En nuestro
contexto cultural contemporáneo se ha vuelto cada vez más difícil concebir la
idea de un intelectual que desborde su propio ámbito de especialización
académica para brindarnos la imagen o la efigie de un sujeto vinculado
simultáneamente entre el mundo de las letras y el mundo de la vida con sus
ineludibles implicancias morales y conductuales. Ya se ha vuelto un lugar común
apreciar que el especialista, el experto, el investigador y el perito en tanto
sujetos inmersos en la producción, intercambio y administración de lo simbólico
legitiman con su accionar una especie de correlato “intelectivo” de nuestra
sociedad neoliberal, habiendo desplazado, al parecer definitivamente, al
ensayista y al erudito, al escritor informado y al homme de lettres que era posible hace no más de medio siglo, hallar
en los cenáculos culturales y académicos existentes en nuestro país. Y también
ya es un lugar común señalar que aquel desplazamiento se ha originado entre
otras razones, por los procesos de modernización que han afectado a las elites
intelectuales y universitarias desde, aproximadamente los años 60 dada la evidente
división del trabajo que se vuelve con el correr de los años cada vez más
abarcadora, pero también cada vez más sutil y perversa, penetrando los diversos
intersticios de la vida social y cultural y que posee, ciertamente como telón
de fondo la ideología desarrollista que fomenta desde los años 40 la más
virtual que real industrialización de los medios de producción nacionales.
En esta apretada síntesis son interesantes de revisar los trabajos de
Cecilia Sánchez sobre la formalización del discurso filosófico al interior del
mundo universitario chileno desde los años 50 en adelante, diversos textos de
José Joaquín Brunner en torno al origen de la profesionalización de la
sociología en tanto discurso de pretensión cientificista y, por supuesto, en lo
que me atañe más de cerca, varios ensayos y textos de Bernardo Subercaseaux,
Federico Schopf y Justo Pastor Mellado acerca de la paulatina especialización
con pretensiones cientificistas del juicio estético en tanto comentario crítico
ya sea de la literatura, como de las artes visuales y la implementación de
tales discursos con sus jergas específicas al interior del mundo universitario.
Todos estos autores y sus respectivos trabajos, provenientes de las más
distintas disciplinas y a veces con metodologías y referentes teóricos casi
excluyentes entre sí, vienen a afirmar, sino acaso a certificar de modo
irrevocable, la desaparición de ese animal en estado casi salvaje en medio de
la selva letrada que llamamos intelectual o erudito y cuyas filiaciones
sociales y políticas estaban ampliamente demarcadas en un espectro heterogéneo
de referencias y que, hoy por hoy, se nos vuelven casi ajenos –al menos para
los que tenemos menos de 40 años-, pero no menos necesarios de traer a
presencia en un instante como el actual, saturado de presagios, opiniones y pseudosaberes poseedores de un velo cientificista de toda
índole y naturaleza.
En este contexto, es que deseo aprovechar esta oportunidad para efectuar
una breve aproximación a la situación y efigie intelectual de Ricardo Latcham
Alfaro (1903-1965), probablemente uno de los más preclaros intelectuales
chilenos de cuño “clásico” y que según mi modesta opinión, comparte el panteón
de los “desplazados” junto a Luis Oyarzún, Clarence Finlayson y Martín Cerda,
entre otros. Haré primeramente una breve reseña bio-bibliográfica de nuestro
autor para centrarme con posterioridad en tres características que me parece, son
relevantes de abordar de una figura como Latcham: el político, el intelectual
público que hace de diarios y revistas, medio de opinión y finalmente, el
educador, el maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a discípulos
conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de literatura
que, de todas formas –y ese es uno de los objetivos al que me gustaría
acercarme- puede ser comprendido en tanto discurso latinoamericanista.
Narrador, ensayista, periodista, crítico literario, político y
diplomático chileno, nacido La
Serena en 1903 y fallecido en La Habana (Cuba) en 1965,
Ricardo Antonio Latcham Alfaro es autor de una sólida producción literaria,
ensayística y periodística, reconocido principalmente por sus escritos de crítica
literaria que le sitúan entre las voces cimeras de la crítica hispanoamericana
del siglo XX. Alentado por una innata vocación humanística, recibió desde niño
una esmerada formación cultural que le permitió publicar sus primeras colaboraciones
periodísticas en el rotativo El Chileno, de su ciudad natal, cuando
sólo contaba dieciséis años de edad. A partir de entonces, emprendió una
brillante trayectoria periodística que le llevó a colaborar, a lo largo de su
dilatada vida profesional, en más de treinta periódicos y revistas chilenos,
entre los que cabe citar La Revista Católica , La Nación y el Diario
Ilustrado. Además, extendió su quehacer periodístico a otros medios de
comunicación del ámbito hispanoamericano, como el cotidiano El Nacional,
de Caracas y el semanario Marcha de
Montevideo. El prestigio que le otorgaron sus primeras colaboraciones en
calidad de crítico literario le animó a publicar, a los veintidós años de edad,
un volumen de ensayos que, agrupados bajo el título de Escalpelo (1925),
ofrecían una interesante y amena disección de la obra literaria de algunos de
los hitos más representativos de la historia de las Letras chilenas, como Pedro de Oña, José Joaquín Vallejo o el
novelista Joaquín Edwards Bello. Posteriormente, el joven Latcham, publica
una novela titulada Vidas ardientes (1926). Sin embargo,
pronto se decantó definitivamente por el género ensayístico, al que aportó,
aquel mismo año, un estudio sobre el conflicto de la nacionalización de las
minas de cobre más importantes del continente americano, publicado bajo el
título de Chuquicamata, estado yankee (1926). En 1927, se
declara enemigo del gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, tomando el camino del
exilio en Madrid, donde cursó estudios de literatura española e historia medieval.
En 1929 regresa a Chile donde continuó ejerciendo el periodismo como principal
actividad profesional hasta que, en 1931, ingresa al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile
donde acabaría ocupando el puesto de decano en su Facultad de Filosofía y
Educación hacia 1945.
Por esa época Latcham comenzó a interesarse vivamente por la vida pública
del país. Así, en 1933 se convirtió en uno de los fundadores del Partido
Socialista, desde cuyas filas se entregó plenamente a la actividad política
hasta que consiguió ser elegido regidor por Santiago y, posteriormente,
diputado (1937). Unos años después, relegó esta parcela pública de su vida para
volver a zambullirse en su hábitat cultural, en el que de nuevo brilló tanto
por sus escritos ensayísticos como por las continuas conferencias que, acerca
de la literatura y la historia chilenas, dictó en diferentes lugares del
continente (Perú, Brasil Argentina, Centroamérica) y el mundo (Estados Unidos,
Inglaterra, Italia, España). Su pasión por los viajes y el conocimiento de
otros países y culturas se vio reforzada, en 1959, con su nombramiento como
embajador de Chile cerca de Montevideo, en donde se hallaba en 1965 cuando
recibió una invitación para intervenir en La Habana , como miembro del jurado del premio Casa
de las Américas. Ya en la capital cubana, la muerte le sorprendió a los sesenta
y dos años de edad. Al margen de los títulos ya citados, entre su producción
impresa cabe recordar algunas obras como Itinerario de la inquietud (1932), Estampas
del Nuevo Extremo (1941), 12 ensayos (1944), Antología
del cuento hispanoamericano contemporáneo (1958), Carnet
crítico (1962) y Antología. Crónica de varia lección (1965).
Una vitalidad humana e intelectual como la de Latcham, como la que hemos
reseñado acá, no podía escapar a la necesidad de manifestar su opinión de modo veraz.
En ese sentido, Latcham pertenece a esa vieja tradición intelectual de
raigambre ilustrada y que refiere, fundamentalmente, a asumir la voz crítica en
el espacio público como la instancia lógica y necesaria para plantear la
visibilización de problemas, pues tal visibilización es un acto de razonamiento,
un acto de justicia y un acto de llamado moral dada la autoconciencia de su
posición como sujeto educado y políticamente activo. Y si bien es cierto
apreciar que en Latcham puede rastrearse una filiación de pensamiento que nos
lleva a Rousseau y Voltaire en la más rancia tradición iluminista, no es de
menos peso y altamente determinante, la referencia a dos figuras que predominan
del concierto intelectual e ideológico chileno y latinoamericano que deben ser
tomadas en cuenta. Simón Rodríguez y Francisco Bilbao. Me detendré acá muy
brevemente en la resonancia de éste último. Me parece que una de los elementos que
sugestivamente atrae a Latcham de Bilbao es la rebeldía y crítica del intelectual
hacia el poder. Es cosa de ver la resistencia de Bilbao ante figuras como
Bulnes y Montt y la resistencia de Latcham ante una figura como la de Carlos
Ibáñez del Campo: en ambos está esa educación de privilegio, en ambos está ese
origen católico que era una más que virtual promesa de consecución ideológica,
en ambos está la decisión de partir al exilio y en ambos está la necesidad de
organizar con coherencia una instancia política que aunara las bases populares
con la elite de pensamiento. Para Bilbao la Sociedad de la Igualdad , para Latcham el
entusiasmo de participar en la fundación del Partido socialista. Tal vez más
allá de estas meras analogías que pueden ser vistas como coincidencias, Latcham
entra de lleno en las discusiones del momento: la configuración del Frente
Popular en la década del 30 y la necesidad de hacer llegar al poder una
instancia que cumpliera sus promesas de cambio social y mejoramiento ciudadano.
Es más que significativo que el apoyo de nuestro escritor a figuras de peso
político como Pedro Aguirre Cerda, representa para Latcham más que un mero
compromiso de coalición partidista: es la certeza de ver en el poder una figura
que es proporcionalmente acorde con el proyecto ilustrado de hacer de la
educación un bien público de mejoramiento permanente de lo humano, un camino
para salir de la ignorancia, la miseria y como herramienta para ingresar al
discurso de la modernidad. Regidor por Santiago a mediados de los años 30,
diputado entre 1937 y 1941, Latcham ocupa puestos de presencia política
reconocibles.
Este Latcham político, no puede ser separado de la efigie del intelectual
público que hace de diarios y revistas, medio de opinión. En este ámbito,
nuestro ensayista es una pluma magistral que se pasea y recorre sin dificultad
el artículo de contingencia, la reseña informada, el artículo de costumbre, la
observación del diario de viajes, la crítica literaria de primer orden, la nota
de lectura pertinente y llamativa, la evocación de fragmentos de la vida
privada en cuanto articulación de una memoria pensante que se ve reflejada a sí
misma en la diversidad de sus modos de juicio y opinión: desparramada con
generosidad en cientos de textos, la prosa de Latcham es columna vertebral de
una infinidad de medios durante cerca de 40 años. Su labor en medios nacionales
como los diarios La Nación , y El Diariuo Ilustrado, como asimismo en
revistas hoy célebres como Atenea, En Viaje, Zig-Zag y muchas otras, se une a su trabajo de envergadura ciclópea
en semanarios, revistas y diarios extranjeros, de los cuales Marcha en Uruguay y El Nacional de Venezuela vienen a ser símbolos preclaros de toda
esa actividad.
Latcham es un intelectual que no rehúye la expresión, la opinión: aún más,
esa expresión, esa opinión, debe hacerse pública, constituir el espacio público
y en ese sentido, tal espacio sólo existe en la medida que pueda ser
manifestado en tanto escritura: de aquel modo, Latcham es uno de los
protagonistas primordiales a nivel chileno y latinoamericano de la Ciudad Letrada , al
decir de Angel Rama, uno de sus más certeros protagonistas: la instancia de
escribir en tantos medios para configurar opinión, para debatir y plantear
ideas, refutaciones, puntos de vista y trabajar para constituir una conciencia
crítica en el virtual lector de sus textos, pone a Latcham en la palestra de
una labor oficiante: para él, tomando sólo como punto de referencia la critica
literaria, sin duda uno de sus discursos más fuertes y elaborados, la crítica
literaria, digo, se articula con un carácter latinoamericanista que intenta ser
superior o dejar a un lado la estrechez de miras de los falsos compartimentos
nacionalistas que no sólo habitaban el mundo de la política, sino el mundo de
la sensibilidad y la imaginación: formar una opinión, forjar una sensibilidad.
Desde esa perspectiva, Latcham es consciente de valores tales como la fe en una
razón comunicativa a través de la escritura como medio de concientización
cultural y de la mano de aquello, un espíritu ilustrado de cosmopolitismo que
enarbola la bandera de lo americano sin desdeñar tradiciones europeas y
norteamericanas. Creo que desde ahí hay que entender su pasión por intentar
comprender la figura de Balzac en la configuración de la novela
latinoamericana, la necesidad de revisar la mitología que se articula en libros
como Doña Barbara, La
Vorágine y Don Segundo Sombra, la urgencia de
contactarse y dar a conocer la literatura
brasileña, asimismo la valoración para apreciar en su justa medida tanto la
obra como el ejemplo problemático de una figura como la del poeta Rubén Darío
en la constitución de nuestra sensibilidad imaginativa, abierta siempre ella
hacia un mundo de variadas tradiciones culturales, etc.
Para ir terminado esta intervención, quería detenerme muy brevemente en
algo que es posible avizorar desde lo que he ido relatando hasta ahora y que es
lo siguiente: apreciar en Latcham a un
educador, a un maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a
discípulos conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de
literatura que, de todas formas como lo he ya manifestado, puede ser
comprendido en tanto discurso latinoamericanista. Dejando en suspenso su vida
política, Latcham entra de lleno al mundo académico del que era ya partícipe
cuando en 1931 comenzó a hacer clases en el antiguo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile,
mundo al que ya no abandonará jamás y del que ha sido reconocido como uno de
sus más valederos artífices en las letras chilenas e hispanoamericanas. Si
Latcham como diputado y crítico literario usaba la destreza de su escritura en
los diversos ámbitos de su desempeño para a través del argumento razonado e
informado hacer ver y defender los puntos de vista que iba suscitando, en la
cátedra universitaria, nuestro autor hará uso de otro de sus más valiosos
talentos y que viene a ser parte de la vieja tradición humanista y de la
pedagogía ilustrada: la oralidad asociada a la memoria. Si nos atenemos al
testimonio de sus más preclaros discípulos y alumnos en los viejos recintos de la Universidad de Chile
durante los años 40 y 50 –y que incluyen entre otros, a Pedro Lastra, Alfonso
Calderón, Leonidas Morales y Hugo Montes- es posible bosquejar un Latcham
locuaz, lleno de paradojas, señalando los matices de un poema , de una novela o
un ensayo como pocos lo harían, mostrando la relevancia del texto en relación a
su contingencia epocal, a los valores sustentados por su autor y poniéndolo en
contacto con sus similares a nivel latinoamericano y aún europeo. Tal ejercicio
que no se queda en la retórica de lo correcto o del “justo medio”, tiene como
fin, otra retórica, aquella que en la rancia tradición de las humanidades,
busca convencer a través del ejemplo y poniendo su objeto de elocución bajo las
más diversas perspectivas, con tal que el convencimiento sea por convicción
ejemplificadora de las características del objeto más que por la contundencia
de la lucubración verbal. Por ello, es dable apreciar que tal manera de propiciar
un ejercicio oral de ese talante, necesitara como algo obvio una memoria fecunda,
erudita y ágil, capaz de las asociaciones más versátiles y hasta paradojales
con el fin de hacer una especie de verdadero paneo en 360 grados del fenómeno
al que estaba aludiendo. Ese “fenómeno” sería siempre un texto, un poema, una
carta, una novela, una biografía, un relato, un ensayo. Tal capacidad estaba al
servicio de la formación de un espíritu crítico que tuviese la capacidad de
entrever la riqueza, la diversidad y el valor de lo latinoamericano como
expresión de una sensibilidad plural y amplia que no se quedara estancada en el
discurso nacionalista, ni en la mera constatación documentalista de los textos.
Hoy, dadas las condiciones materiales e ideológicas del mundo cultural y
académico chileno, una figura como Latcham sería rara, curiosa y hasta
sospechosa: su “improductividad” y su “falta de espíritu científico” le
jugarían en contra. Pero es justamente esas cualidades que el actual sistema
intelectual vería como defectos, las que nos lo vuelven atrayente como figura
pensante y crítica, no tanto como un saludo nostálgico para con un mundo
intelectual arrasado por la contigencia histórica, sino porque al volver
nuestra mirada hacia ese tipo de efigie podemos hallar un espíritu crítico vivo
y vigilante cuyo asidero moral nos hace recordar que la inteligencia se halla
dispuesta para comprender el mundo de la vida y no para aislarse aséptica de
los problemas que ese mismo mundo provoca, inquiere y suscita.
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