En algún rincón
de su voluminosa escritura, Borges señala el carácter único que en ocasiones
bordea el azar, cuando se trata de especificar a ese género aleatorio llamado antología:
“nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías
y diferencias, pero el Tiempo acaba de editar antologías admirables. Lo que
un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen”(1). Aquí, más que una
ingeniosa boutade, puede hallarse no tanto una eventual renuncia a la
certeza de logros exploratorios concienzudos (en el sentido de levantar un mapa
de poemas significativos) en pos de la aventura que organiza la realidad (la de
la poesía y los poemas al menos) bajo un manto protector rotulado de
arbitrario, sino más bien, se puede encontrar una invitación al ideario que
tiene como meta a la
Literatura en vez de los autores; a la Poesía en vez de los
poetas; a los poemas, en definitiva, como decidor y singular horizonte.
Por otro lado, en
una atractiva consonancia contrapuntística a las opiniones del autor del Aleph,
el gran ensayista mexicano Alfonso Reyes hacía llamar la atención acerca de la
manera subsidiaria, pero no menos importante en que es posible comprender a
este género tan problemático: “(...) como toda historia literaria presupone una
antología inminente, de aquí se cae automáticamente en las colecciones de
versos. Además de que toda antología es ya, de suyo, el resultado de un
concepto sobre historia literaria (...){las antologías} dejan sentir y abarcar
mejor el carácter general de una tradición (...)”(2). Se advierte que el autor
de Ifigenia Cruel, moviliza su reflexión para encauzar y ordenar adecuadamente
las presuntas rebeldías de género tan anfibio y para eso, la pone bajo el alero
–tal vez hoy menospreciado, pero no menos importante de replantear y pensar- de
una noción de historia literaria que, en
buenas cuentas, implica tener en mente una idea o concepto de tradición.
Por supuesto que no
es necesario que tomemos partido por Borges o Reyes para evaluar la validez de
este género que ha sido elevado y denostado en multitud de oportunidades como
una de las formas legítimas de sentir el pulso poético e imaginativo de una
época, cosa que vuelve evidente de aquel modo, su sociabilidad literaria.
Bástenos apreciar que cualquier antología que propugne una irrupción en el
desenvolvimiento del continuun literario (y por ende histórico) lleva en su
propia configuración programática sus límites, aciertos y fracasos. Antologías
han existido desde siempre, pero sería interesante pensar que, como cualquier
producto de cultura, están sometidas y saturadas de lo que Nietzsche llamó las ventajas
y desventajas que poseen para la vida (en este caso, para la Poesía ).
Así, el libro que
estamos presentando esta tarde, la antología 20 del XX: poetas chilenos contemporáneos llevada acabo por Gonzalo
Contreras, me gustaría intentar pensarla desde las, en apariencia, extemporáneas
opiniones de Borges y Reyes, opiniones de las cuales me interesan destacar dos
cosas: el temple de las simpatías y diferencias con que se articula toda
selección y la idea de tradición que se desprende de un eventual ordenamiento
panorámico. Esto, porque me parece que es posible aventurar que en este
escenario aún no clarificado como totalidad en que ha devenido la poesía
chilena del siglo XX, su aprehensión se convierte para el lector atento en un
espacio centrífugo que se articula ad libitum y que, ante su pluralidad
discursiva, sería impropio de caracterizar como unívoco o de continuidad
histórica bajo el alero de una noción finalista, sea ésta de cariz mesiánica o
que pretenda promover una falsa y errónea idea de progreso. Creo sin temor a
equivocarme que la poesía chilena del siglo XX, más que una tradición
reconocible en una sucesión de nombres de prestigio –el mito del poeta único,
mito cultivado desde Neruda a Zurita y que instala como norma la idea de excepción- o de vérsele como el reflejo
inverosímil de tenor causalista del acaecer socio-histórico, fija o más bien
conforma, según creo, una especie de antitradición pluralista
nacida de configuraciones contrastantes que pone en entredicho aquellos dos
ideas antedichas y que son aún, una vigorosa moneda de intercambio común en
nuestras apresuradas disquisiciones de lectura.
Si la poesía chilena
del siglo XX es acaso una casa donde habita la imaginación con sus maravillas y
desastres, -y uso acá, de modo consciente una singular metáfora de un poeta
coetáneo mío, Javier Bello- es entonces una casa de entradas distintas,
opuestas, complementarias, de fuerte tensionalidad expresiva, estilística y de
recursos retóricos disímiles y contradictorios. Ello no significa, por supuesto,
negar una ordenación nacida desde la lectura del corpus poético existente,
sino, todo lo contrario, se trataría de pensar con una nueva adecuación los
conceptos operativos con los cuales el estudio de la literatura y la teoría
literaria al uso en los recintos universitarios y en los medios de opinión
(revistas, notas, prólogos y documentos análogos) lleva a cabo el análisis de
un cuerpo en movimiento. Ese cuerpo en movimiento, es de una juventud llamativa: la poesía escrita entre nosotros
en los últimos cien años. Por lo demás, periodo tan breve no justifica por
ejemplo, la aplicación de constructos generacionales de rigidez formal, ni
tampoco el afán instaurativo de la originalidad como prejuicio romántico
instalado como exclusión. Por eso, tal vez, una de las maneras que poseen los
poetas (y por ende, cualquier lector crítico) para dar cuenta de los procesos
valorativos y creativos implícitos en corpus tan vasto, sea el ejercicio de la
lectura comparada, entendiendo a ésta como la posibilidad de rastrear
filiaciones, no sólo estilísticas o de fuentes a la hora de confirmar su
particularidad, sino también como oportunidad dialógica y genealógica
que la productividad textual exige desde su propia raíz. Si ese ejercicio fuese
efectivo, podría escribirse una historia de la poesía chilena no como
desenvolvimiento de coherencia discursiva, ni como despliegue de
acontecimientos cronológicos en sucesión progresiva (la poesía de Neruda no
supera a la de Prado, ni la de éste supera a la de Magallanes Moure, ni todas
ellas quedan rezagadas ante la antipoesía parriana, ni menos liquidadas ante el
espacio imaginativo propuesto por Juan Luis Martínez).
Quizás sería dable
escribir o imaginar una historia de la poesía chilena que ve en su
pluralidad contrastante su propia utopía como manera (y por qué no decirlo:
como destino) de configurar una muy peculiar filosofía de la historia que,
probablemente, podría ser entendida como una versión profana de lo sagrado
(como lo es el concepto de “iluminación” en Walter Benjamin). Entonces, si esa
eventual historia de la poesía chilena asumida como antitradición, es la
versión profana de lo sagrado, la poesía chilena sería la desmitificación que,
usando una mascarada poético-mítica, dejaría en evidencia la violencia en la
historia. La poesía hace recordar o, más bien, hace patente la violencia porque
la retrotrae a lo que ella quisiera negar: lo sagrado. Entonces, ¿cómo concebir
a la poesía escrita entre nosotros, sino como testimonio de esa conciencia
mítica que muestra simbólicamente la pertenencia de la historia a lo sagrado a
través de la violencia? Intentar siquiera atisbar un esbozo de respuesta a esta
pregunta es algo que supera con creces esta oportunidad, pero también es un
pretexto singular para decir algo que no nos deje en una estéril encrucijada. Me
aventuro a pensar que como conjuro.
Así, toda lectura
apropiativa es un conjuro, es decir, una actualización no imitativa, sino
divergente del poema o cosmovisión poética precedente y futura. La angustia
de las influencias según Bloom, pero sin la aprehensión del parricidio,
sino como problematización productiva de un diálogo, un movimiento como el que
Eliot hace ya casi cien años indicaba en aquel famoso ensayo Tradición y talento individual cuando se
refería a ese desplazamiento tan necesario del orden existente que la inclusión
de toda obra nueva propicia al aparecer en el horizonte del idioma para ajustar
las coordenadas de comprensión que deberíamos poseer para otorgar un sentido a
esa misma idea de tradición que, de todas formas, siempre hay que pensar de
modo móvil, dispuesta para la paradoja y con la sapiencia necesaria de
embelesarnos con su perplejidad. Porque, ciertamente, cuando pienso en obras
nuevas, no me refiero en exclusiva a la aparición de la enésima novedad
patrocinada por la vertiginosa actualidad que se arroga la dislocación de una
mal entendida tradición anquilosada. No, más bien me refiero a ese acto siempre
necesario de recomposición que la emergencia de obras en apariencia secundarias,
marginales o ignoradas, efectúan en el instante preciso y que es gatillada por
la fineza de la lectura que, en este caso, un antologador dispone con su
juicio. Aquel movimiento, de todas formas, posee una cuota de misterioso y no
se resuelve como mera solución antihistórica. Creo que sería un movimiento que
diese luz por ejemplo, ante el silencio que rodea a la poesía de la Mistral más allá de
explicaciones sociológicas de gusto lector, sería un movimiento que tendría que
dar cuenta en su desenvolvimiento del diálogo entre la concepción mágica del lenguaje
habida entre Neruda, Huidobro, Del Valle y Díaz-Casanueva y cómo ello incide en
el mejor Martínez o en los delirios especulativos de Eduardo Anguita. Sería un
movimiento que tendría que releer la propuesta de Teillier de una poesía lárica
no sólo a la luz de Rilke o Trakl, sino de la Mistral , Juvencio Valle,
Oscar Castro y el joven Neruda. Sería un movimiento que debiese buscar la raíz
del escepticismo escritural de Lihn en el desideratum casi nihilista de cierto
Huidobro (Altazor, algunos poemas de El ciudadano del olvido).
Sería un movimiento que debiese poner en la misma fila los proyectos de Mandrágora,
de la antipoesía parriana y de Gonzalo Rojas y Eduardo Anguita con miras a una
lectura de conjunto para que se vieran reflejados oblicuamente en el espejo
opaco que es la Nueva
Novela. Sería un movimiento que, sin ningún tipo de
aprensión o ansiedad, divagase entre la claridad opalina de los sonetos de
Prado, la Greda Vasija
de Alberto Rubio y los mejores poemas de Oscar Hahn como un afán de forma que
busca aprehender la vida. Sería poner en tensión la imagen de un lenguaje
oracional que encuentra en la
Mistral , Rojas, Arteche y otros su mejor expresión como
contrapunto reflexivo al torrente de la vida. Las asociaciones son vastas,
múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de
contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero
“pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.
El trabajo de
Contreras me parece en ese sentido, sugestivo, en modo alguno redundante y
ciertamente problemático. Porque evidentemente tras toda elección de tal o cual
poema, de tal o cual autor, se yergue una política de gusto que articula el
canon que propone. Ahí se muestra o expone a mi parecer esa tensión que hace
trizas una idea o concepto de linealidad y progreso. Aquello lo veo, por
ejemplo, y a buena hora, en la inclusión de poemas de Rosamel del Valle,
Humberto Díaz Casanueva y Eduardo Anguita, como partes centrales del corpus
antológico, dibujando una robusta escena que complementa y discute decisivamente
a la antipoesía parriana y a la obra de Gonzalo Rojas. Esa sola constatación,
me parece sugerente, pues muestra y afianza la centralidad canónica de poéticas
que hasta no más de 10 o 15 años atrás, como las sustentadas por los autores de
Orfeo y de Venus en el pudridero, sólo servían de marco epocal, o a lo sumo de
frontera referencial para situar o dejar entrever la definitiva “superación” de
esa retórica educada en las vanguardias, sobre todo en los logros del surrealismo
y despreciadas como complejas, intelectuales y oscuras. Este cliché crítico fue
el que levantó y naturalizó el establecimiento de un puente vuelto obvio por
esa misma crítica entre el nerudismo postresidenciario y poemas y antipoemas y
que ha implicado una postergación, hoy por hoy, insostenible respecto a la
manera de entender nuestra poesía. Acertadamente, el poeta y comentarista
Carlos Henrickson señala: “Pertenecer a estas “poéticas oscuras”
significó –y aún significa para ciertas comisarías críticas- pertenecer a
cierta tradición secundaria, adjunta y subalterna, que alimenta de
material y procedimientos a sus gemelas claras que tienen en su poder las
misiones finales: la palabra cívica y la dotación de sentido al ser nacional.
Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la producción efectiva de la
literatura chilena actual, durante largos años fue una convicción permanente.”
Esa convicción es la que hace trizas, en mi opinión el trabajo de Contreras y
me parece que es uno de sus aciertos primordiales.
Por otro lado, la
justa y reivindicatoria inclusión de poemas de Violeta Parra, no sólo es un
guiño de compensación simbólica, ni tampoco un afán de hacer valer la expresión
de lo popular en ese canon que Contreras nos ofrece en su versión, sino más
bien, lo veo como parte de la ampliación no carente de dinámicas contradicciones
que toda tradición que se precie efectúa de sí misma en tanto hecho textual, en
tanto ponga en tensión una idea de lenguaje y una noción de imaginación y realidad.
Algo parecido a lo que acontece, en otro plano con la Mistral. Esa idea o más bien,
estrategia de presentación de escena, no es original y no sé si Contreras lo
sabe, pero aquel gesto ya había sido llevado a cabo en la ahora casi olvidada
antología de poesía en lengua castellana que Eduardo Anguita efectúo en 1981 y
donde Violeta Parra estaba incluida con varios de sus textos más
significativos. Eso, para mí, me parece genial: un azar absoluto y necesario,
pues demuestra que la orientación que esta antología dentro de su arbitrariedad
propone, no se funda en una mal entendida idea de representatividad, sino como
articulación de esa pluralidad contrastiva que en ningún caso es pasiva,
acomodaticia ni políticamente correcta. Para nada. Eso al menos para mí, queda
claro en el final de esta antología, en la inclusión de Diego Maquieria, cuya
escasa y rotunda obra ya no puede ser vista como una acción excéntrica al
interior del discurso poético de los 70 y 80. Para nada: la centralidad de la
poesía de Maquieria con su imaginación, su ludismo y gratuidad me parece
fundamental como correlato al dramatismo de corte mesiánico que muchas veces
adquiere lo mejor de la poesía de Zurita.
Estas son a mi
juicio las mejores virtudes de este trabajo antológico, pues no se trata
solamente de establecer una lista de autores reconocibles que se reduzca a una
serie de “grandes éxitos”. Para nada, sino más bien, un trabajo como éste, si
arriesga una posición de lectura, muestra en ello una nueva manera de volver a
leer nuestra breve tradición poética que nos imaginamos y reimaginamos de modo
permanente.
Notas
(1) Borges, Jorge Luis: “Prólogo” a Nueva
Antología Personal, Ed Bruguera, Barcelona, 1980, p 7. Estas palabras
aparecen, asimismo, como epígrafe a la Antología de poesía chilena
contemporánea de Miguel Arteche, Juan Antonio Massone y Roque Esteban
Scarpa publicada en editorial Andrés Bello, Stgo de Chile, 1983. Agradezco el
dato al poeta Francisco Vergara.
(2) Reyes, Alfonso: “Teoría de la
antología” en La experiencia literaria, Ed Losada, Bs Aires, 1952.
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