sábado, 30 de noviembre de 2013

La casa donde habita la imaginación: presentación de la antología 20 del siglo XX: poetas chilenos contemporáneos de Gonzalo Contreras

En algún rincón de su voluminosa escritura, Borges señala el carácter único que en ocasiones bordea el azar, cuando se trata de especificar a ese género aleatorio llamado antología: “nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías y diferencias, pero el Tiempo acaba de editar antologías admirables. Lo que un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen”(1). Aquí, más que una ingeniosa boutade, puede hallarse no tanto una eventual renuncia a la certeza de logros exploratorios concienzudos (en el sentido de levantar un mapa de poemas significativos) en pos de la aventura que organiza la realidad (la de la poesía y los poemas al menos) bajo un manto protector rotulado de arbitrario, sino más bien, se puede encontrar una invitación al ideario que tiene como meta a la Literatura en vez de los autores; a la Poesía en vez de los poetas; a los poemas, en definitiva, como decidor y singular horizonte.
Por otro lado, en una atractiva consonancia contrapuntística a las opiniones del autor del Aleph, el gran ensayista mexicano Alfonso Reyes hacía llamar la atención acerca de la manera subsidiaria, pero no menos importante en que es posible comprender a este género tan problemático: “(...) como toda historia literaria presupone una antología inminente, de aquí se cae automáticamente en las colecciones de versos. Además de que toda antología es ya, de suyo, el resultado de un concepto sobre historia literaria (...){las antologías} dejan sentir y abarcar mejor el carácter general de una tradición (...)”(2). Se advierte que el autor de Ifigenia Cruel, moviliza su reflexión para encauzar y ordenar adecuadamente las presuntas rebeldías de género tan anfibio y para eso, la pone bajo el alero –tal vez hoy menospreciado, pero no menos importante de replantear y pensar- de una noción de  historia literaria que, en buenas cuentas, implica tener en mente una idea o concepto de tradición.
Por supuesto que no es necesario que tomemos partido por Borges o Reyes para evaluar la validez de este género que ha sido elevado y denostado en multitud de oportunidades como una de las formas legítimas de sentir el pulso poético e imaginativo de una época, cosa que vuelve evidente de aquel modo, su sociabilidad literaria. Bástenos apreciar que cualquier antología que propugne una irrupción en el desenvolvimiento del continuun literario (y por ende histórico) lleva en su propia configuración programática sus límites, aciertos y fracasos. Antologías han existido desde siempre, pero sería interesante pensar que, como cualquier producto de cultura, están sometidas y saturadas de lo que Nietzsche llamó las ventajas y desventajas que poseen para la vida (en este caso, para la Poesía).
Así, el libro que estamos presentando esta tarde, la antología 20 del XX: poetas chilenos contemporáneos llevada acabo por Gonzalo Contreras, me gustaría intentar pensarla desde las, en apariencia, extemporáneas opiniones de Borges y Reyes, opiniones de las cuales me interesan destacar dos cosas: el temple de las simpatías y diferencias con que se articula toda selección y la idea de tradición que se desprende de un eventual ordenamiento panorámico. Esto, porque me parece que es posible aventurar que en este escenario aún no clarificado como totalidad en que ha devenido la poesía chilena del siglo XX, su aprehensión se convierte para el lector atento en un espacio centrífugo que se articula ad libitum y que, ante su pluralidad discursiva, sería impropio de caracterizar como unívoco o de continuidad histórica bajo el alero de una noción finalista, sea ésta de cariz mesiánica o que pretenda promover una falsa y errónea idea de progreso. Creo sin temor a equivocarme que la poesía chilena del siglo XX, más que una tradición reconocible en una sucesión de nombres de prestigio –el mito del poeta único, mito cultivado desde Neruda a Zurita y que instala como norma la idea de excepción- o de vérsele como el reflejo inverosímil de tenor causalista del acaecer socio-histórico, fija o más bien conforma, según creo, una especie de antitradición pluralista nacida de configuraciones contrastantes que pone en entredicho aquellos dos ideas antedichas y que son aún, una vigorosa moneda de intercambio común en nuestras apresuradas disquisiciones de lectura.
Si la poesía chilena del siglo XX es acaso una casa donde habita la imaginación con sus maravillas y desastres, -y uso acá, de modo consciente una singular metáfora de un poeta coetáneo mío, Javier Bello- es entonces una casa de entradas distintas, opuestas, complementarias, de fuerte tensionalidad expresiva, estilística y de recursos retóricos disímiles y contradictorios. Ello no significa, por supuesto, negar una ordenación nacida desde la lectura del corpus poético existente, sino, todo lo contrario, se trataría de pensar con una nueva adecuación los conceptos operativos con los cuales el estudio de la literatura y la teoría literaria al uso en los recintos universitarios y en los medios de opinión (revistas, notas, prólogos y documentos análogos) lleva a cabo el análisis de un cuerpo en movimiento. Ese cuerpo en movimiento, es de una juventud  llamativa: la poesía escrita entre nosotros en los últimos cien años. Por lo demás, periodo tan breve no justifica por ejemplo, la aplicación de constructos generacionales de rigidez formal, ni tampoco el afán instaurativo de la originalidad como prejuicio romántico instalado como exclusión. Por eso, tal vez, una de las maneras que poseen los poetas (y por ende, cualquier lector crítico) para dar cuenta de los procesos valorativos y creativos implícitos en corpus tan vasto, sea el ejercicio de la lectura comparada, entendiendo a ésta como la posibilidad de rastrear filiaciones, no sólo estilísticas o de fuentes a la hora de confirmar su particularidad, sino también como oportunidad dialógica y genealógica que la productividad textual exige desde su propia raíz. Si ese ejercicio fuese efectivo, podría escribirse una historia de la poesía chilena no como desenvolvimiento de coherencia discursiva, ni como despliegue de acontecimientos cronológicos en sucesión progresiva (la poesía de Neruda no supera a la de Prado, ni la de éste supera a la de Magallanes Moure, ni todas ellas quedan rezagadas ante la antipoesía parriana, ni menos liquidadas ante el espacio imaginativo propuesto por Juan Luis Martínez).
Quizás sería dable escribir o imaginar una historia de la poesía chilena que ve en su pluralidad contrastante su propia utopía como manera (y por qué no decirlo: como destino) de configurar una muy peculiar filosofía de la historia que, probablemente, podría ser entendida como una versión profana de lo sagrado (como lo es el concepto de “iluminación” en Walter Benjamin). Entonces, si esa eventual historia de la poesía chilena asumida como antitradición, es la versión profana de lo sagrado, la poesía chilena sería la desmitificación que, usando una mascarada poético-mítica, dejaría en evidencia la violencia en la historia. La poesía hace recordar o, más bien, hace patente la violencia porque la retrotrae a lo que ella quisiera negar: lo sagrado. Entonces, ¿cómo concebir a la poesía escrita entre nosotros, sino como testimonio de esa conciencia mítica que muestra simbólicamente la pertenencia de la historia a lo sagrado a través de la violencia? Intentar siquiera atisbar un esbozo de respuesta a esta pregunta es algo que supera con creces esta oportunidad, pero también es un pretexto singular para decir algo que no nos deje en una estéril encrucijada. Me aventuro a pensar que como conjuro.
Así, toda lectura apropiativa es un conjuro, es decir, una actualización no imitativa, sino divergente del poema o cosmovisión poética precedente y futura. La angustia de las influencias según Bloom, pero sin la aprehensión del parricidio, sino como problematización productiva de un diálogo, un movimiento como el que Eliot hace ya casi cien años indicaba en aquel famoso ensayo Tradición y talento individual cuando se refería a ese desplazamiento tan necesario del orden existente que la inclusión de toda obra nueva propicia al aparecer en el horizonte del idioma para ajustar las coordenadas de comprensión que deberíamos poseer para otorgar un sentido a esa misma idea de tradición que, de todas formas, siempre hay que pensar de modo móvil, dispuesta para la paradoja y con la sapiencia necesaria de embelesarnos con su perplejidad. Porque, ciertamente, cuando pienso en obras nuevas, no me refiero en exclusiva a la aparición de la enésima novedad patrocinada por la vertiginosa actualidad que se arroga la dislocación de una mal entendida tradición anquilosada. No, más bien me refiero a ese acto siempre necesario de recomposición que la emergencia de obras en apariencia secundarias, marginales o ignoradas, efectúan en el instante preciso y que es gatillada por la fineza de la lectura que, en este caso, un antologador dispone con su juicio. Aquel movimiento, de todas formas, posee una cuota de misterioso y no se resuelve como mera solución antihistórica. Creo que sería un movimiento que diese luz por ejemplo, ante el silencio que rodea a la poesía de la Mistral más allá de explicaciones sociológicas de gusto lector, sería un movimiento que tendría que dar cuenta en su desenvolvimiento del diálogo entre la concepción mágica del lenguaje habida entre Neruda, Huidobro, Del Valle y Díaz-Casanueva y cómo ello incide en el mejor Martínez o en los delirios especulativos de Eduardo Anguita. Sería un movimiento que tendría que releer la propuesta de Teillier de una poesía lárica no sólo a la luz de Rilke o Trakl, sino de la Mistral, Juvencio Valle, Oscar Castro y el joven Neruda. Sería un movimiento que debiese buscar la raíz del escepticismo escritural de Lihn en el desideratum casi nihilista de cierto Huidobro (Altazor, algunos poemas de El ciudadano del olvido). Sería un movimiento que debiese poner en la misma fila los proyectos de Mandrágora, de la antipoesía parriana y de Gonzalo Rojas y Eduardo Anguita con miras a una lectura de conjunto para que se vieran reflejados oblicuamente en el espejo opaco que es la Nueva Novela. Sería un movimiento que, sin ningún tipo de aprensión o ansiedad, divagase entre la claridad opalina de los sonetos de Prado, la Greda Vasija de Alberto Rubio y los mejores poemas de Oscar Hahn como un afán de forma que busca aprehender la vida. Sería poner en tensión la imagen de un lenguaje oracional que encuentra en la Mistral, Rojas, Arteche y otros su mejor expresión como contrapunto reflexivo al torrente de la vida. Las asociaciones son vastas, múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero “pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.

El trabajo de Contreras me parece en ese sentido, sugestivo, en modo alguno redundante y ciertamente problemático. Porque evidentemente tras toda elección de tal o cual poema, de tal o cual autor, se yergue una política de gusto que articula el canon que propone. Ahí se muestra o expone a mi parecer esa tensión que hace trizas una idea o concepto de linealidad y progreso. Aquello lo veo, por ejemplo, y a buena hora, en la inclusión de poemas de Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva y Eduardo Anguita, como partes centrales del corpus antológico, dibujando una robusta escena que complementa y discute decisivamente a la antipoesía parriana y a la obra de Gonzalo Rojas. Esa sola constatación, me parece sugerente, pues muestra y afianza la centralidad canónica de poéticas que hasta no más de 10 o 15 años atrás, como las sustentadas por los autores de Orfeo y de Venus en el pudridero, sólo servían de marco epocal, o a lo sumo de frontera referencial para situar o dejar entrever la definitiva “superación” de esa retórica educada en las vanguardias, sobre todo en los logros del surrealismo y despreciadas como complejas, intelectuales y oscuras. Este cliché crítico fue el que levantó y naturalizó el establecimiento de un puente vuelto obvio por esa misma crítica entre el nerudismo postresidenciario y poemas y antipoemas y que ha implicado una postergación, hoy por hoy, insostenible respecto a la manera de entender nuestra poesía. Acertadamente, el poeta y comentarista Carlos Henrickson señala: “Pertenecer a estas “poéticas oscuras” significó –y aún significa para ciertas comisarías críticas- pertenecer a cierta tradición secundaria, adjunta y subalterna, que alimenta de material y procedimientos a sus gemelas claras que tienen en su poder las misiones finales: la palabra cívica y la dotación de sentido al ser nacional. Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la producción efectiva de la literatura chilena actual, durante largos años fue una convicción permanente.” Esa convicción es la que hace trizas, en mi opinión el trabajo de Contreras y me parece que es uno de sus aciertos primordiales.
Por otro lado, la justa y reivindicatoria inclusión de poemas de Violeta Parra, no sólo es un guiño de compensación simbólica, ni tampoco un afán de hacer valer la expresión de lo popular en ese canon que Contreras nos ofrece en su versión, sino más bien, lo veo como parte de la ampliación no carente de dinámicas contradicciones que toda tradición que se precie efectúa de sí misma en tanto hecho textual, en tanto ponga en tensión una idea de lenguaje y una noción de imaginación y realidad. Algo parecido a lo que acontece, en otro plano con la Mistral. Esa idea o más bien, estrategia de presentación de escena, no es original y no sé si Contreras lo sabe, pero aquel gesto ya había sido llevado a cabo en la ahora casi olvidada antología de poesía en lengua castellana que Eduardo Anguita efectúo en 1981 y donde Violeta Parra estaba incluida con varios de sus textos más significativos. Eso, para mí, me parece genial: un azar absoluto y necesario, pues demuestra que la orientación que esta antología dentro de su arbitrariedad propone, no se funda en una mal entendida idea de representatividad, sino como articulación de esa pluralidad contrastiva que en ningún caso es pasiva, acomodaticia ni políticamente correcta. Para nada. Eso al menos para mí, queda claro en el final de esta antología, en la inclusión de Diego Maquieria, cuya escasa y rotunda obra ya no puede ser vista como una acción excéntrica al interior del discurso poético de los 70 y 80. Para nada: la centralidad de la poesía de Maquieria con su imaginación, su ludismo y gratuidad me parece fundamental como correlato al dramatismo de corte mesiánico que muchas veces adquiere lo mejor de la poesía de Zurita.
Estas son a mi juicio las mejores virtudes de este trabajo antológico, pues no se trata solamente de establecer una lista de autores reconocibles que se reduzca a una serie de “grandes éxitos”. Para nada, sino más bien, un trabajo como éste, si arriesga una posición de lectura, muestra en ello una nueva manera de volver a leer nuestra breve tradición poética que nos imaginamos y reimaginamos de modo permanente. 

 Notas
(1) Borges, Jorge Luis: “Prólogo” a Nueva Antología Personal, Ed Bruguera, Barcelona, 1980, p 7. Estas palabras aparecen, asimismo, como epígrafe a la Antología de poesía chilena contemporánea de Miguel Arteche, Juan Antonio Massone y Roque Esteban Scarpa publicada en editorial Andrés Bello, Stgo de Chile, 1983. Agradezco el dato al poeta Francisco Vergara.
(2) Reyes, Alfonso: “Teoría de la antología” en La experiencia literaria, Ed Losada, Bs Aires, 1952.



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