En el jardín cultivado por el sueño
tu presencia comienza a convertirse en la promesa
que la ceniza no puede destruir.
Tal vez porque cubres el césped rojo del verano
y ahí se yergue el portal desde donde el corazón
se hunde en marea de catástrofes.
Inmersión que conjura el luto de toda maldición
como también esa vieja fábula transformada en vil ceguera
y que confunde el rostro del Apóstol con la lengua sedienta
de un reino inalcanzable.
Inmersión que agrieta las preguntas de la espada invisible
que un mendigo dejó olvidada y que ahora reluce
como posibilidad de ese antiguo juego que consagra a la paciencia.
Ahora la tempestad ha conducido tu luz hacia la fiereza de las aguas
y el golpe de los ciegos se enciende como un mendrugo
que ninguna voz aprendió a interpretar con sus artes destructivas:
señales, signos, indicaciones que hacen crecer las piedras que son palabras,
que son huesos, que son los almendros del viejo Edén, que son campanas
entibiadas entre dedos, que son las raíces de los muertos
como la secreta pesadumbre del labio azulino del ahorcado.
Quizás por eso, Rosamel, en el jardín cultivado por el sueño,
ya no se dice la visión que se adentraba a esa edad taciturna
donde toda estrella hacía preguntas por el viaje cotidiano entre las olas.
Este tiempo, Rosamel, este tiempo para que nos arda el destino,
es la ajena soledad del hombre cuyas llaves son la conciencia olvidada
que no reconoce a sus ciudades en una lámpara invisible.
Ahora tu cuerpo cubre el césped rojo del verano
mientras los coros de la noche entonan a esa flor del Paraíso
que tu voz quiso entrever como sollozo que convirtió en derrumbe
la mirada que rehuíste de Verónica.
¿Cómo recoger la mano tendida en el aire?
Todo es siempre un reencuentro, un enigma oscuro
que nos saluda inesperado y que vuelve real la embriaguez de las luciérnagas.
Cuando los fantasmas pasan por espejos amarillos, Rosamel,
a veces es un cortejo que regresa de profundidades insondables:
ahí te ves tú, bailando junto a Orfeo.
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