domingo, 23 de abril de 2017

Cuando no hay nada nuevo que decir, hay que volver a decirlo todo: Alfred Schnittke y su Sinfonía n.º 1


Hoy en día cuesta imaginar la necesidad expresiva de las que era sedienta la intelectualidad musical soviética a fines de los años 60. El fantasma del “realismo socialista”, si bien muerto o al menos aplacado desde la muerte de Stalin en 1953, de tarde en cuando resucitaba para hacer presente sus derechos sobre la joven generación de artistas y músicos que se veían a si mismos como herederos de una larga tradición europea occidental y, a la vez, como hijos de una generación sesgada por la censura, el exilio o la muerte. Ser acusado de “formalista” o “socialmente no comprometido” eran frases que cualquier músico o poeta podía recibir a modo de mote acusatorio en el instante menos pensado. Después del bullado caso de Dimitri Shostakovich que a fines de los años 50 había tenido que hacer un mea culpa de sus poco “claras” composiciones -sus 10ma y 11na sinfonías- era evidente que no cualquiera “idea musical” era válida en el imaginario de los censores de la Unión de Compositores Soviéticos.
En ese contexto, la música de Alfred Schnittke (1934-1998), entró en conflicto con el establishment sovietico desde muy temprano. Su primer gran trabajo, su cantata de graduación Nagasaki, para coros y orquesta (1958) y que era una declaración y una propuesta pacifista contra el aniquilamiento del ser humano, ya desde su estreno fue considerada una obra “poco ortodoxa”, sobre todo por el uso genial y fantasmagórico del serialismo postweberiano en varias secciones de esta cantata donde se reflejaba o se intentaba al menos, presentar la horrorosa experiencia del estallido de la bomba nuclear sobre la ciudad japonesa. Frente al carácter tonal de buena parte de la obra, estas secciones “rebeldes” “burguesas” y “formalistas” sonaran más que una mera disonancia: fueron un desafío del joven estudiante a las normas todopoderosas del Estado soviético y su política cultural y musical. No es raro entonces que la cantata Nagasaki fuera quitada de los programas de conciertos por más 50 años y recién con el cambio de siglo a mediados de la década de 2000, fuera oída íntegra.
Durante la década de los 60 Schnittke comprendió la doble vida que como músico soviético debía vivir: compuso ingente cantidad de piezas para el cine y una serie de composiciones musicales que pasaban por aceptables y melódicas, impregnadas de ese espíritu social y comunitario que la música soviética decía tener para así formar parte de un discurso cultural “auténticamente popular y proletario”. Paralelamente, Schnittke estudiaba y leía todas las partituras que podían llegar a sus manos de aquellos músicos que serían impensable hacer oír en las salas de concierto de Moscú o Leningrado: Berio, Boulez, Webern, Ligeti, Stockhausen. Pero su estudio no era solo de admiración y menos de admiración ciega. Con asombro, Schnittke apreciaba que la evolución de la música occidental desde la muerte de Webern y bajo las premisas de la Escuela de Darmstadt estaba al borde del silencio o el desquicio sonoro.
Es interesante apreciar que en este instante, Schnittke se siente entre la espada y la pared: la rutina musical sovietica no le convence para nada y la oferta estética de Occidente le exaspera por su aparente nihilismo expresivo. Ante esta encrucijada, Schnittke, tal como paralelamente estaban haciendo en Lituania Arvo Paart y en Polonia Krzysztof Penderecki, se vio en la necesidad de volver a decirlo todo. Y eso significaba, ni más ni menos asumir la tradición como fuente material de sus exploraciones y no como una anquilosada referencia abstracta.
Este “temple” de parte de Schnittke asumía su primera concreción en su singular Sinfonía n.º 1. Esta obra según el propio compositor hace desde su título -la palabra "sinfonía"- un gesto que debe ser entendido como algo serio, pero también como algo irónico. Escrita en un momento (1969-72) crucial de las exploraciones sonoras de Schnittke, esta sinfonía representa evidentemente un intento de abrir un camino hacia el futuro, demoliendo el paisaje musical de la década de 1960 como un especie de preludio a partir de fragmentos sacados de un pasado remoto, así como de un pasado mucho más reciente. Aquí las nuevas técnicas no sólo se exponen para criticar y burlarse del “realismo socialista”, sino también son usadas contra ellas mismas en un gesto de crítica autorreferencial donde el serialismo post-weberiano es puesto en entredicho. Es así que oímos y advertimos desde el primer instante una estructura sinfónica que surge de un proceso de demolición, a veces brutal, a semejanza de la arquitectura de una iglesia de Varsovia que, destruida por el bombardeo en la guerra, fue reconstruida insertando fragmentos que quedaban del antiguo edificio dentro de los muros del nuevo sin preocupación por “unidad estilística ". Pero por otra parte esta sinfonía reconstruye la historia, no solo del género sino de la música desde el siglo XVIII. En ella pueden rastrearse trozos y pedazos de Beethoven, Chopin, Strauss, Grieg, Tchaikovsky, Dies Irae, canto gregoriano y Haydn, todo ello mezclado con material nuevo y disolvente, en armonías juguetonas o mortalmente serias, pero siempre manteniendo un tono entre el grito doloroso y la risa sarcástica.

El collage estructural resultante intenta cuestionar la existencia misma de la sinfonía como una forma contemporánea significativa. Al igual que un manifiesto musical, expresa la determinación de Schnittke de ignorar las ansiedades estilísticas que atormentan a tantos compositores actuales y, al mismo tiempo, mantenerse fiel a sí mismo. Como manifestaría el mismo compositor años después: "se trataría de invocar libremente las tensiones contemporáneas sin intentar llegar a soluciones falsas". Algunas de estas tensiones se expresan a través del argumento estilístico, otras en términos del grado en que un compositor puede tener control sobre su propio material. No es difícil imaginar las implicaciones políticas - ya sea por diseño o por no - de una declaración musical tan anárquica: el estreno en 1974 fue relegado a la remota ciudad de Gorki y casi fue suspendido como señal del todavía todopoderoso estado soviético. La primera interpretación en Moscú tuvo lugar sólo el año 1985 coincidente con el arribo al poder de Gorbachov.
La sinfonía se compone de orquesta cuádruple (más tres saxofones) y bronces, cuarenta y ocho cuerdas, piano, celesta, clavicordio, órgano, dos arpas, guitarra eléctrica y una gran cantidad de percusión - incluyendo una sección rítmica. Impresionantemente elaborado, el tejido de la obra está lleno de contrastes que a menudo es crudo y emocionalmente inquietante, incluso chocante. También es casi imposible describir o reparar en cualquier detalle. Sin embargo, está claro que el primer y tercer movimiento son los nuevos muros del edificio sinfónico, el segundo y el cuarto contienen los fragmentos remendados del viejo. El primer movimiento se pone en marcha con un sonido de campanas estridentes llamando al orden antes de empezar. A partir de ahí y a pesar de la intrusión temprana de un grupo de ideas rebeldes en su disonancia, es como si este movimiento evocara en su gesto sonoro, a todo el sonido sinfónico moderno, tratando seriamente de emerger desde una nube de escritura cromática a la que nunca se le permite adquirir rasgos discernibles. A pesar de que estemos esporádicamente intentando unir la música a los centros tonales, todo el movimiento tiene una sensación agitada e inquietante, con numerosos elementos interruptivos y con los vientos y la percusión cada vez más separados de la influencia solemne del material oído en los violines desde el principio, creando una sensación de disociación a ratos espeluznante. No es hasta cerca del final cuando hay un estallido de tutti concertado como la primera cita obvia lo que por un momento da la apariencia de mantener el control.
El siguiente movimiento, un scherzo parece estar a punto de entrar en otro mundo cuando las cuerdas anuncian un tema elegantemente clásico que evoca a Haydn. Mientras tanto, todo tipo de caos al modo de Charles Ives interviene, cobrando ímpetu para convertirse en una batalla giratoria en la que el elemento de la banda de baile gradualmente sale a la luz - borrando al resto en una cadencia improvisada. Durante la repentina quietud de una breve coda, los instrumentos de viento abandonan la plataforma, hasta que sólo queda la flauta para llevar el hilo de la música hasta su final inconcluso.
En muchos sentidos, el corazón filosófico de la obra es el tercer movimiento: un adagio extendido y ampliamente autónomo para orquesta de cuerdas. Sin más que un ocasional toque de color de uno u otro de los instrumentos de percusión dejados en el escenario, tiene una belleza grave y a veces extraña que la distingue del resto. Desde su comienzo pianissimo en dos violines solistas, el tono aumenta gradualmente a medida que la textura se espesa para llegar a un clímax intermedio en un acorde menor que se refuerza desde lejos por los instrumentos de viento.
El final comienza con los instrumentos fuera del escenario -una alusión formal a Mahler que aquí no está al servicio del misterio, sino que es su cruel parodia- que regresan al pliegue, trayendo consigo una serie de citas que reflejan adecuadamente la vena elegíaca del movimiento recién terminado. Pero este estado de resignación pronto se rompe para ser recapturado sólo en las circunstancias intensamente conmovedoras de una penúltima peroración que es una vez más iniciada por el unísono de la orquesta. Los viejos recuerdos reviven una última vez como un eco lejano de la Sinfonía "La despedida" de Haydn. Con este gesto final el círculo queda completo: la obra concluye con la cita de sus propios orígenes en la turbulencia improvisada desde donde todo comenzó. Así, el final de esta sinfonía al citarse a sí misma, da la sensación que ha dicho todo al no haber nada nuevo que decir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario