistral y la prosa de José Victorino Lastarria. En lo que a Mistral refiere, Oyarzún le tocó dar cuenta de ella en instantes culmines de su vida: fue él quien a nombre del mundo intelectual y académico chileno, rindió homenaje a la poeta con un famoso y relevante discurso cuando ésta llegó a Chile en 1954 y fue declarada Doctor Honoris Causa por la Universidad de Chile. En contrapunto, fue también Oyarzún uno de los oradores más importantes en los funerales de la poeta en enero de 1957.  Pero más allá de las palabras de rigor, la cercanía de Oyarzún no es el mero homenaje, ni la admiración sentida en el rito fúnebre.
Hay en Oyarzún una manera de leer a Mistral que, respecto a su época, la desmitifica y la engrandece. Recordemos que hacia los años 50, y después de un largo exilio voluntario, Mistral por sus opciones políticas, su natural inclinación a declaraciones polémicas y sus explícitos compromisos sociales, no era precisamente una figura muy cómoda para el establishment intelectual y político chileno. La triste y célebre frase de Prado y la lectura que de ella habían hecho Alone y Silva Castro, nos la mostraba como madre, mujer altruista y sacrificada, como pedagoga infinita que se entrega a la renuncia y la soledad. Para Oyarzún, sin embargo, lo primordial no está en esas coordenadas, ni en la efigie que se desprende desde ahí a modo de monumento incontestable. Para Oyarzún lo primordial está en la poesía misma, en el lenguaje mistraliano –otra cosa es ver hasta qué punto una y otra cosa se confunden en nuestro imaginario y aún si es posible separarlas-
Ahora bien, hay dos asuntos que son fundamentales en la lectura que Oyarzún hace de la poesía de Mistral: ese afán por intentar caracterizar lo que es lo “americano” y por otro lado y muy unido a ello, el ejercicio por cartografiar las cosas y el mundo como si fueran contemplados por primera vez. Tenemos que estar atentos a eso: mientras Oyarzún vislumbra esas virtudes para nada secundarias en la poesía de Mistral, él ha escrito y está escribiendo sus poemas de Ver y Mediodía que, ciertamente, encarnan ese ideal de despojamiento verbal y entrega fiel a la materialidad de las cosas contempladas y que, de modo muy agudo, habían ya advertido lectores privilegiados de Oyarzún como lo son Alfredo Lefevbre y Jorge Millas. Justamente esos poemas de Oyarzún exploran o intentan explorar el gesto de lo inmediato haciendo de ello un modo de articular una visión, una manera de ejercitar la mirada. En ese sentido para Oyarzún, el libro Tala es fundamental como referencia: para nuestro poeta que lee a nuestra poeta, ahí es posible vislumbrar un acto radical de consideración:

La materia en la poesía de Gabriela tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el verbo de la pasión (…) las diversas esferas de realidad están aquí bien delimitadas, pero, aún sin fundirse, se abrazan mutuamente las cosas y el alma, y ésta, en expansión creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas, palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño, como en las pruebas de cognición extrasensorial provocada.

Ese acto como vemos implica hacer aparecer ante nuestra percepción las cosas tal como son, en una prístina manera de acercarnos a su naturaleza intrínseca. Formado intelectualmente en la rica y densa maraña de la filosofía fenomenológica vía Ortega y luego de sus viajes por Europa en Husserl y Scheler, creo que para Oyarzún, la poesía de Mistral responde a esa necesidad casi genésica de reconocer las diversas materialidades que conforman las capas de lo real en niveles cada vez más sutiles y por, ende, misteriosos. Es como si nuestro poeta leyera en Mistral el descubrimiento notable de una aproximación ante las entidades del mundo para mostrárnoslas en su prestancia única, instancia que al parecer sólo la poesía puede lograr.
Eso no deja de ser curioso: Oyarzún con una formación filosófica de primer orden, cede como poeta a la evidencia que la apropiación de la realidad -sea lo que esto signifique-, sólo es posible por medio de la experiencia lingüística de nombrar en su más pura esencia aquella materialidad objetual que adviene a nuestra percepción con esa gratuidad que, si bien no se nos otorga con facilidad o cercanía fácil, a la hora de decidirnos con convicción a ver lo que ahí se nos aparece, pues se abre en su más intrínseco secreto. Y ese secreto, sólo la poesía de Mistral, al parecer, puede permitirnos atisbarlo como posibilidad de sentido.
El gesto de lectura de Oyarzún nos insta a leer la poesía de Mistral como un discurso que hay que ir deshojando paulatinamente para admirar su intimidad más oculta como si en la desnudez de su lenguaje las cosas se nos revelaran en su propia particularidad: nada de artificios, ideas accesorias, ni malabares barrocos o neobarrocos, ni menos apología de tal o cual discurso de ocasión. Pareciera ser que Oyarzún ve en las palabras que Mistral convoca para tejer su escritura, una especie de sutil mecanismo de develación. Sin espacio para la culpa, ni menos viendo a la poesía como salvación de no sabemos qué cosa, ni menos como compensación de algo aproximado al pecado, la poesía de la Mistral se nos otorga como el discurso más apto para entender ese ejercicio de percepción paciente, solitario y callado, pero no menos severo en su economía y sobriedad, para hacernos palpable de una vez por todas que aquello que llamamos “realidad” no se fundamenta trascendiendo al mundo, sino que es su pura presencia inmanente.

II Concupiscencia: Gonzalo Rojas
La relación de Gonzalo Rojas con la poesía de Gabriela Mistral es tal vez uno de los capítulos más interesantes de la poesía chilena que va en el siglo. No puedo aquí por razones de tiempo, detenerme con detalle para rastrear las fascinantes y no siempre examinadas aristas de tal relación. Valgan las siguientes frases como mero bosquejo.
Pues bien, me parece que lo fundamental de la relación entre Rojas y Mistral se sustenta en una verdadera pasión por parte del autor de Oscuro al leer a Mistral como elemento sustancial de su propia poesía. Voraz, intenso y altamente erótico en su gesto de apropiación, la poesía de Rojas tal como hace en otro sentido con la poesía de César Vallejo, Rubén Darío y Paul Celan, se aproxima entre respetuoso e iconoclasta a la escritura de Mistral: la admira, la busca, la ve y la posee. Su gesto está saturado de sabor terráqueo, saturado de vinculaciones de apropiación que tiene como telón de fondo, un modo genealógico de aproximarse, una estrategia felina de hacerla sentir parte suya, de su cuerpo textual en la medida que hay una identificación plena entre la efigie que Rojas articula para sí mismo y la efigie que lee o más bien, quiere leer en Mistral. Un texto en prosa de Rojas que se incluyó en Del Relámpago, es decidor al respecto:

Por mi parte me crié oyendo hablar de ella pero no como diosa sino por paisana de mi gente: los Pizarro Pizarro, los Rojas Villalón, unos Álvarez por ahí y unos Rivera que la trataron en Tongoy o en Tamaya, en Paihuano, en Limarí, o en Cogote, o en Zorrilla; o más arriba en lo castizo de La Serena; gente mía que debió emigrar por la costa difícil desde Coquimbo a Arauco –recién entrado el siglo- a bordo del Guayacán, dejando aquellos huertos bíblicos por lo abierto y tormentoso del océano

Esa familiaridad sanguínea, esa relación para consumarse, tal como lo ha constatado de modo magistral Marcelo Pellegrini en su libro La ficción suprema. Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos (3), toma como guía y orientación algo muy físico, muy palpable, pero áspero y certero: la cercanía e identificación en la experiencia común que él cree vislumbrar al momento de observar y hacer suyo lo pétreo, es decir, la cercanía de ambos a través de las piedras que ven y aman en el contexto de esa sensibilidad que hace de la materialidad de la tierra su sustento primordial. Para Rojas la visión transfiguradora es el don mistraliano que más admira de aquel cuerpo textual que anhela. Ese don, implica mirar atentamente las piedras. Sin duda Rojas tiene en mente aquel texto en prosa de Mistral llamado “Chile y la piedra” donde nuestra poeta se declara hija de aquel elemento. Ese gesto provoca en Rojas un estímulo fecundo: para él, Mistral siempre ha sido y será una cordillera viva que ha enseñado ser la piedra fundadora. Hay ahí una manera de establecer vínculos hacia una sensibilidad oracular que entiende en su matriz una serie de elementos básicos, cuasi arcaicos, pero decidores para Rojas en la búsqueda de su constitución poética: ahí se advierte la crudeza del sol cordillerano, los ojos del poeta que se ve a sí mismo como habitante animal de una temperatura ardiente expuesto en las latitudes rocosas de las alturas cordilleranas y que oficia un rito de purificación. La cordillera es madre, pero también cuerpo arisco de poseer y el poeta, tropezando, pero admirando y poseyendo las diversas texturas pétreas que le salen al camino, lleva a cabo una verdadera procesión para hacer suya esa energía elemental de las cosas que se manifiestan en su modo rústico, casi ajeno al lenguaje, pero que sólo tiene al lenguaje como forma de designarse en su errancia.
Para Rojas, su relación con Mistral se encuentra equidistante entre la parienta lejana y la escritora ejemplar, entre la figura literaria y el elemento esencial e ineludible de un paisaje. Para Rojas, Mistral es paisaje verbal al que busca asimilarse simbólicamente en el afán de posesión. Así, para el poeta de La miseria del hombre, Mistral es una piedra, en tanto acendrada por un rostro esparcido por multitud de espacios, como por ser la presencia que dispone en su prestancia “cordillerana” de vigor, soledad y piel caldeada ante el sol implacable de la naturaleza y del lenguaje, un punto de referencia ineludible para configurar su propia razón de ser, para asimilarse a esa identidad pétrea que hace de todo poeta y su escritura, uno solo en su amplitud física, en su amplitud material, donde cada palabra, y cada vocablo es una presencia granítica de logro y maravilla.



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