En la noche más
oscura donde el lenguaje se devela al poeta como presencia de opacidad
resplandeciente se cumple la promesa del abismo: el regreso siempre otro desde allí abajo –en el dictum
común que hermana a Arthur Rimbaud, a Eduardo Anguita y esa aventura del
espíritu que fue el surrealismo- donde lo monstruoso se nos aparece
transformado en el rostro del amante, en el quejido del animal herido, en la
fugacidad de una imagen soñada o inventada o en el asombro ante las palabras
que vuelven una y otra vez a mostrarnos la fragilidad insoportable de su propia
transparencia.
En esa noche veo
habitar a Ximena y a sus palabras, esas palabras cargadas de alucinante opacidad
que recorren el laberinto de la infancia, el aprendizaje sigiloso del dolor, la
espesura del cuerpo en las ordalías del deseo, los afanes silenciosos de
apostar a conocer rehuyendo la posibilidad racional del conocimiento y que ella
optó por convocar de la única manera con que es posible intentar el ejercicio
superior de la imaginación: el poema.
En esa noche veo
a Ximena en la soledad abismante de esas preguntas -¿trascendencia?, ¿amor?,
¿verdad?, ¿infancia?, ¿Dios?- con la mirada despejada y serena, insegura de sí
misma en el gesto humano y necesario de unir videncia y escritura, pero
convencida al máximo y sin retribución de lo imperioso de responder en el poema, la acuciante exigencia que no permite
dobleces, ni excusas; la exigencia que todo verdadero poeta no puede evitar. Me ha sido dada una tarea. Bienaventurada
sea la tarea. Hoy resplandece el mar, me doy cuenta de eso; y la cara de mi
amante es una máscara bajo el oleaje, arquitectura del alma sin fondo secreto
que me matará. No puede haber esperanza…
¿Será cierto como
dice Blanchot que el poeta no sabe que es poeta porque no sabe si la poesía
realmente es? Intentar responder
aquello marca al poeta desde la ausencia, desde su propia ausencia como
subjetividad que se tantea en los intersticios de ese sentido aleatorio y
seductor, pero terrible y voraz con que el lenguaje se presta a sí mismo en la
orfandad de su propia representación. Para afirmar la posibilidad de que la
poesía sea es que cada poema se
vuelve la experiencia del despojamiento, del diálogo vacío que implica conjurar
a ese doble que el espejo, en su afiebrada locura, proyecta fascinante y que el
lenguaje propone en la intensidad de su distancia.
Así, entre ser y
parecer, Ximena está presente en su ausencia como en una red saturada/Que se distribuye enloquecidamente/ En un santuario
que irradia/ Un no se qué/ Y un qué sé yo/ Que fascina. Fascinación que no
teme la destrucción, que no teme la pobreza, que no teme la enfermedad, que no
teme la necesidad de recurrir a los indicios secretos con que a todo vidente se
le promete protección contra el desamparo de su propia intensidad verbal, de su
propia lucidez de fuego.
Redimidos del
fuego por el fuego dice Eliot en un verso memorable. Porque lo que hay en la
poesía de Ximena, no es el pecado que hay que expiar en la purificación de la llama,
sino la interrogante que sacude cada fibra de nuestro ser y que se consume a sí
misma para darle a Orfeo la luz necesaria con que pueda iluminar el esquivo
beso con que desea a Eurídice.
Ximena poseía, justamente, una lucidez extraordinaria. Más allá de la indudable fuerza de su escritura. Recuerdo las conversaciones que tuve la suerte de entablar con ella, su pensamiento cargado de actualidad, como si estuviera re-creándose a sí misma constantemente y a cada segundo ante sus ojos volviera a nacer el día. Siempre te tendremos con nosotros, en la memoria y en la escritura.
ResponderEliminarHola Marcela:
EliminarGracias por pasar por acá.
Sí, Ximena tenía una lucidez extraordinaria que para mí se representa en los maravillosos poemas que escribió.
Será difícil pensar la poesía de acá, sin su presencia.