domingo, 16 de junio de 2013

Disonancias


Muchos han sido los poetas que se han percatado del divorcio entre palabra y mundo. Pero no hay que creer que sus antecedentes son fantasmales o ajenos a cualquier intento de comprensión de aquella ruptura. Sólo recordemos al Romanticismo alemán y en especial a su poeta, a Novalis, para que apreciemos que el universo, puesto en escena por un acto de habla, es connatural o equivale a un desciframiento de lo que vemos, pero no entendemos. Para los románticos y para Novalis, fundar mundo implica necesariamente crear un sistema que al estar remitido al lenguaje, ve en éste la prefiguración del signo total. Por ello, para el autor de los Himnos a la noche, el poeta es un mayeuta o, más exactamente, un mago que dilucida la creación de lo existente gracias a que lo enuncia o manifiesta en la palabra poética. Y sin embargo, creer que el Romanticismo se agota o limita en las maravillosas intuiciones del autor del Enrique de Ofterdingen es erróneo. Es un rostro en la múltiple faz del instante que inaugura la modernidad artística. El prematuramente muerto Wilhelm Wackenroder (1773-1798) es su más particular y genial contrapartida. Este joven monje amante del arte intuye que en la música más que en el discurso o en las artes visuales es donde las convenciones estéticas se acercan a la fuente de la pura energía creativa, revelando la raíz primigenia y ambivalente de las cosas.
         Para Wackenroder los sonidos no pueden ser referidos a la realidad externa, pues la música es el arte de la absoluta interioridad que permite “sentir al sentimiento”, estableciendo lazos invisibles de significado que posibilitan al sujeto intuirse a sí mismo en el borde de lo desconocido y enigmático. En un pasaje de uno de sus más interesantes relatos, La memorable vida musical de Joseph Berglinger, lo expresa de modo insuperable:

Ninguna de las otras artes es capaz de fundar de un modo tan misterioso la profundidad, la fuerza sensual y los significados oscuros y fantásticos. Esta extraña y estrecha unión de cualidades que parecen tan opuestas, muestra la noble excelencia de la música.

         Esos “significados oscuros y fantásticos” se convierten en pasiones que cambian de forma y escapan de su encierro del juicio moral, juicio que desearía enmarcarlos en un orden preestablecido para abandonarse a la corriente del tiempo en un desenfreno sensual, libre y misterioso. Wackenroder intuye que la música expresa a esa misma libertad como “delictiva inocencia”. Y es justamente este descubrimiento que efectúa en la música el que lleva a Wackenroder considerar hasta dónde llega el límite del despliegue extático que el arte posee. Lo asombroso de este descubrimiento es que no se reduce a una equiparación de quietismo contemplativo: es la propia esencia de la música como trama, ritmo y desenfreno lo que asombra, enaltece y hace temer a este monje enamorado del arte:

¿Qué arte sabe representar mejor que la música, con significados más profundos, más ricos de misterio y más eficaces, esa loca libertad por obra de la cual en el alma humana se unen amigablemente alegría y dolor, naturaleza y artificio, inocencia y violencia, broma y terror y que a menudo se dan de la mano? ¿qué arte sabe expresar esas incógnitas del alma?

       Es la música la que repite dentro de sí esa alternancia que evoca el incesante intercambio de opuestos. Pero si nos detenemos con cuidado a observar su manifestación, nos percataremos que en su propio círculo armónico de contrastes, surge la imagen del mundo como algo eternamente móvil y, por ende, sorpresivo cual misteriosa corriente que fluye en la profundidad. La música según Wackenroder hace fluir ante los ojos la corriente misma:

Es precisamente esta delictiva inocencia, esta terrible y oscura ambigüedad, similar a la de los oráculos, lo que hace que en el corazón humano la música sea verdaderamente algo así como una divinidad.

       En la delictiva inocencia de la música los contenidos de nuestras acciones, la abstracción del pensamiento y la presencia de la palabra son disueltos, engullidos ante su propia impotencia de decir al mundo cuando, al parecer, para Wackenroder, éste no es decible, no tanto o tan sólo porque hay que bucear en la profundidad subjetiva para hacerlo patente y así fundarlo o hacerlo, tal como quería Novalis, sino porque la hermandad tácita entre el mundo y la música, se refleja en una mirada que tiene en medio al sujeto, desgarrado entre obedecer lo que puede ser dicho y la intuición profunda de adivinar aquello que “le” dice o más bien “toca” como si de un instrumento se tratase. Y sin embargo, aún resuena en nosotros el dictum de Novalis que en apariencia pareciera invalidar la visión de Wackenroder: “la Poesía es la realidad absoluta. Cuanto más poético, más verdadero”
Frase semejante nos incita a una serie de reflexiones que ciertamente no pretenden ser agotadas aquí. Sin embargo, nos invita a considerar que la Verdad no es un fundamento, ni siquiera una estructura estable de significado, es más bien movilidad en el narrar, en el concebir a ese mundo nacido en y por la poesía como fábula eternamente autocreativa, donde discursos de índole diversa se entremezclan. De ahí la necesidad de Novalis de entender la historia sagrada como fábula, pues para el poeta del Ofterdingen, la historia de Cristo es un poema tanto como una historia, siendo historia sólo lo que puede ser también fábula.
         Pero si la poesía es el romantizar el mundo para que éste sepa que es fábula, también es el latido íntimo que hace que ese mismo mundo adquiera conciencia de aquellas fuerzas díscolas y cambiantes que lo configuran, fuerzas diversas y múltiples. Según eso, para Novalis la poesía dispone a su antojo del dolor y el cosquilleo, del placer y el displacer, del error y la verdad, de la salud y la enfermedad.
         Esto pareciera ser posible porque se otorga a las palabras el valor primordial de ser articuladoras de aquellas fuerzas que sustentan todo. No estaría de más recordar el inicio de Los Discípulos en Saís donde se nos muestra al universo como una escritura misteriosa que debe ser cifrada para que adquiera su verdadera manifestación, verdadera en cuanto es la aparición de una lectura completa y comprensiva:

Se presiente la clase y la gramática de esa escritura singular, pero dicho presentimiento no quiere concretarse a un término, ni adaptarse a una forma definida y parece no acceder a convertirse en la clave suprema.

       Sí, esa escritura para ser cifrada debe ser aprehendida en constante ejercicio, en constante experimento y con la soltura espiritual necesaria para dar con la “clave suprema”. Leer al mundo es romantizarlo y sacar a la superficie sus fuerzas que la poesía muestra con la afinidad más certera, porque dentro de sí mismo se sabe fábula.
          En otro fragmento Novalis corrobora nuestra indagación:

Poesía es la representación del alma, del mundo interior en su totalidad. Ya lo sugiere su medio, las palabras, pues son ellas la manifestación externa de aquel centro interno de energías

       Lo hasta aquí expresado es para poner en claro algo que se puede desprender de los propios fragmentos citados más allá de nuestra glosa: la eventual confianza que Novalis posee en el lenguaje, en la palabra para expresar y hacer presente todo. ¡Qué intensa contradicción aparente con Wackenroder! Éste no sólo entraba en franca polémica con la Ilustración, efectuando una crítica que deseaba rescatar a la sensibilidad del raciocinio gris, sino también iba algo más allá al referirse al medio con el cual la Ilustración quería dar cuenta de su proyecto: el lenguaje. De ahí el interés de Wackenroder por la pintura y la música como manifestaciones no reducibles a conceptos que se dan en y por el lenguaje de la palabra. En el breve ensayo De dos lenguajes maravillosos y de su misterioso poder este joven monje amante del arte nos dice:

Por medio de las palabras dominamos el mundo, por medio de ellas nos procuramos con ligera fatiga todos los tesoros de la tierra. Lo único que las palabras no son capaces de expresar es lo invisible, que resplandece sobre nosotros (…) la palabra sólo puede contar y nombras las variaciones, pero no puede representar visiblemente los traspasos y las transformaciones de una gota en otra.

       Para Wackenroder el lenguaje de la palabra no capta ni lo invisible ni el contenido porque es la tumba de las pasiones profundas del corazón. De esa manera la perspectiva que dentro de las ideas de Wackenroder ocupa la música, se amplía y puede ser entendida cabalmente. Pareciera ser que sólo la música es capaz de otorgar una comprensión misteriosa y fecunda del significado del mundo, significado que, sin embargo, colinda con esa ambigüedad y extraña inquietud luciferina de pasión, caos y sensualidad, de movimiento perpetuo e imposible definición.
        Pero más que el mero contraste entre dos concepciones de misma raíz, podemos observar que Novalis conoce la imperiosa fuerza dislocadora del reino de la música. ¿Cómo explicarse entonces su “romantización del mundo”?, ¿acaso sólo como un ejercicio retórico? No. En el último fragmento que de él citábamos aparecen como por curioso encantamiento las esferas celestes tan queridas a Wackenroder: la pintura y la música.

Son ellas (las palabras) la manifestación externa de aquel centro interno de energías. De igual forma que lo son las artes plásticas respecto al mundo externo, configurada la música respecto a los sonidos (…) sin embargo existe una poesía musical que convierte el alma misma en un variado juego de movimientos.

            Así, Novalis conoce el decir de las oscuras fuerzas musicales. Y porque las conoce parece ser que desea resguardarse de ellas, utilizando al abismo del que surgen como sustento del romantizar. Pero va un poco más allá. Análogamente a Hegel que vendrá años después, Novalis intenta situar a la música dentro de un orden genérico de arte y si bien admite su importancia (“todos los sonidos que produce la naturaleza son rudos y carentes de espíritu -sólo al alma musical le parece melódico y significativo el susurro del bosque, el silbido del viento, el canto del ruiseñor y el murmullo del arrollo”) al contraponerla al arte del pintor, se inclina indefectiblemente a situarla en posición inferior:

Una cosa, creo, resulta evidente, que la pintura es mucho más difícil que la música. El hecho de que se encuentra un peldaño, por decirlo así, más cerca del santuario del espíritu, siendo por tanto, permítaseme decirlo, más noble que la música, podría deducirse de los habituales argumentos encomiásticos de los panegeristas de la música que le atribuyen un efecto mucho más intenso y universal.

            En este fragmento casi se puede oír una polémica hacia Wackenroder, sin embargo, en otro breve fragmento, Novalis parece que reconoce tácitamente la sustancialidad del mundo imbuida del espíritu de la música:

Ya los animales conocen y poseen música mientras que de la pintura no tienen ni la más mínima noción.

            En atractivo contraste, es posible tal vez interpretar lo último como sigue: los animales están en el mundo y son en él, la música es su cualidad inconsciente que los marca, pues poseen la conexión íntima con ese fundamento primigenio que las palabras apenas pueden balbucir. La pintura para Novalis parece que es el imperio de las formas bajo una luz racional que la poesía en las palabras coronará de manera perfecta.
            Y sin embargo, ¡cuántas conclusiones pueden sacarse de esto! De pronto, en un último fragmento, Novalis da la impresión de reconciliarse con el espíritu de la música:

            Creo que el cuento es le mejor medio para expresar mi estado anímico. Poesía. Todo es cuento. El cuento es todo música.

            ¿Y si el cuento fuese análogo a la fábula y ésta al mundo como se daba entender hace un instante?
        La ambivalencia es sugestiva, nos sitúa para reformularnos las vinculaciones que Novalis tiene con Wackenroder y las de éste con el descubrimiento fascinante de la ambigua e insondable naturaleza de la música que, en definitiva, nos retrotrae al alma de las cosas, permitiendo así, abismarnos con mayor hondura en su movilidad antitética. Desde este punto es posible entonces atisbar una línea que va hacia Nietzsche, pasando por Schopenhauer, línea que considera a la música como el rostro invisible, pero verdadero y más tangible, del seductor horror de lo no dicho que el mundo puede ofrecernos. Así, el anhelo de reconciliar palabra, mundo y música por parte de los románticos para construir un gran todo es probablemente uno de los últimos intentos por salir del impase de la separación cada vez más radical existente entre ellos y que propuestas diversas intentarán suplir con mayor o menor fortuna y que desembocarán, decenios después, en la aventura simbolista de un Verlaine o un Mallarmé.

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