Muchos han
sido los poetas que se han percatado del divorcio entre palabra y mundo. Pero
no hay que creer que sus antecedentes son fantasmales o ajenos a cualquier
intento de comprensión de aquella ruptura. Sólo recordemos al Romanticismo alemán
y en especial a su poeta, a Novalis, para que apreciemos que el universo,
puesto en escena por un acto de habla, es connatural o equivale a un
desciframiento de lo que vemos, pero no entendemos. Para los románticos y para
Novalis, fundar mundo implica necesariamente crear un sistema que al estar
remitido al lenguaje, ve en éste la prefiguración del signo total. Por ello,
para el autor de los Himnos a la noche,
el poeta es un mayeuta o, más exactamente, un mago que dilucida la creación de
lo existente gracias a que lo enuncia o manifiesta en la palabra poética. Y sin
embargo, creer que el Romanticismo se agota o limita en las maravillosas
intuiciones del autor del Enrique de Ofterdingen
es erróneo. Es un rostro en la múltiple faz del instante que inaugura la
modernidad artística. El prematuramente muerto Wilhelm Wackenroder (1773-1798)
es su más particular y genial contrapartida. Este joven monje amante del arte
intuye que en la música más que en el discurso o en las artes visuales es donde
las convenciones estéticas se acercan a la fuente de la pura energía creativa,
revelando la raíz primigenia y ambivalente de las cosas.
Para Wackenroder los sonidos no
pueden ser referidos a la realidad externa, pues la música es el arte de la
absoluta interioridad que permite “sentir al sentimiento”, estableciendo lazos
invisibles de significado que posibilitan al sujeto intuirse a sí mismo en el
borde de lo desconocido y enigmático. En un pasaje de uno de sus más
interesantes relatos, La memorable vida
musical de Joseph Berglinger, lo expresa de modo insuperable:
Ninguna de las otras
artes es capaz de fundar de un modo tan misterioso la profundidad, la fuerza
sensual y los significados oscuros y fantásticos. Esta extraña y estrecha unión
de cualidades que parecen tan opuestas, muestra la noble excelencia de la
música.
Esos “significados oscuros y
fantásticos” se convierten en pasiones que cambian de forma y escapan de su
encierro del juicio moral, juicio que desearía enmarcarlos en un orden
preestablecido para abandonarse a la corriente del tiempo en un desenfreno
sensual, libre y misterioso. Wackenroder intuye que la música expresa a esa
misma libertad como “delictiva inocencia”. Y es justamente este descubrimiento
que efectúa en la música el que lleva a Wackenroder considerar hasta dónde
llega el límite del despliegue extático que el arte posee. Lo asombroso de este
descubrimiento es que no se reduce a una equiparación de quietismo
contemplativo: es la propia esencia de la música como trama, ritmo y desenfreno
lo que asombra, enaltece y hace temer a este monje enamorado del arte:
¿Qué arte sabe
representar mejor que la música, con significados más profundos, más ricos de
misterio y más eficaces, esa loca libertad por obra de la cual en el alma
humana se unen amigablemente alegría y dolor, naturaleza y artificio, inocencia
y violencia, broma y terror y que a menudo se dan de la mano? ¿qué arte sabe
expresar esas incógnitas del alma?
Es la música la que repite dentro de
sí esa alternancia que evoca el incesante intercambio de opuestos. Pero si nos
detenemos con cuidado a observar su manifestación, nos percataremos que en su
propio círculo armónico de contrastes, surge la imagen del mundo como algo
eternamente móvil y, por ende, sorpresivo cual misteriosa corriente que fluye en
la profundidad. La música según Wackenroder hace fluir ante los ojos la
corriente misma:
Es precisamente esta delictiva
inocencia, esta terrible y oscura ambigüedad, similar a la de los oráculos,
lo que hace que en el corazón humano la música sea verdaderamente algo así como
una divinidad.
En la delictiva inocencia de la
música los contenidos de nuestras acciones, la abstracción del pensamiento y la
presencia de la palabra son disueltos, engullidos ante su propia impotencia de
decir al mundo cuando, al parecer, para Wackenroder, éste no es decible, no
tanto o tan sólo porque hay que bucear en la profundidad subjetiva para hacerlo
patente y así fundarlo o hacerlo, tal como quería Novalis, sino porque la
hermandad tácita entre el mundo y la música, se refleja en una mirada que tiene
en medio al sujeto, desgarrado entre obedecer lo que puede ser dicho y la
intuición profunda de adivinar aquello que “le” dice o más bien “toca” como si
de un instrumento se tratase. Y sin embargo, aún resuena en nosotros el dictum
de Novalis que en apariencia
pareciera invalidar la visión de Wackenroder: “la Poesía es la realidad
absoluta. Cuanto más poético, más verdadero”
Frase
semejante nos incita a una serie de reflexiones que ciertamente no pretenden
ser agotadas aquí. Sin embargo, nos invita a considerar que la Verdad no es un fundamento,
ni siquiera una estructura estable de significado, es más bien movilidad en el
narrar, en el concebir a ese mundo nacido en y por la poesía como fábula
eternamente autocreativa, donde discursos de índole diversa se entremezclan. De
ahí la necesidad de Novalis de entender la historia sagrada como fábula, pues para el poeta del Ofterdingen, la historia de Cristo es un
poema tanto como una historia, siendo historia sólo lo que puede ser también
fábula.
Pero si la poesía es el romantizar
el mundo para que éste sepa que es fábula, también es el latido íntimo que hace
que ese mismo mundo adquiera conciencia de aquellas fuerzas díscolas y
cambiantes que lo configuran, fuerzas diversas y múltiples. Según eso, para
Novalis la poesía
dispone a su antojo del dolor y el cosquilleo, del placer y el displacer, del
error y la verdad, de la salud y la enfermedad.
Esto pareciera ser posible porque se
otorga a las palabras el valor primordial de ser articuladoras de aquellas
fuerzas que sustentan todo. No estaría de más recordar el inicio de Los Discípulos en Saís donde se nos
muestra al universo como una escritura misteriosa que debe ser cifrada para que
adquiera su verdadera manifestación, verdadera en cuanto es la aparición de una
lectura completa y comprensiva:
Se presiente la clase y
la gramática de esa escritura singular, pero dicho presentimiento no quiere
concretarse a un término, ni adaptarse a una forma definida y parece no acceder
a convertirse en la clave suprema.
Sí, esa escritura para ser cifrada
debe ser aprehendida en constante ejercicio, en constante experimento y con la
soltura espiritual necesaria para dar con la “clave suprema”. Leer al mundo es
romantizarlo y sacar a la superficie sus fuerzas que la poesía muestra con la
afinidad más certera, porque dentro de sí mismo se sabe fábula.
En otro fragmento Novalis corrobora
nuestra indagación:
Poesía es la
representación del alma, del mundo interior en su totalidad. Ya lo sugiere su medio,
las palabras, pues son ellas la manifestación externa de aquel centro interno
de energías
Lo hasta aquí expresado es para
poner en claro algo que se puede desprender de los propios fragmentos citados
más allá de nuestra glosa: la eventual confianza que Novalis posee en el
lenguaje, en la palabra para expresar y hacer presente todo. ¡Qué intensa
contradicción aparente con Wackenroder! Éste no sólo entraba en franca polémica
con la Ilustración ,
efectuando una crítica que deseaba rescatar a la sensibilidad del raciocinio
gris, sino también iba algo más allá al referirse al medio con el cual la Ilustración quería dar
cuenta de su proyecto: el lenguaje. De ahí el interés de Wackenroder por la
pintura y la música como manifestaciones no reducibles a conceptos que se dan
en y por el lenguaje de la palabra. En el breve ensayo De dos lenguajes maravillosos y de su misterioso poder este joven
monje amante del arte nos dice:
Por medio de las palabras
dominamos el mundo, por medio de ellas nos procuramos con ligera fatiga todos
los tesoros de la tierra. Lo único que las palabras no son capaces de expresar
es lo invisible, que resplandece sobre nosotros (…) la palabra sólo puede
contar y nombras las variaciones, pero no puede representar visiblemente los
traspasos y las transformaciones de una gota en otra.
Para Wackenroder el lenguaje de la
palabra no capta ni lo invisible ni el contenido porque es la tumba de las
pasiones profundas del corazón. De esa manera la perspectiva que dentro de las
ideas de Wackenroder ocupa la música, se amplía y puede ser entendida
cabalmente. Pareciera ser que sólo la música es capaz de otorgar una
comprensión misteriosa y fecunda del significado del mundo, significado que,
sin embargo, colinda con esa ambigüedad y extraña inquietud luciferina de
pasión, caos y sensualidad, de movimiento perpetuo e imposible definición.
Pero más que el mero contraste entre
dos concepciones de misma raíz, podemos observar que Novalis conoce la imperiosa fuerza dislocadora
del reino de la música. ¿Cómo explicarse entonces su “romantización del
mundo”?, ¿acaso sólo como un ejercicio retórico? No. En el último fragmento que
de él citábamos aparecen como por curioso encantamiento las esferas celestes
tan queridas a Wackenroder: la pintura y la música.
Son ellas (las palabras)
la manifestación externa de aquel centro interno de energías. De igual forma
que lo son las artes plásticas respecto al mundo externo, configurada la música
respecto a los sonidos (…) sin embargo existe una poesía musical que convierte
el alma misma en un variado juego de movimientos.
Así,
Novalis conoce el decir de las oscuras fuerzas musicales. Y porque las conoce
parece ser que desea resguardarse de ellas, utilizando al abismo del que surgen
como sustento del romantizar. Pero va un poco más allá. Análogamente a Hegel
que vendrá años después, Novalis intenta situar a la música dentro de un orden
genérico de arte y si bien admite su importancia (“todos los sonidos que
produce la naturaleza son rudos y carentes de espíritu -sólo al alma musical le
parece melódico y significativo el susurro del bosque, el silbido del viento,
el canto del ruiseñor y el murmullo del arrollo”) al contraponerla al arte del
pintor, se inclina indefectiblemente a situarla en posición inferior:
Una cosa, creo, resulta
evidente, que la pintura es mucho más difícil que la música. El hecho de que se
encuentra un peldaño, por decirlo así, más cerca del santuario del espíritu,
siendo por tanto, permítaseme decirlo, más noble que la música, podría
deducirse de los habituales argumentos encomiásticos de los panegeristas de la
música que le atribuyen un efecto mucho más intenso y universal.
En este fragmento casi se puede oír
una polémica hacia Wackenroder, sin embargo, en otro breve fragmento, Novalis
parece que reconoce tácitamente la sustancialidad del mundo imbuida del
espíritu de la música:
Ya los animales conocen y
poseen música mientras que de la pintura no tienen ni la más mínima noción.
En atractivo contraste, es posible
tal vez interpretar lo último como sigue: los animales están en el mundo y son
en él, la música es su cualidad inconsciente que los marca, pues poseen la
conexión íntima con ese fundamento primigenio que las palabras apenas pueden
balbucir. La pintura para Novalis parece que es el imperio de las formas bajo
una luz racional que la poesía en las palabras coronará de manera perfecta.
Y sin embargo, ¡cuántas conclusiones
pueden sacarse de esto! De pronto, en un último fragmento, Novalis da la
impresión de reconciliarse con el espíritu de la música:
Creo que el cuento es le mejor medio para expresar mi estado
anímico. Poesía. Todo es cuento. El cuento es todo música.
¿Y si el cuento fuese análogo a la
fábula y ésta al mundo como se daba entender hace un instante?
La ambivalencia es sugestiva, nos
sitúa para reformularnos las vinculaciones que Novalis tiene con Wackenroder y
las de éste con el descubrimiento fascinante de la ambigua e insondable
naturaleza de la música que, en definitiva, nos retrotrae al alma de las cosas,
permitiendo así, abismarnos con mayor hondura en su movilidad antitética. Desde
este punto es posible entonces atisbar una línea que va hacia Nietzsche,
pasando por Schopenhauer, línea que considera a la música como el rostro
invisible, pero verdadero y más tangible, del seductor horror de lo no dicho
que el mundo puede ofrecernos. Así, el anhelo de reconciliar palabra, mundo y
música por parte de los románticos para construir un gran todo es probablemente
uno de los últimos intentos por salir del impase de la separación cada vez más
radical existente entre ellos y que propuestas diversas intentarán suplir con
mayor o menor fortuna y que desembocarán, decenios después, en la aventura
simbolista de un Verlaine o un Mallarmé.
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