La poesía de Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) es una de las más importantes de América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Pero tal generalización (que se ha manifestado de muchos otros poetas) sólo es comprensible cuando escrutamos su origen y a sus compañeros de ruta. Así, el autor de Citas y comentarios, es un poeta que ha hecho suya la sensibilidad primordial de una época de transformación social y política que tiene a la ciudad –en este caso especial a la urbe latinoamericana- como escenario de vivencias, acontecimientos y recuerdos, pero que posee también en la itinerancia de su formación, la experiencia del exilio y la contemplación del lenguaje hacia sí mismo como un férreo modo de asumir la crítica de la realidad. A su vez, el poeta bonaerense pertenece a la misma generación de Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz entre los poetas argentinos, es decir, pertenece a la generación de aquellos poetas que han indagado de la manera más fehaciente el conflicto vivo y desgarrador que existe entre las palabras y la representación del mundo a través de esas mismas palabras. Pero a diferencia de estos dos autores que intentan resolver aquel conflicto buceando en la interioridad de la conciencia (y que lleva hasta el suicidio a la Pizarnik o al borde del absurdo a las exploraciones de Juarroz), en Gelman es posible hallar un tono que exterioriza con fuerza y rabia aquella experiencia primordial. Por otro lado, Gelman es contemporáneo de los más notables poetas hispanoamericanos que inician su obra a fines de los años 50 y principios de los años 60, entre los que destacan Eugenio Montejo, José Emilio Pacheco, Antonio Cisneros, Oscar Hahn, Enrique Lihn y Jorge Teillier, entre otros. Ciertamente, cada uno de ellos, representa un país distinto en el siempre cambiante mapa de la poesía: con recursos retóricos, imaginativos y de conciencia lingüística de marcada individualidad, son, hoy por hoy, referentes inexcusables a la hora de plantear una comprensión global del fenómeno poético en América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Por eso, tal vez una de las cosas que caracterizaría la escritura de todos ellos sería ese permanente y productivo enfrentamiento con lo que denominamos realidad y que conlleva, necesariamente, hacia una reflexión acerca de los fundamentos mismos del lenguaje poético. De aquella manera, en estos poetas y en Gelman, ya no es posible encontrar la seguridad plenaria que los seres humanos tienen en el poder de la palabra para otorgar un sentido fundacional y diferenciador, seguridad que poetas anteriores como Huidobro, Paz o Neruda, poseían a manos llenas, convirtiéndola en uno de los fundamentos de sus respectivas escrituras.
El poeta hispanoamericano de la segunda mitad del siglo XX, en cambio, habita un continente de fuertes tensiones sociales y políticas, -golpes de estado, crisis económicas, alicientes revolucionarios, etc- donde el imperativo llamado de la historia hace que responda de modo diverso hacia tales solicitudes. Como veedor de las palabras, el poeta es el primero en observar y tomar el pulso del acontecer humano y de tratar de articular respuestas desde el mismo lenguaje con el afán de asumirlo, zahiriéndolo y depurándolo de la espuria vegetación de sentidos contrapuestos que impiden una cabal comprensión del desenvolvimiento de la sensibilidad. En este contexto es donde se puede entender la figura de un poeta como Juan Gelman. Autor de una prolífica obra que abarca cerca de veinte títulos, Gelman es un poeta que asombra al lector con un lenguaje intenso y desfachatado, cotidiano y agudo, con claros signos de bravura perentoria y que recoge con maestría la estela entrevista por César Vallejo: aquella que hace del lenguaje una forma abierta donde la queja puede hallar asidero. A partir de ahí es que se aprecia de modo paulatino en esta poesía, una tríada fundamental para aprehender el ejercicio de imaginación verbal que sustenta: dolor-rabia-lucha. En esa tensión es donde se vislumbra la dialéctica esencial del conflicto entre el poeta y el mundo, entre el poeta y la realidad Y Gelman ejecuta aquella tensión del modo más intenso y certero, convirtiendo al lenguaje en una manera de transformación de sentido en que hace aparecer lo humano con adecuada desnudez. Esa aparición, la lleva a cabo el poeta de la única forma posible: como reversión del acontecer doloroso que ya no es sólo denuncia de una realidad opresiva, sino que es un verdadero conjuro que posee un doble rostro, uno que muestra indefectible la precariedad a la que se ve sometida la experiencia y otro que, como lectores y partícipes de la visión indagatoria que propicia, devuelve a nuestro sentir una sencilla, básica, pero no menos importante claridad que se transmuta en compañía, en solidaridad. Es por ello que si bien, esta poesía recorre el pedregoso y sangrante camino de hacernos patente el dolor y el sufrimiento, no lo hace con la cínica objetividad de un registro fotográfico. Es como si Gelman en su escritura hiciese un esfuerzo de provocación que no se condice con el escepticismo, ni menos con la complacencia estética. La poesía de Gelman, nos muestra así la frágil filigrana de los desenvolvimientos humanos, de la lucha entre justicia e injusticia, no tan sólo de los grandes momentos de la historia -las dictaduras militares hispanoamericanas, el imperialismo yanqui, la revolución cubana, por mencionar tres verdaderas estancias retóricas que todo poeta de los años 60 hacía suyas-, sino de la pequeñas historias diarias, cotidianas, usuales y para nada extraordinarias, pero que poseen como telón de fondo nuestra finitud y la pregunta por el sentido de la vida.
Sin embargo, sería impropio creer que tal asunción de la realidad se realiza sin conflicto en el escenario donde se monta el desconcertante y atrayente espectáculo que llamamos vida, es decir, en el poema. En absoluto: Gelman al pertenecer a una generación de poetas que pone en entredicho la validez del lenguaje poético como acuerdo entre realidad y palabra, demuestra aquello por el permanente esfuerzo por hallar el vocablo recuperado de la selva opaca, tanto de los discursos totalitarios de los media como de las angustias interiores del sujeto. En aquel sentido, no se trata de una poesía que reverencie miméticamente la realidad doliente de la cual es testigo perplejo, sino más bien nos encontramos ante la eventualidad de que la palabra cotidiana vuelva a ser intercambio de autenticidad entre los seres humanos, pero sin aquel cariz ingenuo de creer que eso puede suceder por sólo el gusto o anhelo de declararlo o desearlo. Para nada, estamos en presencia de una poesía que, sabiendo que no es posible llegar a una concordancia entre ella y la realidad de la que otorga testimonio, se vuelca sobre sí misma, explorando sus posibilidades de expresión, autoironizándose permanentemente, descreyendo de cualquier grandilocuencia discursiva que pretenda asir la totalidad de la comprensión, cosa que podría anular la fractura de sentido que desea denunciar y enrostrarnos. Porque esa fractura al tener un nombre –dolor- imposible es de exiliar de nuestro horizonte de percepción, imposible es de olvidar de nuestra memoria personal y colectiva. Y labor primordial, a nuestro entender, de esta poesía, es hacernos patente, de modo incisivo, de aquella fractura que se vuelve necesaria para aceptar nuestra mismidad más secreta, nuestra interioridad humana más real, nuestra pertenencia al mundo a pesar de su absurda sonrisa de sarcasmo y sufrimiento.
Juan Gelman, galardonado con el Premio de Poesía Iberoamericana Pablo Neruda en su versión 2004, el Premio Reina Sofía en 2005 y el Premio Cervantes en 2007 demuestra no sólo que su obra sigue vigente como fenómeno circunscrito al espacio literario, sino que además, la querencia que desea que atisbemos sin máscara alguna, sigue viva y hoy más que nunca. Esa querencia es, qué duda cabe, nuestra conciencia del dolor, nuestra conciencia de la circunstancia vital de todos aquellos que nos rodean, conciencia que sólo puede lograr mediación en la medida de entender, como lo intenta demostrar esta poesía, que en ella hay -como en Vallejo-, un gesto de caridad solidaria y no una mera queja individualista.
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