sábado, 8 de julio de 2017

La Nueva Novela de Juan Luis Martínez o el desafío del contratexto


Leer bien es constatar al texto, ser equivalente al texto, una “equivalencia” que contiene los elementos cruciales de respuesta y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio total. Leer bien es ser leídos por lo que leemos. Es ser equivalente al libro. Así, el gesto ceremonioso de fijar la mirada, abre a ésta no sólo a la posibilidad de un sentido que se desliza múltiple en sus coordenadas, sino que implica, entre otras muchas cosas, un motivo de verdadera cortesía donde se ritualiza el desafío tanto de la imaginación como a su vez las sutiles, explícitas y necesarias estrategias que emplea la memoria para representar el encuentro con la presencia que anima el acto mismo que guía nuestros ojos y nuestros labios.
Hace aproximadamente tres semanas, Patricio González de ediciones Altazor y miembro de la Fundación Juan Luis Martínez, se contactó conmigo para invitarme a participar de esta presentación. Más allá de mi reticencia inicial -no soy especialista en la obra de Martínez, a lo sumo un admirador y un lector en ciernes- el motivo no pudo sino dejarme perplejo y despertar en mí una ineludible curiosidad: una nueva edición de carácter facsimilar de La Nueva Novela, pero esta vez reproduciendo las notas, observaciones y eventuales correcciones y comentarios que, producto de la mano del propio Martínez, surcan los márgenes y los intersticios de un ejemplar que, según tengo entendido, escapó al escrutinio de su obra y que vino a ser descubierto recién a principios de este año. Cuando Patricio me relataba por teléfono las características de dichas anotaciones, trataba de imaginar por un lado el diseño de la grafía en cuestión y sus particularidades: ¿acaso eran meras correcciones de eventuales erratas? ¿acaso tarjados de imágenes, palabras o números? ¿inclusión acaso de otros textos a modo de apostillas? ¿acaso una mera recorreción a que cualquier autor obseso con su escritura somete lo suyo cuando esto adquiere el frágil cariz de lo definitivo luego de haber sido publicado? Por otro lado, imaginaba y sospechaba si acaso en este súbito descubrimiento, como en las notas y observaciones que surcan el texto, no habría ciertamente un desliz más sutil de la ironía suprema de Martínez al incitar nuestra imaginación a constatar que La Nueva Novela tal como la que hemos conocido, no era en verdad La Nueva Novela, sino un borrador -lujoso, canonizado, objeto de culto, lectura y exégesis tremenda, pero borrador al fin- de otra Nueva Novela por leer y descubrir y que aguardaba su edición pasados ya más de veinte años desde el fallecimiento de Martínez y cuarenta desde su primera edición. Es difícil calibrar esos pensamientos cuando te comunican por teléfono cosas de un modo semejante. No niego que por un instante mi perplejidad derivó hacia un vértigo parecido, quizás, al de Borges cuando baja al subterráneo de la casa de Argentino Daneri y contempla por vez primera el Aleph y su prodigiosa simultaneidad de todas las cosas del mundo, reales o imaginarias y que, a cualquiera, sin duda, aturdiría.
Por eso, pasados algunos días y ya en posesión de un ejemplar de esta nueva edición de La Nueva Novela, el examinarla supera cualquier expectativa. Es en verdad un texto anotado con profusión. Las notas, observaciones, apostillas y comentarios, plasmadas tanto en el margen de las páginas, como en los intersticios del cuerpo principal del texto o de sus imágenes, lo complejiza y densifica y se presta para las más alucinantes especulaciones. La intervención manuscrita va desde una simple y aislada palabra que complementa o sugiere algo alrededor de un cuerpo de texto más amplio, hasta grandes glosas que se desprenden al pie de la página o a su costado convirtiéndose en verdaderos contratextos que no se limitan a ser asumidos como meros comentarios, sino más bien, como más que posibles aperturas de sentido que, me parece, invitan a ampliar, contradecir, corroborar o replantear lo que ese mismo cuerpo de texto manifiesta. Sin duda que las consecuencias hermenéuticas de todo esto están todavía por verse. En un estado tan inicial de recepción como éste, no puede calibrarse aún hasta dónde las interpretaciones que han habido de La Nueva Novela podrán permanecer incólumes después de haber rastreado y analizado pormenorizadamente cada una de estas intervenciones que, sin duda, nos plantean otro texto y por ende, incitan hacia un viaje del que no sabemos nada todavía.
Cada una de estas notas y glosas marginales son qué duda cabe, indicios de una respuesta lectora que Martínez efectúa de su propio texto: un diálogo entre La Nueva Novela como materialidad y la figuración que fluye desde la asunción crítica de su propia retoricidad. Como nunca, me parece que acá asistimos a la comprobación del viejo dictum que indica que toda obra artística moderna lleva dentro de sí misma su propia resonancia maquinal de autocrítica. En este caso, intuyo, como un juego no tan sólo lúdico y/o lúcido, sino también como desmontaje de su propia recepción. En efecto, me parece que las diversas notas e intervenciones manuscritas que efectúa Martínez, deslinda una manera o si se desea, un modo de vérselas con la potenciación de un libro que no se concluye y en que el proceso de lectura no debe ser entendido como aclaratorio de sí mismo. Acá, me parece, la abundancia de luz es oscurecer aun más los eventuales sentidos que se abren hacia la indistinción de la corriente discursiva. Las diversas notas, comentarios y glosas, pueden, en virtud de su extensión y densidad organizativa y enunciativa, llegar a rivalizar con el texto mismo y apoderarse no sólo de los márgenes propiamente dichos, sino de la parte superior e inferior de la página y de los espacios interlineales. El resultado de ese ejercicio es monstruoso y seductor. Es como en esas viejas bibliotecas donde al momento de visitarlas, nos aturde no tanto la voluminosidad laberíntica de los textos que nos asaltan en el ordenamiento de sus límites materiales o de sus esquemas de comprensión figurada, sino también esa contrabiblioteca formada por cientos y cientos de notas y apuntes marginales que sucesivas generaciones de lectores taquigrafiaron, codificaron, garabatearon o pusieron por escrito con elaboradas expresiones a lo largo, encima, debajo y entre los renglones del texto impreso.
Esta nueva edición de La Nueva Novela, se muestra como esa contrabiblioteca que se asume no sólo contra sí misma, sino también contra la montaña de exégesis, libros, ensayos y artículos que, hasta ahora han proliferado para intentar dilucidar su sentido y vinculaciones. Como contratexto que puede poner en entredicho probablemente más de alguna lectura que se ha hecho de este libro, esta nueva edición abre caminos impensados para la tarea de la recepción crítica.
No estoy en condiciones de valorar y mucho menos de interpretar el denso y vasto material que constituyen estas notas, glosas y observaciones. Hará falta mucha paciencia, mucha lucidez y, por supuesto, mucha humildad para no tirar al traste de la basura la más mínima minucia que en esta nueva edición aparece desarticulando nociones o conceptos que creíamos estabilizados.
Para finalizar esta breve intervención, sólo deseo decir que este trabajo pone en evidencia la fragilidad de nuestros mecanismos de edición y de recepción. Por supuesto que el de Martínez no es ni de lejos el último caso en la larga serie de incomprensiones, taras e irresponsabilidades editoriales y críticas que surcan nuestra sociabilidad literaria. Pienso en el moroso y accidentado trabajo de edición de la obra de Gabriela Mistral, pienso en el espasmódico trabajo editorial de la obra de Enrique Lihn hecha con más glamour que conciencia critica para establecer la fijación del texto, pienso en la inacabada edición de los escritos póstumos de Martín Cerda y así en varios más. Pero lo que aparece en todos ellos como carencia, es casi un paraíso si pensamos y advertimos que de muchos poetas, novelistas y ensayistas chilenos, no existen siquiera reediciones responsables de obras y textos que se consideran canónicos y que han salido de circulación hace mucho rato. Pienso, entre otros, en Eduardo Anguita, en Pablo de Rokha, en Rosamel del Valle, en Pedro Prado, en Ennio Moltedo y así hasta el infinito. Si es así con estos autores y varios otros, ¿qué queda para aquellos que tradicionalmente se consideraron como “autores menores” o de “segundo orden” por buena parte de la crítica literaria chilena del siglo XX? ¿dónde están esas ediciones que nos devuelvan una mirada abierta y lúcida que contradiga los, ahora anquilosados lugares comunes de una crítica que no supo leer bien? Respecto a esto, pienso en Gustavo Ossorio, Cecilia Cassanova, Boris Calderón, Cristian Huneeus, Ximena Rivera y varios/as más que, si bien, en los últimos años han sido editados con un esfuerzo tremendo por parte de gente alucinada y valiente, siguen siendo autores y autoras que aguardan en el limbo de la edición informada, analítica y verosímil.
Como lector, espero que esta nueva edición de La Nueva Novela pueda no sólo abrirnos hacia caminos interpretativos diversos, ricos y novedosos, sino que también se nos convierta en una sugestiva admonición para lo que significa la necesaria responsabilidad de leer nuestra literatura. Pues al final, editar es también otra forma de leer.

Quilpué, invierno de 2017.


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