En la hornada de
poetas sub-30 que empezaban a publicar en la década de 2000 siempre me pareció
advertir cierto aire de familia que, por metonimia, era altamente tentador de
apreciar como representación de un aire epocal que iba muy acorde con la
pretensión de establecer una concordancia casi mimética y aún causal entre el
lenguaje y su respectivo contexto y, casi siempre, con una urgencia de tono
irrevocable. Aire de familia que hacía -y hace- del discurso de la precariedad
su estandarte a ultranza, fijando su atención en el descalabro del paisaje
urbano en tanto analogía del descalabro personal. Esto, sin duda, era –y es- un
modo no sólo de leer, sino también de escribir, asunción de una actitud y no un
mero recurso retórico según el decir de varios vates expuestos en la primera
línea de nuestra compasiva farándula poética. Es de aquel modo que se puede
entender, me parece, esa opción –legítima por lo demás- de poetizar desde una
primera persona que no problematiza mayormente el lenguaje y prefiere dejar de
lado cualquier opacidad de éste, enfatizando de una u otra manera, elementos
paratextuales que, en su evidente exposición, desplazan o dejan en suspenso las
eventuales ordalías que implican los devaneos textuales que en su transcurso se
cuestionan a sí mismos. Aquel proceder tan loable como insuficiente, implicaba
la adopción de posturas críticas que ponían –y siguen poniendo- un especial
énfasis en, por ejemplo, la presencia o el uso de elementos massmediáticos en
la imaginación poética; o la performance de un habla que mimetizaría las voces
de tribus urbanas en aras de explorar, descubrir o poner en circulación una
subjetividad herida que, ante el espectáculo socio-político que nos ha tocado
ver y vivir, se muestra furibunda, escéptica o transgresora.
Al final, han pasado los años, nos adentramos veloces en la segunda
década de este siglo y aquel aire de familia o se ha diluido o se enrarece para
cualquier lector que, como yo, ha superado los 40. Lo que hace un lustro parecía
la reivindicación trasgresora de toda
una nueva generación, se anquilosa o deviene inmovilidad imaginativa, reiteración
expectante o silencio avasallador. No puedo dejar de leer eso a mi modo, es
decir, como un dinosaurio de los 90 y por ende, con distancia y escepticismo
ante todo anhelo mesiánico o redentorista que de tarde en cuando siempre asalta
nuestras letras. Al final me quedo con poemas más que con gestos, aún más, con poemas que son gestos y donde esa
subjetividad lacerada que todo poeta joven expone con el corazón en la mano, se
retira bajo el silente saber que despierta el lenguaje más allá de toda queja a
estas alturas, superflua o retóricamente imposible.
Al final pasan los años y en el recogimiento de esa marea febril que ha
sido la “poesía joven chilena de 2000” ,
relumbran nombres y palabras que han permanecido en el oído y la retina,
algunos que en su silencio no estuvieron en esa primera hora junto a otros que
han persistido y entregan, hoy por hoy, una fruta más espesa en su densidad
lingüística, emocional y experiencial y que hace 5 o 10 años era impensable.
Simple maduración dirán algunos. Evidencia para mí de la vieja frase que
expresa que el arte es largo y arduo y cuyos ritmos no siempre van acorde con
los de la vida, más bien, son otra vida con otro ritmo.
Es en este contexto donde aparecen en mi curiosidad lectora nombres y
obras y donde el caso de Diego Alfaro me parece decidor: desde los poemas de Piano de juguete (2008-2009), llegando a
Paseantes (2010) y ahora Tordo (2013-2015), lo que aprecio es
tanto una búsqueda formal, como una amplitud de la experiencia. Digo esto
porque Diego es un poeta que no va a la caza de novedades con poemas siempre
distintos, sino más bien, obsesionado con un puñado de imágenes y palabras,
reescribe paciente los mismos textos, en un gesto que podría recordar a Gonzalo
Rojas, a Juan Ramón Jiménez o más cerca de nosotros a Sergio Muñoz Arriagada o
Marcelo Guajardo Thomas. Así esa reescritura es tanto corrección por un poema
imposible, como también, exploración de formas diversas en que encarna la
escritura. Por ello, Piano de juguete,
una breve plaquette, es la antesala de Paseantes
y éste, a su vez, es una reelaboración de un conjunto previo –para nosotros
como lectores, mayormente desconocido- como a su vez el actual Tordo, es la ampliación de Tordo, publicado en Buenos Aires en
2013. En ese vaivén, lo que aprecio es menos un experimentalismo que una serie
de decisiones expresivas como son, por ejemplo, pasar del poema en prosa al
poema en verso libre, del poema con pretensiones cuasi métricas, a poemas de un
narrar más amplio, de poemas altamente concentrados en su economía lingüística
a poemas más extensos de un aliento vertiginoso. Ese vaivén, es tal vez la
consideración de esta poesía como un permanente work in progress, consideración que distingue en sus usos retóricos
a Diego de otros poetas de su entorno y que hace que en estos años, haya ido
creando su propio espacio de respiración, cosa que implica, ni más ni menos, la
búsqueda de lo propio y característico, la indagación por lo que aparece transformándose
en la imaginación que nos otorga lo permanente.
No pretendo acá, otorgar claves decisivas para la lectura de Tordo, sólo unas cuantas pistas que me
llaman la atención y que deseo compartir con ustedes.
No me ha salido fácil abordar Tordo,
pero más allá de la excusa de rigor, ¿en qué radica su dificultad? Tal vez en
la apuesta heterogénea de su disposición formal que hace que el lector salte de
un registro a otro en un ejercicio de gimnasia verbal e imaginativa. Ya de
partida, eso me parece interesante: aquí no veo la pretensión de la obra total que
haría del libro, una obsesión en tanto engranaje meticulosamente articulado de
partes que se condicen unas con otras para otorgarnos una radiografía de un
sujeto sufriente, una circunstancia socio-histórica contable o una épica del
cariz que fuera. Esa obsesión, tan necesaria y también tan nefasta en su
autoritarismo, ha sido no menor en tantos proyectos escriturales de antaño y
hogaño como si el simple acto de reunir poemas en un volumen fuera evidencia de
poco rigor, falta de una visión abarcadora sobre la realidad o cosa semejante.
Felizmente, lo que yo creo ver en Tordo es
más que nada la asunción consciente a la luz de su heterogeneidad formal, tanto
una crítica implícita a ese dictum como también la evidencia de la
impostergable fragmentación de nuestra experiencia, aún más, la imposibilidad
de asumirla de modo más o menos coherente en el tapiz de la vida. Ahora bien,
esa heterogeneidad, no implica a mi juicio, fragmentación ociosa o descuido
inconsciente. Para nada, leo ahí más bien un tono rapsódico que nos abre
diversas puertas en invitaciones a conocer y divagar. Pero no deseo en este
comentario, ser abstracto. Deseo jugar a local. Pues veo ahí un sabio aprendizaje
formal proveniente de la lectura provechosa que Diego ha efectuado tanto de la
poesía de Ennio Moltedo como de la de Rubén Jacob. Me explico. No es que las
referencias textuales y hasta casi eruditas que salpican los poemas de Diego se
limiten a la obra de estos dos poetas queridísimos en estos lares porteños.
Para nada. Se trata más bien que en la escritura de Diego vislumbro procederes
aclimatados desde la peculiaridad de la obra de los autores de Concreto Azul y el The Boston Evening Transcript. Por un lado, la decisión de escribir poemas
en prosa. Por otro, el poema ya en prosa o en verso libre- como una variación,
a modo de una deriva que se adentra en vericuetos geográficos, mentales, políticos
y emocionales de cierta densidad expresiva.
El poema en prosa siempre ha sido la manifestación de un lenguaje de
síntesis, es decir, en su esencia aparentemente contradictoria, integrada por
planos disímiles, pero en última instancia, superpuestos, acaso como el medio
perfecto para expresar la diversidad de lo que implica contar y cantar, en una
simbiosis siempre problemática, pero que de ser bien resuelta, nos deja con
relevantes particularidades. Así, en los poemas de Diego, participamos de
alusiones extensas a situaciones de asombro, precariedad y lo que llamaría
“exposición en los bordes de la catástrofe”. La reiteración bajo nombres
distintos a diversas aves, hacen del sujeto que enuncia aquí, una especie de
augur: martines pescadores, chercanes y tordos forman una espesura menos de
clasificación zoológica, que símbolos puestos en la imaginería necesaria para contar. Pero, ¿contar qué? La propia
desolación del presente, pero no en imágenes tremendistas de colapso urbano a
las que nos tienen acostumbrados buena parte de los vates nacionales
contemporáneos, sino más bien, en un registro de páramos fríos, costas heladas
y ruinosas, atardeceres amplios y monótonos, ciénagas y en general, un ambiente
de tundra acorde a esa imagen que nos hacemos de un pasaje frío, incluso polar,
rocoso y escarpado, como en algunas escenas del cine de Lars von Trier o en
algunos poemas de Tomas
Tranströmer. Pero también jirones de
memoria, escenas rescatadas de la
infancia como cuando en el poema Madriguera
vemos la imagen de un chevy en el óxido del patio entre los juegos de los
niños o como cuando en el poema Relatividad
general, el niño se oculta en un puente como símbolo del transcurso del
tiempo y la luz. En los pequeños poemas en prosa de la primera parte de Tordo, lo que veo es un mosaico de microrrelatos
que no renuncian al lirismo a pesar de relatar una intensa desolación que,
curiosamente, no es equivalente a la desesperanza, sino más bien a cierto pasmo
ante la corrosión del tiempo.
Pero sin duda la piece de resistence de Tordo es el extenso poema final del
libro que conforma por sí solo toda su segunda parte. No es la oportunidad, ni
hay tiempo para extenderme como quisiera ante este notable poema, poema que, a
mi juicio, es hasta ahora el non plus ultra de Diego como poeta y, por ende, su
logro expresivo más notable y logrado. Por eso, lo que aquí diga, son meras
impresiones muy provisionales. Dividido en 10 partes o secciones, el poema articula
una voz que divaga en una deriva que le lleva a regiones de la memoria, espacios
físicos y lugares imaginados, de un modo tal que, como decía, nos recuerda el
procedimiento de variaciones que Rubén Jacob
consagró en su poema The Boston
Evenening Transcript. Pero no es una voz que se hace a modo de un extenso
monólogo de una conciencia que se asedia a sí misma con parsimonia. Para nada:
en todo el poema, vemos que el sujeto se dirige a un tú, una tú que apreciamos
como presencia femenina y que se nomina bajo el nombre de Jean de Montreal, en un procedimiento de
estructura para relatar ya célebre que el poeta vanguardista francés, amigo y
contemporáneo de Apollinaire, Blaise Cendrars inauguró con su maravilloso poema
Prosa del transiberiano. Pero la
gracia del poema de Diego no es que se remita en su forma y contenido a emular
simplemente los procedimientos retóricos ya de Jacob, ya de Cendrars, sino que
lo que hay ahí es una aventura que ausculta en su transcurso una serie de recovecos
espaciales y emocionales que hace de la pregunta su propia respuesta. Jean de
Montreal, es muda, no la vemos hablar, no escuchamos su voz, pero nadie nos
dice que puede estar susurrándole al oído del sujeto del poema, sus posibles
salidas a terreno, sus admoniciones y sus recordatorios necesarios para hacer
del gesto de quien ahí habla, una viaje que recorre diversas instancias. ¿Y qué
se nos muestra en este viaje? Ningún paraíso artificial, ninguna serenidad ante
la consumación del tiempo y la experiencia, sino más bien, una tensión que pone
en entredicho la seguridad misma del sujeto que enuncia, seguridad que nos hacía
creer en el poema como refugio ante la desolación del presente. Para nada. En
este poema, lo que vemos o a lo que se nos invita es a recorrer la imposibilidad
de todo asidero: la crisis de la imaginación, la precariedad de la
responsabilidad humana ante la destrucción del entorno, la voracidad de la historia
con su cruel violencia, los espasmos de la memoria para ver si aún hay puntos
de referencia antes de la deriva total Y nosotros, como lectores, a la
intemperie ante una aventura como ésa. Para mí, este poema de Diego cumple la
clásica exigencia de nuestro medio -que
no por eso, la compartimos siempre- de que la poesía debe dar cuenta no sólo de
sí misma en tanto poema que se autocritica en un ejercicio de reflexión metapoética,
sino que también da cuenta de un gesto de protesta, de amonestación moral y
hasta política, pero todo ello sin renunciar a ser poema, es decir, sin
renunciar a concatenar imaginativamente un fraseo verbal que posee su propio
impulso rítmico. Como un panóptico que nos otorga la simultaneidad de visiones
en su despliegue temporal, este poema muestra nuevamente lo conflictivo que
significa el contar sin renunciar al cantar, en otros términos, el conflicto
–siempre productivo- si acaso es dable, una épica desde la subjetividad lírica.
Con este libro, Tordo, Diego Alfaro da un paso respecto
a su propia poética, un paso que reconvierte poemas del pasado en una escritura
exigente de presente. Ese dinamismo, silente y persistente, es lo mejor que un
poeta como él, nos puede regalar, un obsequio que agradecemos y que siempre
estamos dispuestos a leer.
* texto leído en la presentación de Tordo
en la Sala E ,
Librería Metales Pesados, Valparaíso, mayo 9 de 2015 y publicado en lacallepassy061.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario