Cuando
nos acercamos a la poesía no es raro que busquemos en sus imágenes y palabras
cosas que, creemos o intuimos, sólo ella puede otorgar. Tal vez no la seguridad
de una respuesta, pero muy posiblemente una especie de orientación, alguna
pista cifrada o, en el mejor de los casos, un develamiento que nos ayude a
comprender quiénes somos. A veces un poema nos descubre de otra forma, permite
vernos a nosotros mismos de un modo insospechado o nos deja pensativos acerca
de lo que creíamos cierto y seguro. En algunas ocasiones –en casi todas más
bien- el poema no es esa tierra firme que nos salvaguarda de nosotros mismos, a
lo más es un puñado de signos a la deriva que, en su extraña fidelidad, nos
acompaña a la intemperie. Así, las preguntas que rondan en sordina nuestra
conciencia, de pronto, en virtud del poema, se materializan de manera
inusitada. Indagar y preguntar sobre eso, es decir, sobre aquello que nos
constituye en aquel halo que habla por nosotros y sobre nosotros para intentar
apreciar, asimismo, qué hay en el nombre que nos designa y por qué aquello es
así, es algo que ha fascinado –estremecimiento y horror unidos- a decenas de
poetas. En su hondura y exigencia, la poesía nos invita a plantearnos frente a
nuestra propia efigie ya para reconocernos, ya para iniciar una aventura que
nos lleve en pos de nuestra propia búsqueda. A veces la invitación que se nos
hace para aquel viaje insondable no trae pasaje de vuelta. Pero sin duda, el
vértigo de esa experiencia redime de cualquier amparo. Tal vez a eso aludía
Novalis cuando manifestaba que el camino misterioso siempre se dirige a nuestro
interior, pues el deslumbramiento de apreciar nuestra propia intimidad con sus
abismos y maravillas es, primordialmente, un punto capital para comprender el
fenómeno poético en su más amplia lasitud. En el fondo, la poesía pone en
escena la pregunta por nuestra identidad y los conflictos que ella posee para
verse a sí misma y para rastrear su origen o ulterior despliegue.
Creo que esta sencilla reflexión es pertinente al momento
de plantearnos la lectura de algunos poemas de Sergio Muñoz Arriagada
(Valparaíso, 1968), poeta que a través de los años ha ido escribiendo, sin
gesticulaciones llamativas, ni con gestos erráticos, una obra que me parece
concienzuda y clarificadora, atenta a la evolución de su propio lenguaje y
ajena a todo vendaval de exposición tan al uso y que, en su silencio, permite
adivinar una visión que pone en primer plano justamente a la poesía como identidad,
más bien, a la poesía como indagatoria problemática para afrontar la identidad.
Pero ¿qué hace que esta poesía no haya sido abordada con el cuidado que
merece?, ¿qué hace que esta poesía haya sido apenas leída, al menos en los
conciliábulos críticos más sagaces?
Parece evidente que a estas alturas, donde el nuevo siglo
avanza veloz, se puede apreciar que durante los años 90 del siglo pasado y
durante el primer decenio de éste, una serie de libros personales, antologías y
publicaciones diversas –revistas de formato y hechura disímil, nacientes
páginas electrónicas- pusieron en circulación una serie de nombres y más que
nada, una serie de poemas que casi al instante de su aparición, fueron
rotulados con mayor o menor fortuna como “poesía de los 90”. A partir de ahí,
mucha agua ha pasado bajo los puentes imaginarios de la poesía escrita entre
nosotros. Y más de alguna vez esas aguas han sido turbias, opacas o demasiado
veloces para calibrar su eventual transparencia o su trasiego de inverosímil heterogeneidad.
Pero han pasado los años y “los de ayer, no somos los mismos”. Algunos poetas
de aquellos plazos, sobrepasando ya los 40 han guardado silencio o dejaron de
publicar –no sé si de escribir-. Sus apariciones mediáticas en lecturas, foros
o polémicas artificiales han disminuido proporcionalmente respecto a poetas más
jóvenes que van a la palestra de ese Moloch mal llamado “poesía chilena”. Otros
con silencio, paciencia, tesón o escepticismo, con una singular indiferencia
del medio, siguen cada cierto tiempo haciéndonos entrega de sus libros. A veces
en ellos hay poemas que relucen una prestancia verbal o imaginativa que ya uno
quisiera. En otras ocasiones vemos que el arco que dibujan es amplio y da para
todo: se persiste en escribir de un modo idéntico a sí mismo en un gesto de
fidelidad que deja pensativo o hay un afán por ver, explorar o registrar en
cada libro nuevo, algún recoveco de experiencia que amerite ser enunciado.
Otros se han visto a sí mismos como “escritores” y se han volcado al cultivo
del género novelesco. Algunos con mayor éxito o resonancia que otros. En todo
caso con mayor eco público –aparentemente- que si hubieran persistido en la
fidelidad de la musa. Por otro lado, mientras una serie de comisariatos
críticos y poéticos en aras de su propio posesionamiento -cosa legítima después
de todo para quien, en nuestra época de “espectáculo integrado”, desea volverse
velozmente canónico o académicamente rentable-, decretan y denuncian ukase tras
ukase el fin, la nulidad, el vacío o el desenmascaramiento justiciero de la
irresponsable impostura de conciencia cívica de todos esos poetas y sus poemas
durante la postdictadura, emergen sin preámbulo y totalmente fuera de libreto
por acá y por allá algunos nombres “rezagados” que nunca estuvieron en primera
línea durante todos estos años y cuyos poemas son muestra inequívoca que el
asunto es mucho más complejo, variado y disímil. Hay poemas que hacen tambalear
decretos críticos y nos hacen leer otros poemas con una mirada más rica. Como
también nos hacen olvidar lo que creíamos era valedero en alguna lectura de
años atrás.
Sin duda que lo escrito por Sergio Muñoz Arriagada obedece
a ese último apartado, es decir, a esas escrituras que siendo relevantes, por
su misma impronta o por su gesto silente, rara vez han entrado en los procesos
de circulación legitimadora que, en tantos otros casos menos felices, siempre
han sido generosos hasta el hartazgo. Ni la perspicacia crítica de lectores
avezados como Cristian Gómez Olivares, Marcelo Pellegrini, Carlos Henrickson o
Jaime Pinos –por mencionar un puñado de nombres de poetas/críticos coetáneos a
Muñoz Arriagada y cuya solvencia lectora me parece indesmentible- ni la
aparición secuencial, espasmódica y hasta torrencial de revistas, antologías,
lecturas, encuentros o foros, pródigas al tutti
cuanti con autores de diversa procedencia, calidad o densidad, han podido o
querido dar cuenta de la trama que articula lo mejor de la poesía de Muñoz
Arriagada en un lapsus que va desde mediados de los años 90 hasta el presente.
Si bien es tentador elaborar un mapa de preferencias, temas o motivos que se
dejan entrever en la poesía de este autor porteño, lo cierto es que por ahora
es pertinente leer lo que su propio escrutinio ha decidido hacer público y
esperar que prontamente su numerosa obra inédita, vea la luz. En ese entendido
quisiera tentar un acercamiento que es meramente aproximativo y aún
provisional.
II
Sergio Muñoz ha publicado hasta ahora, tres libros: Lengua muerta (1998), 27
poemas lengua en blues (2002) y Lengua
ósea (2003). Libros de tiraje pequeño y en editoriales más o menos
recónditas, su divulgación se ha efectuado en lecturas y conferencias o
simplemente de boca en boca entre conocedores y curiosos.
Pero más allá de estos datos, Muñoz Arriagada ha ido
desarrollando una visión particular y característica que instala en primer
plano el acucioso y sugerente tema que referíamos: la poesía como identidad.
Una aseveración como esa, directa y sin ambages, puede sin embargo, suscitar
equívocos al lector desprevenido, formado aún en el romántico arquetipo que
conjuga vida y obra o poesía y personalidad sin mediación alguna. Con aquellas
prevenciones en mente, la lectura de esta poesía se nos abre como un decir que
pregunta por el origen, que ve en el origen lo problemático de la identidad. En
aquel sentido, al menos dos títulos de Muñoz Arriagada son significativos: Lengua muerta y Lengua ósea. Pues lo que mentan no sólo es la eventual originalidad
de un título, sino más bien una especie de marco referencial que hace o vuelve
presente una identificación primordial: la lengua poética, la poesía es
equiparable a la presencia física y cultural de lo que llamamos lengua materna,
idioma o lenguaje. Pero asimismo es posible advertir una variación a esta idea
y que apunta a que la lengua materna tomada como sustrato en su cobijo de toda
aventura inventiva es náufraga al instante de consolidarse desde el sujeto que
la enuncia como muerta, sin vida. Ahí existe una contradicción sugerente que no
vuelve inútil el planteamiento de la poesía como acción, sino todo lo
contrario, insta a reflexionar sobre qué puede significar la carencia y la
lucha para enfrentar esa misma carencia: la lengua materna (el lenguaje, la
palabra) no es un refugio donde se resuelva felizmente la inseguridad de un
sujeto poético a la deriva, sino todo lo contrario, es el sitio donde existe el
más alto abandono por estar ausente la vida.
Es de aquel modo que el sujeto de esta poesía, entregado al
nacimiento, vislumbra no la vida, sino un escenario en derrota que hace
tambalear cualquier asidero obligándole a rememorar un pasado previo a sí mismo
para buscar una eventual conciliación de sentido o la construcción de un linaje
que responda por él a sabiendas de la imposibilidad de cualquier certeza de
significado. Como veremos, desde allí es posible trazar una eventual línea
interpretativa que permita orientarnos en la significación primordial del
proyecto poético de Muñoz Arriagada, sin desmedro de otras posibilidades a explorar
en lecturas distintas. Por ahora resta ver esa línea que atraviesa su escritura
y que encarna en instantes consagratorios identificables al menos en tres
ámbitos: la identidad como pregunta por el origen, la identidad como memoria
prelinguística, la identidad como linaje.
III
En la poesía de Muñoz Arriagada la identidad como pregunta
por el origen puede ser entendida como una virtual fusión que hace equiparable
el lenguaje (comprendido como lengua materna), la muerte y la poesía. En varios
textos aquello es apreciable, fundamentalmente por el cuestionamiento de la
escritura como muestra de su opacidad que no revierte en modo alguno como
constatación de una singularidad expresiva que comprenda a su propio referente
más allá de sí mismo. Si leemos el poema “Fugaz” del libro 27 poemas lengua en blues advertiremos una demarcación
significativa de aquel cuestionamiento: “(…) la sombra anexa y su caída hacia
el cuchillo/ minuto que tajo a tajo engendra el vuelo/ para este idioma tosco y
con olor a herida/ para esta alquimia húmeda de nuestro espejo (...)” “(…) y
aunque la muerte entra en esta cicatriz/ tibias de memoria/desnudan el juego
las palabras/ con su carácter y símbolo (...)”. La cicatriz (¿la escritura?) es
justamente puerta de entrada para la muerte que “desnuda” como “juego” a las
“palabras”; juego que al parecer posee una única salida como se nos indica en
el verso final del poema: “(…) ese silencio que amenaza con silencio”.
Observamos que en esta poesía el origen se ha vuelto mudo.
No otorga certeza al sujeto para que éste se identifique. Va a la deriva en el
océano de las significaciones, pero sin poder atrapar su eventual sentido en la
tierra firme del signo certero que esperaríamos del poema como una especie de
refugio ante la intemperie vital. Por otro lado tenemos en el libro Lengua ósea algo que constituye por sí
mismo una ruta ardua y compleja en torno al desprendimiento de lo que se es en
pos de una búsqueda: la necesidad de asir un nuevo nombre. Ciertamente no es el
momento aquí de efectuar un escrutinio acabado y en detalle de lo que en este
libro de carácter antológico se propone con esa necesidad que, sin embargo,
delimita las fronteras del esfuerzo poético de Muñoz Arriagada en un intento
que justifica por su propia desmesura, todo afán de articular un concepto de
obra nacido desde la precariedad misma de la enunciación. Esa precariedad que
revierte en Lengua ósea como uno de
los libros más relevantes de inicios de 2000, es sin duda un ejercicio arduo
que no se reduce a la mera caracterización de su contenido. Es más bien una
ruta, un desafío lector y un singular testimonio de coraje poético de lo que
implica hacer poesía en una época ágrafa y donde la nominación es puesta en
entredicho dados los mecanismos de ocultamiento que han sido impuestos al
lenguaje en nuestra sociabilidad civil y política. No puedo aquí “leer” la
densidad que trae a lugar un trabajo como éste. Sin embargo, por aquel mismo
carácter no deja de ser interesante indagar en un par de ideas básicas que
pueden ser subsumidas al interior de la problemática del origen y que orienta
lo provisorio de esta lectura.
En Lengua ósea
hay un poema que me parece decidor para mostrar lo que se viene refiriendo: ese
poema se titula “Postdata” y con él se cierra el volumen. Entre sus versos más
relevantes, se nos dice: “(…) voy errático al olvido que se abre en la figura
de estos pétalos/ mal vestidos de ritmo y noche (...)/ ¿qué somos? ¿quiénes
fuimos?/ Uno no sabe (...)/ pálido viene uno a vestir el origen/ y lo viste con
dolor y con furia/ masticando mil veces/ la ironía de un tiempo que nos vence/
¿qué somos? ¿quiénes fuimos? (…)”
Estos versos nos muestran el problema que habita esta
escritura y que revierte productivamente en la retórica que invoca y hasta
constituye: el misterio del lenguaje y el misterio de la poesía como identidad
y oposición. Así, el lenguaje más básico, más elemental, más palpable, lleva en
sí un movimiento hacia su propia realización, pero vemos de modo simultáneo el esfuerzo
de ese mismo lenguaje para liberarse de sí en la metamorfosis que implica el
sentido al fijar las palabras en su propia incertidumbre en tanto configuración
del poema como pregunta. La poesía como tiempo de la “noche” y por ende, como
cuestionamiento de toda identidad, se vuelca sin apariencia, hacia su propio
vacío que se vuelve una exigencia temible: qué de cierto puede haber entre la
presencia invocada y su revocación como conciencia que se desliza desde sí
misma autodisolviéndose.
Por supuesto que no pretendo entregar las claves
interpretativas de un libro como Lengua
ósea –tarea imposible y desmesurada-, pero creo que el problema del origen
en sus poemas se agudiza y hasta diría que se radicaliza más allá del estigma
biográfico que es tan fácil adosarle. En este libro, Muñoz Arriagada se
encuentra a sí mismo no tanto como sujeto de una biografía poético-ficcional,
sino como articulador de una propuesta que no teme verse como paradoja o
contradicción.
IV
Si la poesía articulada como lenguaje resulta ser una
lengua muerta al instante de enunciarse, ¿dónde buscar la identidad que sea
plena? Responder esto al interior de los poemas de Muñoz Arriagada pareciera
que significara emprender una indagatoria audaz a través de una memoria que se
manifiesta allende las palabras. No obstante,
sabemos que eso es imposible, que nuestro requerimiento exige evidencias
palpables –palabras- más allá de la
desaparición del sentido. Por tal motivo me parece que en esta poesía, la escritura
se convierte en evidencia fragmentaria de una identidad buscada a pesar de sí
misma y que necesita “pruebas” que validen su naturaleza.
Por eso sale a luz una de las experiencias más decidoras de
esta poesía: el encuentro con el otro y el desgarro del sujeto en relación a
ese otro. En el trabajo de Muñoz Arriagada esa experiencia se materializa en
poemas que efectúan una indagación a un misterio vivencial de difícil
articulación y que por lo mismo, al manifestarse poéticamente como escritura,
adquiere rasgos enigmáticos y dolidos: la experiencia de la hermana muerta al
nacer. Ahí hay un tema fecundo y de hondura casi fantasmal, el que se despliega
en los rincones más sinuosos de esta poesía y que ciertamente posibilita su
acceso de comprensión. Pues el tema de la hermana muerta al nacer evidencia una
concepción especialísima del problema de la identidad: la concepción del doble,
es decir, la idea de un sujeto dividido que recuerda en la nostalgia su “otra
mitad” ya inexistente. En la literatura universal este tema ha obsesionado a
los artistas y creadores de modo afiebradamente productivo desde Antígona de Sófocles hasta las
fascinantes indagaciones de ensueño y pesadilla de poetas románticos como Tieck
y Hoffmann. Contemporáneamente el tema se hace presente de modo variado en
numerosos artistas y poetas para quienes el problema del doble y de la virtual
identidad dislocada son tema preferencial y hasta capital: Artaud, Apollinaire,
Lawrence y entre nosotros, sin duda poetas como Eduardo Anguita, Omar Cáceres y
hasta cierto Huidobro que podría ser leído desde aquella perspectiva
contribuyen con su personal indagatoria al esclarecimiento estremecedor de
esto.
Lo capital viene a ser, según nuestro parecer, lo
siguiente: que en la poesía de Muñoz Arriagada la experiencia de la hermana
muerta al nacer muestra una concepción del doble peculiar y diferenciadora: es
la incomunicación, pues la poesía como lenguaje, como palabra, como habla
implica en sí misma la muerte y por ende, entrega sólo rastrojos de evidencia.
Ello está en contraste con algo de difícil comprensión y que tiene que ver,
probablemente, con la fluidez del contacto originario en el útero materno en
donde la armonía perfecta de un eventual sujeto andrógino no necesita o no le
es dable el lenguaje para constatar su identidad. Por ello ésta, en tanto
plenitud, es eso sólo en la medida que sea una identidad prelinguística y por
ende no decible sino como palabra de finitud. Y como eso, al menos lógicamente
es imposible, pues permite aseverar un modo de entender la poesía como la
precariedad de un desgarro que no puede ser cauterizado por más que todos sus
recursos léxicos, metafóricos e imaginarios, se presten para otorgar del mejor
modo una rememoración que se vuelve casi inexpresable. Ahora bien, esto último
es paradojal, pero poéticamente productivo y es posible apreciar que se enraíza
en varios poemas muy bien logrados de 27
poemas, entre ellos “Placenta”: “(…) ese remoto afán con que persigo/aquel
río irreal de maravilla/ que riega exactitud en lo que digo”; “Fugaz”: “(…) la
sombra anexa y su caída hacia el cuchillo//minuto que tajo a tajo engendra el
vuelo/para este idioma tosco y con olor a herida (…)” y “Jadis”: “(…) antes
mucho antes de ser/ antes de hablar de esa mitad de uno/ que anda suelta que se
hunde hasta el cuello/ del festín fetal del arrullo” (...). En estos poemas,
como en otros, la misteriosa experiencia del doble, de su desgarro y de la
poesía como “evidencia imposible”, hacen que lo planteado en la obra de Muñoz
Arriagada sea un movimiento que se despliega más allá de sus motivos aparentes
de cariz biográfico hacia una concepción acaso cierta de verbalizar lo
improbable de toda experiencia.
V
Lo hasta aquí escrito muestra un ejercicio poético que hace
presente una paradoja: la poesía en tanto lenguaje es una lengua muerta pues
impide dar cuenta acabada de la identidad del sujeto que recuerda su
pertenencia a un instante en que junto a otro(a) era uno en la vivencia de la
armonía perfecta brindada por el silencio. Pero si esta poesía se plantea como
imposibilidad (invitando acaso por ese gesto al mismo silencio a que la corone
ya no como plenitud sino como mudez) cabe preguntar entonces si concluye en
este límite. Mi lectura responde negativamente a esto. Ello en virtud de algo
especial que anida, sino en la totalidad, al menos en varios poemas que revelan
otro tema personal o biográfico: el tema de la descendencia, del hijo. Y acá
hay que ser en extremo cuidadoso, pues una lectura apresurada de esta poesía
nos podría llevar a lugares inadecuados que imposibiliten su propia
comprensión, aquella idea expresada al inicio de estas líneas y que se refería
a lo “personal” de los planteamientos de este discurso. En aquel sentido, los
poemas de Muñoz Arriagada no son meros poemas celebratorios al nacimiento de un
hijo por más que encontremos gratos y dulces sus eventuales intenciones. Eso
sería errar estrepitosamente el paso. Es posible ver esos poemas en donde este
tema se desarrolla más como un complemento ideal a la noción de identidad que
sólo como testimonio biográfico.
En el poema que se inicia con el verso Tu llanto es literal...y que se encuentra en la sección
“Alumbramiento” del libro Lengua muerta
se puede advertir esto de manera ejemplificadora: “(...) se invierte en luz la
penumbra/y envuelve cada vez la rota imagen/ que yo mismo rasgo en tiniebla.”
En aquellos versos, en ese poema en particular –síntesis de
una sección relevante del primer libro de Muñoz Arriagada- volvemos a encontrar
al sujeto desgarrado entre la memoria de una oscuridad prelingüística (realidad
al fin y al cabo indecible, pero no menos significativa y lacerante) y el
presente que apuesta a un desarrollo en pos de una luz que debiese reivindicar
el azoramiento del sujeto que habita una rota imagen. Pero en este bello poema
se introduce un matiz, el tema de la luz que deriva hacia la articulación del
día como nacimiento del hijo el cual, según mi lectura, encarna o asume la
nostalgia que llega desde una plenitud experienciada sólo como recuerdo y que
él puede vivenciar sin fractura: “(…) no es tu voz la que triza el silencio del
mundo/es la voz temblorosa de la especie y del tiempo/que yace escondida en
medio de nosotros (…)/tu voz relampaguea como un aullido sin fin (…)”
Queda abierta sin embargo la pregunta por el linaje, por la
descendencia que no sabemos dónde pueda enraizar adecuadamente. En este sentido
la poesía de Muñoz Arriagada, al menos en los poemas de su libro final Lengua ósea (última publicación cronológica
del autor), se retrotrae al cuestionamiento del nombre como posibilidad de
abrir una brecha en el mundo de las significaciones y poder inaugurar así un
espacio poético habitable en que la identidad sea otra.
Con lo hasta aquí expuesto, puede apreciarse que esta
poesía es un work in progress y por
tanto habrá que aguardar otras manifestaciones para apreciar cabalmente un
proyecto de suyo atractivo e interesante que, justamente, en el lugar
geográfico y político más autoconsciente del país (zarandeado con un discurso
de fuerte identidad y autorreconocimiento vacuo: patrimonio, capital cultural,
etc) propone desde una hondura existencial poco común, una serie de dudas casi
fantasmagóricas en torno a quién se es y si ese sujeto cuestionador y caviloso
posee asidero de raigambre real.
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