viernes, 9 de marzo de 2012

Elegía para Clarence Finlayson

                          Qui me fait peur le silence des espaces infinis
                                                                               Blas Pascal

Del mismo modo en que la luz se precipita
desde más allá de nuestra comprensión
y desde donde el orden de Dios establece estructuras y ordenanzas
en que el dolor es proporcional a la perfección del ser,
es que la extrañeza de tu muerte traduce
a un lenguaje articulado el absurdo necesario de todo misterio.

Extrañeza, sin duda, de sentirse extraño
en las formas de la ilusión y su vaguedad significante,
en el hábito de decir o pensar con palabras
apenas restablecidas de su primer pecado y que se vuelven inútiles
en esos espacios infinitos donde nuestra voz deja de pertenecernos.

En verdad, en nosotros el acto de toda disposición
se cumple como la promesa de una inevitable lejanía;
en nosotros la simpleza que rehúye argumentos y especulaciones
se cumple como la prístina fidelidad de un adolescente.
Pero no es en nosotros que acontezca el desprendimiento de las cosas
y sus nombres, haciendo del graznido del bosque, de la noche de marzo
y de los secos sonidos de la madera crujiente, la más secreta entrega
que estampa su asombro ante sí misma y ante nadie.

En verdad, sabías que ningún ser piensa la muerte
como la mirada que otorga la esperanza: apenas ese frágil equilibrio
que brinda el azul matutino que se adentra en el fragor de los vidrios,
en el rito del cuerpo amante o en los delicados intersticios
que deja libre cualquier derrumbe.

Pero esa extrañeza de sentirse extraño entre las formas
-aquellas que amaste como sutil música celeste,
siendo paráfrasis humana de una perfección insostenible-
posee un nombre que implicó tu suprema desazón:
ese único nombre que buscaste, que soñaste en el fracaso del pensar,
que deletreaste entre gotas de placer,
que saboreaste en el jugo sexual de las adormideras,
que intuiste en la escritura de adustos evangelios;
ese nombre que deseaste en la embriaguez soberana
de la soledad más abandonada y que, tal vez, era la creatura 
de ti mismo en esas horas de angustia transparente.

Y del mismo modo en que el consuelo es una yaga más dolorosa aún
que el error de anhelar el conocimiento, es que siempre faltaron gestos, palabras,
siempre faltaron esas designaciones pretenciosas del sentido
cuando otro Edén seducía tu imaginación
cuando, en verdad, Clarence, el suicidio era la Rosa perfecta del Jardín.





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