Con la reciente muerte de Gonzalo Rojas no sólo desaparece uno de los más grandes poetas del idioma, sino también uno de los últimos sobrevivientes de aquellos jóvenes que hacia 1938 asumían el desafío de intentar unir vida y poesía en un afán como pocas veces se ha visto en la literatura chilena. Un afán que los llevaría a explorar como herederos de Huidobro y Neruda, los límites más sinuosos de la experiencia, aventurándose entre el soliloquio desesperado que brinda la pesadilla más atroz y el contacto con las esferas silenciosas de la angustia metafísica como con los llamados y querencias persistentes de lo real en un sentido ampliamente histórico. De esa generación –la llamada Generación del 38- nos van quedando ahora imágenes, anécdotas, algunos recuerdos, un puñado de poemas notables en el horizonte del lenguaje y un desafío mayor para pensar el significado profundo de esas obras que se levantan sobre un Chile que ha ido dejando de existir y cuya virtual madurez Bicentenaria se ve asediada por el cariz crítico que esa generación propuso como imperiosa a la hora de querer vernos a nosotros mismos ante el espejo de la Historia.
Coetáneo de Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Miguel Serrano, Omar Cáceres, Gustavo Ossorio, Volodia Teitelboim, Jorge Cáceres y Nicanor Parra; la figura de Rojas y, por ende, la de su poesía, ha tenido una recepción amplia, lúcida, entusiasta y generosa que atraviesa edades, intereses, idiomas y continentes. Desde el erudito scholar de universidad norteamericana, hasta el anónimo adolescente que busca una salida expresiva para sus anhelos y demonios, la poesía de Rojas transversaliza un sentir, una actitud vital, un derroche de imaginación y deseo. No pocas veces, en mi calidad de lector, me he preguntado por los motivos que hacen atrayente a una poesía como ésta, las razones por las cuales uno vuelve sobre ella como para beber de un manantial de juventud. El poeta Eduardo Milán apuntaba una vez que esa atracción, ese maravillamiento ante el portento verbal e imaginativo de la poesía de Rojas se debía, fundamentalmente, a la consideración mestiza de su entramado formal. No señalaba el autor uruguayo a la tan traída y llevada retórica del mestizaje de la sangre, sino más bien a la manera genial con que el poeta de Chillán establecía un cruce único en su escritura entre la mímesis del habla cotidiana y el lenguaje de la poesía de invención en donde es posible hallar una fecunda interpolación regulatoria del recurso metafórico para establecer una serie de coordenadas de sentido en el tráfago discursivo que recibe una sólida apoyatura rítmica. Que esa apoyatura se vuelva no un pastiche de la música conversacional a lo Eliot, sino más bien recurso de asimilación eufónica y cálculo, ejemplifica con creces no sólo la herencia vanguardista que Rojas aprendió, entre otros de Huidobro y Apollinaire, sino además el encandilamiento verbal que es posible rastrear desde Rubén Darío en adelante. Esto, por supuesto, trae a lugar esa especial manera que tiene la poesía de Rojas para relacionarse con la tradición: nunca monumentaliza, nunca la vuelve homenaje vacío de referencias culturales que requieren de nosotros sólo admiración. En absoluto, en Rojas la tradición es experiencia, experiencia lectora en primer término, pero también experiencia vivida, aprendizaje lingüístico y enseñanza moral, es decir, conductual. Desde Propercio a Pound, pasando por la poesía china y Celan, desde Catulo hasta Breton, en Rojas, los términos contractuales con la cultura no son caducables, al contrario, se transforman una y otra vez en el ensanchamiento del sentido para, a través del diálogo que establece, pueda revindicarse a esa tradición como una entidad de presente que se reinventa una y otra vez como un genuino acto de memoria.
Sin embargo, todo esto no sería posible si la poesía de Rojas no tuviera como fundamento de su vigor imaginativo la materialidad misma del lenguaje. De aquel modo en Rojas, la retórica ha devenido una funcionalidad al servicio de la expresión y el riesgo, ha devenido una retórica en contra del anquilosamiento verbal, un verdadero juego pirotécnico que para cualquier lector con un oído formado en las cadencias del idioma, se vuelve ya una música de refinada sugerencia, ya un volcán de energía capaz de estremecer la fibra física de nuestra percepción. Hay ahí un recordatorio fascinante para toda poesía contemporánea que nos hace volver sobre algo primigenio y muy desterrado de nuestra percepción consciente: que la poesía antes de ser escritura, fue canto. En ese entendido la sintaxis del lenguaje poético rojiano es portentosamente libre, pero siempre rigurosa y la mayor de las veces certera. Un artífice, pero también un buscador, un hacedor de formas, pero también un animal imaginativo como pocos.
Pero asimismo, de modo simultáneo al encandilamiento que significa leer a Rojas, para mí y varios otros, su presencia y conversación marco fuertemente esas decisiones tan personales a las que un adolescente o un joven aprendiz ve sometida su existencia cuando de asumir a la poesía como conducta se trata. En un indudable gesto de raigambre huidobriana, la influencia de Rojas fue primordial para muchos: su magisterio, su capacidad de hacer ver al otro cosas que hasta ese instante se juzgaban de cualquier otra forma, su opinión variada y a veces hasta contradictoria, pero que siempre exigía de su interlocutor, atención y lucidez. Un maestro sin duda, un maestro que acompañaba caminos, severo y generoso a la vez. En este sentido, los testimonios van desde Pedro Lastra y Gonzalo Millán hasta Andrés Morales, Marcelo Pellegrini y Sergio Muñoz Arriagada. Tal vez por eso Gonzalo Rojas ha sido uno de los últimos cultores de una manera de transmitir o comunicar un oficio de siglos por medio de una conducta consciente, elevando a un grado primordial, la mímesis o imitatio de la personalidad para poder entender lo que significa ser poeta, una cosa similar en algún grado a lo que el Kreis efectuaba en torno a la figura del poeta Stefan George. Aquella manera, en flagrante contracorriente a nuestra época, ciertamente es la parte más frágil que puede ser olvidada, pues vivimos en una desmemoria continua, asediada por una multidiscursividad ágrafa que literalmente ha socavado nuestra percepción de lo que es o no poético. Y por ello no se trata de aceptar sin miramientos y de modo unilateral lo que un poeta –en este caso Rojas- propone a través de su conducta como ejemplo prístino para la vida. Humano como todos, sin duda sus errores fueron rotundos, incluso su conducta en mas de alguna ocasión, brusca o desconsiderada. Pero justamente en esas flaquezas tan cotidianas es donde esas otras cualidades adquirían relieve, un significado que a muchos y a mi en particular, nos hacia pensar y replantearnos frente al hecho mismo de escribir y ver si era posible aun una analogía entre la vida y la escritura.
No se si los poetas mas jóvenes leen con la misma intensidad a Rojas como hace quince o veinte años atrás. Tampoco se si sus poemas pueden despertar en ellos la conciencia de asumir un oficio con incontestable rigor y renuncia y mucho menos saber si, a pesar de toda la bibliografía existente que pretende explicárnoslo, se tiene presente el portento verbal e imaginativo que esa poesía significa para lo escrito en nuestro idioma, tal como ha significado lo escrito por Vallejo, Neruda, Lezama o la Mistral.
Quizás sólo en la noche oscura –la auténtica noche de todo poeta- donde un adolescente lee y reconoce sus ansias en un puñado de palabras, es hallable , acaso, una respuesta.
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