Ayer 18 de mayo, se cumplieron 100 años del fallecimiento del compositor Gustav Mahler (1860-1911). Su música es tal vez una de las más sorprendentes, intensas y desafiantes que me ha tocado conocer y que he tenido el gusto de escuchar. ¿Cómo no hacer un alto en el camino y subir al blog un pequeño homenaje? Transcribo ahora lo fundamental de un ensayo que escribí hace tiempo sobre este músico austriaco y que gentilmente, los amigos de La Cabina Invisible, publicaron el año pasado.
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A orillas de un hermoso lago austriaco, a las seis y media en punto de la mañana, la cocinera de una confortable casa de verano se esfuerza por llevar un desayuno hasta una rústica cabaña vecina. Por alguna razón, ha escogido el sendero más empinado y resbaladizo para hacerlo. Cumplida su misión, vuelve sobre sus pasos, tratando de ocultarse entre los árboles del bosque. En ese momento, un hombre de aspecto severo, gestos nerviosos y ropa descuidada llega a la cabaña por un camino lateral. Prepara su sencillo desayuno con cierta torpeza (todos los días exige café recién tostado y molido, pan con mantequilla y una mermelada diferente) y se instala a retomar los hilos del día anterior, desentendiéndose de la espesa humedad matinal y otras incomodidades. Es Mahler, escribiendo su Quinta o Sexta sinfonía, o los Kindertotenlieder, intensamente concentrado, pendiente sólo del rumor interior que va generando su propia música.
Muy lejos de sus ocupaciones como director de orquesta, las vacaciones de verano constituían para Mahler el verdadero momento de encuentro con su inspiración creadora. Ponía estrictas reglas a quienes vivían con él para que su labor musical no fuera perturbada en lo más mínimo. En la mañana, por ejemplo, no soportaba ver a nadie antes de ponerse a trabajar, ni siquiera a la cocinera que le llevaba el desayuno. Una vez que se vestía (y cuando estaba de vacaciones lo hacía con gran desaliño), iba directamente sobre su partitura y comenzaba a escribir sin otra compañía que las paredes de piedra de su cabaña o los árboles que la rodeaban. Su mujer y sus pequeñas hijas tenían que esperar que él saliera de su ensimismamiento y las llamara con un silbido para sumarlo a la vida familiar.
La voluntad de ensimismamiento, la idea de que el arte sólo puede encontrar su verdad como proceso interno que no imita a la naturaleza sino su fuerza autocreativa se ve representada en esta anécdota. Pero ésta no sólo se muestra como evidencia del tributo que Mahler rendía a la efigie del artista creador separado del mundo y que buscaba en la soledad el instante preciso para conjurar la totalidad de las fuerzas creativas, siendo fiel de aquel modo a la herencia romántica del genio y que Mahler podía entender en la compleja simbiosis que representaba para él la música de Beethoven y la filosofía de Arthur Schopenhauer (talismanes eminentes del mito del artista solitario y reconcentrado), sino que refleja en la candidez de su configuración, algo más problemático que buena parte de la música mahleriana lleva dentro de sí: la incomodidad que provoca rechazo o admiración, pero pocas veces la aceptación sin complicaciones, espontánea y sin trabas mentales que el oyente “normal” solicita en el rito social del concierto. Para nada. La música de Mahler es ese escarpado camino que nos lleva de la cotidianidad del desayuno hacia el aislamiento féerico de una cabaña perdida en el bosque: nosotros debemos ir hacia él, nosotros debemos peregrinar hacia la cumbre y si no lo hacemos, pues qué importa, igual bajo la mirada severa y colérica de su arte, éste se desplegará como si nada, mostrando en su furia, el conjuro que cae sobre todo aislamiento. ¿Quiénes en el siglo XX han entendido a esta música que inventa su propio “cordón sanitario”? Muy pocos y no es raro que sólo desde mediados de la década de los 60, la música de Mahler comenzara a ser aceptada con relativa regularidad en el convencional mundo de los conciertos. Pero la incomodidad existe, y ese aislamiento que constituye una de las características de esa música, prueba que bajo los amables ropajes del genio incomprendido, anida una insuficiencia de comprensión que nuestra costumbre de pereza espiritual cree disipar con la fantasmagoría de la “unión” entre todos. Como si La Canción de la Tierra o la Novena sinfonía, no fueran, por ejemplo, cotas máximas de esa lucha por vencer aquel cordón sanitario autoimpuesto y como si las tan traídas y llevadas triviales concepciones con las cuales se quiso enrostrar a esta música durante decenios no fuesen verdaderos espantacucos para niños mal criados de una modernidad autocomplaciente que desea ocultar y negar su fragilidad.
La contradicción entre ser y aparecer, entre reposo y movimiento, entre lo eterno y lo transitorio, entre el transcurrir como maldición de lo repetitivo y la irrupción de lo distinto. Esa contradicción se llama ironía. Mahler como el último de los románticos, aquel que lleva a su consumación el ansia de totalidad que se devela en el detalle y que encierra entre otras muchas cosas teatralidad, chabacanería, instantes sublimes, danzas de la muerte, voces angélicas y un intenso sentimiento de la naturaleza, sólo parece posible como una música de elaboradísima artesanía artística que ya se sabe separada de lo popular y, por ende, transformada en un arte en extremo consciente, siendo así, capaz de vislumbrar por dónde venía el futuro (Schonberg) acreditando con eso, el gesto del artista visionario que desconoce la plenitud del porvenir, y que sin embargo lo intuye y aún lo entrevé. Pero asimismo es una música que en esa plenitud de conciencia sabía a lo que tenía que renunciar para llegar a las fronteras de la autenticidad expresiva. La música de Mahler no sólo es irónica por su inmanencia que ha hecho ver en ella a algunos comentaristas el preanuncio de la espectacularidad del sentir estético en un marco “postmoderno”, sino que es irónica pues nos hace recordar en un contexto de absoluta administración racional lo que nos gustaría olvidar: una idea de Dios y por ende de Infierno. Quizás eso pueda explicarse por la fascinación apasionada que una parte no menor del arte moderno ha tenido y tiene por la figura y obra de Dante, fascinación que, al menos en la primera mitad del siglo XX, desemboca en una crítica cultural característica y que tiende a la actualización de ciertos textos de épocas explícitamente metafísicas en una especie de contra-discurso que analiza la precariedad del sentir actual. Eso por ejemplo lo efectúan poetas como Eliot y George que entienden a Dante, cada uno a su modo, desde la perspectiva que otorga el haber interiorizado la experiencia de Baudelaire en tanto artista de la ciudad. Siguiendo con esta analogía, es entonces en aquel sentido que la música de Mahler puede ser oída como una relectura de cosas que querríamos olvidar o que creemos ya haber olvidado, pues si se ha exiliado la idea de Dios (por la que esta música pregunta desesperada) no lo ha hecho así con la idea de infierno. Que en una época de racionalidad ilustrada como la de Mahler –época que a pesar de todo sigue siendo la nuestra- y que tiene al naciente psicoanálisis como espejo que alivie la contradicción sea propicia para el surgimiento de un arte así, indica que esta música asume a esa misma contradicción como algo que le es imperioso y necesario, algo a lo que no puede renunciar.
Con lo anterior es posible entender la tragedia del artista moderno: su excesiva racionalidad y autoconciencia que le exige la actualidad en el tratamiento de su material y que revierte en el esfuerzo de llevar a cabo lo inverosímil: un verdadero pacto diabólico con las fuerzas “subterráneas” que se creen relegadas en la asunción contradictoria que el psicoanálisis enfatiza como instancia curativa. Una anécdota lo ilustra: la visita que Mahler realiza a Freud en Holanda, estando de viaje en 1910. De la correspondencia cruzada entre Mahler y su esposa y de Freud con Lou Andreas Salomé se desprende que el “resultado” de un apresurado tratamiento psicoanalítico serenó los atormentados meses finales de la vida del músico. ¿Realmente fue así? Si nos creyéramos con la autoridad que brinda la lectura (y la audición) de ese siniestro fragmento que es la inacabada Décima sinfonía, apreciaríamos que su testimonio aparece como irrevocable: Der Teufel tanzt es mit mir. Tal como sucede en Rilke, la asunción del “tratamiento” habría significado el apaciguamiento de los “demonios”, pero el silencio de los ángeles.
Todo esto contribuye a pensar que la figura y la música de Mahler son uno de los modelos para Adrián Leverkhun, el personaje de Thomas Mann y que, precisamente, gracias a un pacto con el demonio le es permitida la genialidad artística. En el pacto fáustico se delata la sospecha que cualquier sociedad como la de Mahler o la nuestra, poseen del mero hecho del acto artístico. Éste es un milagro, pero si los milagros no existen ya que no existe un Dios que los valide, entonces ese acto es espurio, mal visto y abandonado en la corriente de la indiferencia. Pero esa misma indiferencia es diabólica, pues llevada al extremo grotesco de una sensibilidad vacía, desemboca en lo que Steiner a señalado con acierto en El castillo de barba azul, es decir, que el ennui surgido del siglo XIX, desembocará en el inferno del siglo XX: Verdún, Somme, Auschwitz, Vietnam, etc
De aquel modo, de improviso, la música de Mahler se convierte en el telón de fondo perfecto para no sólo acompañar la violencia indecible que como humanidad hemos vivenciado, sino que también se convierte en una presencia absolutamente necesaria de nuestra contemporaneidad: lo que dice esta música es lo que aborrecemos y lo que hemos olvidado.
En algunos instantes del Inferno de Dante, el Peregrino vislumbra la posibilidad cierta de una salida, sabe que Beatriz se encuentra aguardándolo. Esa posibilidad llamada esperanza –o en el mejor de los casos nostalgia- no deviene inmanente, sino anhelo o redención. Políticamente utopía. Si en la música de Mahler la presencia del infierno trae aparejada la nostalgia por un estado mejor -el paraíso- éste surge tenaz en cuanto broma que destruye el hechizo fantasmagórico de la condena, es decir, de la repetición siniestra de lo indistinto. Pero en todo caso se trataría de una broma muy kafkiana que la música de Mahler hace resaltar del modo más atroz y necesario: “ciertamente existen muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros”.
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