Al final de
la Primera
elegía de Duino, el poeta Rainer María Rilke canta la desaparición de Lino,
el joven hijo de Apolo y Terpsícore muerto por la cólera de Hércules cuando a
éste, Lino le reprochó su escaso talento para el arte. En esa muerte, Rilke advierte
una grieta que aventura la entrada del dolor en el mundo convertido,
transformado en música:
¿Es vana la leyenda de
que antaño,/ en el lamento funerario por Lino, la primera música, osada,/
atravesó el árido estupor; y que recién en aquel espacio dominado/ por el
terror, del cual el joven semidiós escapó de pronto y para siempre,/ entró el
vacío mismo en aquella vibración/ que aun ahora nos arrebata, nos consuela y
nos ayuda?
Quizás la poesía de Paul Celan es
Lino que nos ha sido arrebatado de pronto y para siempre, una vibración del
aire que es quebrantada por lo humano en deficiencia. En esa poesía es posible
hallar el propósito de poetizar lo impoetizable, la posibilidad de partir desde
la ceniza de la expresión en el quebrantamiento de la palabra, en el límite del
lenguaje.
Ante un ejercicio tan radical como
ése, las palabras del filósofo Hans Georg Gadamer siguen retumbando como una
pregunta que posee el cariz de lo definitivo: ¿están enmudeciendo los poetas? Y
esa pregunta es válida por cuanto lleva a considerar que el lenguaje no basta
ya que es desbordado por su propia posibilidad de expresión. Y si fuera así,
¿acaso el silencio es suficiente?
Para todo aquel que aun en la
precariedad de la traducción haya leído poemas de Paul Celan, sentirá que la
disolución no sólo de la sintaxis se hace presente de un modo que desafía toda
comprensión de una lógica lingüística sancionada por el uso. Otro tipo de
disolución se nos presenta, una donde quizás la ganancia del fracaso ante el
exceso de realidad, solicita un discurso cada vez más acendrado, un discurso
carente ya de esa brillantez que delata la seguridad del lenguaje para poder
mentar su configuración plena y autoconsciente. Quizás, para intentar entender
a esta poesía deberíamos dar cuenta de la tragedia humana desde donde Celan
manifiesta su poema. Pero es tan fácil caer en situaciones irrisorias, en citas
sabidas de antemano donde el dolor se transmuta en una elegía que no hace sino
verbalizar, es decir, convertir en experiencia mensurable, lo imposible como si
acaso lo imposible puede ser dicho. De un modo un tanto precario bástenos decir
que cualquier experiencia que derrote al lenguaje en su cordialidad unificadora
es la experiencia de la muerte, de la destrucción, de la más intensa
desesperación. El dictum de Adorno de que después de Auschwitz ya no es posible
escribir poesía encuentra en Celan su mentís. Eso, por algo tan sencillo y, a
la vez, arrebatador: Celan lo puede desde la precariedad más inhumana.
No, la poesía de Celan no es musical
en el sentido de Mallarmé, no es melodiosa, ni rítmicamente evocadora de esos paraísos artificiales que tanto nos
seducen. Sólo me gustaría sugerir algo dentro de una posibilidad arbitraria: lo
que para Mallarmé y los simbolistas (desde Verlaine a Valéry, Yeats y Blok)
significa la música, teniendo a Wagner como telón de fondo, puede tener a la
música de Anton Webern como correlato de la quebrada sintaxis poética
celaniana.
Si hiciésemos un esfuerzo de
comprensión imaginativa, las alucinantes páginas que Adorno dedica a la música
del alumno de Schönberg, podrían ser leídas como la más intensa apología del
poeta de Rosa de Nadie:
Es así que la música de
Webern, asumida como un movimiento conceptual que anima lo inarticulado de la
negatividad, se muestra como determinación específica de lo objetivo.
De
aquí puede desprenderse una idea fundamental para comprender el gesto de Adorno
que encajona a la música, a la nueva
música, es decir, aquella que se adentra en el atonalismo libre y que
desembocará en el sistema dodecafónico, provocando una ruptura a todo nivel (ya
temático, organizativo, tímbrico, composicional) con la música concebida como
melodía, siendo representación y esencia de un tiempo de crisis.
Tal idea es que la obra de arte y en
particular, la obra musical, lucha contra una identidad al manifestarse como
negatividad, es decir como oposición a la equiparación niveladora de estilo.
Aquí el estilo es la tonalidad secuestrada por la “ratio”, sea esa tonalidad
“seria” o “ligera”. Así puede apreciarse que la música en la negatividad, debe
apelar a los procesos de Ilustración (Aufklärung) que, tradicionalmente,
el Romanticismo le negó al identificarla como pasión del corazón. A nuestro
parecer, dentro de este esfuerzo imaginativo de comprensión, es donde calzan
esos breves y punzantes versos de Celan:
Digas la palabra que digas-
agradeces
el deterioro
Porque agradecer el deterioro
pareciera ser la propuesta para un nuevo escenario donde, perdida la tonalidad
musical y poética como sustento de nuestra sensibilidad e imaginación, la
derivación a lo atonal despierta en su amalgama de desorden y caos aparente, la
fundamental de lo que no deseamos admitir.
Esta música y esta poesía mostrarían
entonces, conmovidas por el proceso de Ilustración dolida que poseen, su propia
conciencia. Y esa conciencia es una conciencia angustiada del oyente y de lo
objetivo, conciencia que se encuentra en la música de Webern y en la poesía de
Celan con las puertas cerradas, a través de las cuales se esperaba huir, porque
en esa música y en esa poesía se reflejan sin concesiones, su más absoluta
negatividad, sacando a superficie todo lo que se querría olvidar, todo lo que
no querría ser dicho.
Por eso en el arte de Celan y Webern
se explora la memoria de lo negado como supresión y se le trae a presencia en
el sonido y en la palabra, un sonido y palabra que son como el sujeto que los
enuncia: desgarrado, malherido, en protesta aguda dentro de la época y viento
en contra al manifestarse cualquier tipo de reconciliación aparente. Así,
pareciera deducirse un valor ético de esta poesía y esta música, pues muestran
como un espejo la precariedad socio-espiritual que la modernidad desearía maquillar
bajo velos más amables.
Este proceso de “aclaración” que la
música de Webern y la poesía de Celan llevan en su fuero es porque se reconocen
en el misterio de la más alta lucidez, ese misterio que niega ser arrebatado y
que sólo se logra aprehender como manifestación estética que supera su propio
esteticismo. Por eso es dable ver en ellas un espacio de resistencia de lo
otro, un espacio donde no sólo se resguarda la memoria de lo excluido, sino
también se despliega como obra esa misma exclusión como una peculiar afirmación
simbólica de lo reprimido. Por ello en esta música y en esta poesía puede
anidar el esfuerzo permanente de la negatividad ante la “ratio” como totalidad
que neutraliza o destruye cada uno de sus componentes.
¿El resultado? El silencio como
significado. No basta, aun en traducción, leer a Celan, sino en la medida de
leer lo que el espacio en blanco de la página nos muestra calladamente, es
decir, la lectura entre líneas. Con la música de Webern sucede algo semejante;
no se oye la linealidad de una aparente melodía hecha añicos, sino las pausas
entre un sonido y otro.
La disonancia no puede ser más
aguda, más hiriente a nuestros oídos. Esa disonancia es la queja, el lamento
que enuncia el sujeto ante el arrobador enmudecimiento de los ángeles en la Primera elegía de Duino de Rilke:
¿Quién si yo gritase, me oiría entre los coros de los
ángeles?
Ciertamente nadie oiría, pues la
disonancia está en que el ángel oye, pero no responde y la queja se constriñe
consigo misma, contemplando el vacío que funda. Hacer de esa precariedad, de
aquel devastador divorcio entre palabra, mundo y música, material agonizante
cristalizado en formas que son soporte de su propia desnudez, es la prueba
final que supera su íntima enunciación. Experiencia que siempre me ha parecido
análoga al final del concierto para violín de Alban Berg, A la memoria de un ángel, cuando se teje una doliente melodía que
es tomada de un coral de Bach: “es suficiente”. El divorcio debiese concluir,
pero tal vez en él es la única manera que exista, como paradoja, el
problemático diálogo que la poesía nos otorga y que nos negamos a aceptar como
clausura.
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