Siempre
consideré que los libros de texto, que zarandearon nuestra vida entre los cinco
y nueve años, se encontraban a medio camino entre la necesidad de informar de
modo útil acerca de tal o cual cosa, ya fuese ajena o distante y la idea, un
tanto estrafalaria, de forjar carácter,
identidad o lo que fuese. De lo primero da cuenta ese listado curioso, casi
infinito de lugares, situaciones, personajes y oficios que eran pan diario: en
esos textos, fragmentos más bien, uno aprendía a diferenciar el desierto de
Atacama de los archipiélagos del sur, aprendía a distinguir la bondad del hecho
generoso –cuidar la naturaleza, ayudar a un anciano cruzar la calle- en
detrimento de las actitudes egoístas –como pensar siempre en uno mismo, sin importar
quienes nos rodean-. Ahí uno aprendía a reconocer la diferencia entre un panadero
y un albañil, entre una bicicleta y una cocina. De lo segundo, esos relatos,
poemas o textos varios que hacían de la bandera, de los héroes de la Concepción , del Combate
Naval del 21 de Mayo o de algún evento como la Primera Junta de Gobierno, la Asunción de la Virgen y la loca geografía
de nuestro largo y estrecho país, su tema principal, mezcla de severidad y
seriedad supinas, pero siempre recurrentes a la hora de querer decir esto somos
nosotros, éstas son nuestras aventuras épicas y aquí vivimos. Nada en todo
caso, que fuese ajeno a lo que un niño hacia 1980, debía leer y saber. Por
supuesto que las motivaciones literarias estaban ausentes, lo que no
significaba que algunas de esas lecturas contuvieran fragmentos de un estilo
bastante elaborado y aún, insinuante, muy cercano a lo que sería, por ejemplo,
algún cuento de Francisco Coloane. En ese sentido, recuerdo un breve relato
tomado de no sé que enciclopedia, titulada algo así como La gran travesía, que daba cuenta de la expedición de Charles
Francis Hall, en 1871, a
bordo del Polaris para alcanzar el
Polo Norte. La descripción vívida de las penurias de Hall y su tripulación, su
posterior muerte y el naufragio del Polaris,
con el relato de la épica aventura de los sobrevivientes en la descripción de
uno de los naufragios más célebres que me ha tocado leer, hicieron que, años
después, cuando leí las Aventuras de
Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, éstas no me parecieran tan terribles,
ni tan desmesuradas: lo de Poe era un cuento, una fantasía, lo del capitán
Hall, una certera y dramática verdad histórica. Obviamente que no todos los
textos alcanzaban una dignidad estilística y hondura estética como esa, pero
ciertamente deben haber sido bastante mejores –ad infinitum- que las actuales Pregúntale
a Alicia y basuras semejantes.
Pero de todos modos, el tono general de esas lecturas no era un aliciente
para fomentar la curiosidad frente al misterio y menos para hacer entrever un
atisbo de lo que podría ser la poesía. No sé y creo que nunca sabré cómo es la
primera experiencia lectora que te sacude y hace sentir que lo que estás
viviendo –leyendo- tiene que ver con ese mundo o sensibilidad que, ya adultos,
relacionamos con lo poético. Ese saber, esa constatación, siempre es un
después, siempre es un posteriori, rara vez, creo, algo premeditado: se te
otorga en su infinita gratuidad, en su azar absoluto, en su casualidad siempre
mágica. Recuerdo ir en 4º o 5º básico y la lectura de la semana era la unidad
titulada Lugares y paisajes o Lugares de tu ciudad o La ciudad y sus paisajes o algo por el
estilo. Eran dos textos: el primero, cuyo titulo no recuerdo, era una especie
de apología al paseo en bicicleta. Una experiencia como ésa era inconmensurable,
imaginativa y poseedora de no sé qué virtud de sanidad física y mental. Con la
bicicleta podías recorrer muchos lugares, visitar amigos, ir al parque,
regresar a casa desde el colegio y llevar una vida aventurera cercana a la
naturaleza. No está mal, pensaba yo, si es que sabes andar en bicicleta. El
otro texto era diferente, muy diferente y, en ese momento, ignoraba que sus
repercusiones llegarían hasta mi edad adulta. Ese texto era muy distinto a lo
que yo, hasta ese instante, había leído. Difícil explicar la mezcla de
sensaciones que me produjo: ansiedad, curiosidad, una vaga sensación de
vaciamiento, una precoz antesala de lo que supondría como temple melancólico. En fin, fuera lo que fuera, era un texto
sugestivo que me atrapó desde el primer minuto. Se titulaba La casa abandonada y su autor –cosa
curiosa: no era un fragmento anónimo sacado de una enciclopedia ni de un atlas-
era Pedro Prado. Por supuesto que yo no sabía que el autor era uno de los más
notables poetas chilenos del siglo XX. Por supuesto que no tenía la menor idea
de su biografía, su amistad con Gabriela Mistral y su residencia en la cercana ciudad
de Viña del Mar. Por supuesto que no sospechaba de su afán por innovar en la
poesía chilena de principios de siglo y de su actitud avezada cultivando la
escritura del poema en prosa o siendo un paladín del verso libre. Y mucho menos
podía saber que el texto que estaba leyendo como en una verdadera epifanía, con
deleite y asombro poco común, era un poema en prosa que daba título a uno de
sus libros más célebres.
Es difícil calibrar a la distancia, las razones o motivos de mi asombro.
Mucho menos explicarlos o fundamentarlos. Pero lo que sin duda seducía mi
imaginación, lo que me hizo volver una y otra vez a ese texto, a ese bello y
singular poema, era su ritmo. Un ritmo ajeno al metrónomo silábico, un ritmo
que descansa en la frase breve y que convierte al punto seguido, en fundamental
para crear una cadencia específica que no se abandona a la mera descripción, ni
a la mera enumeración de situaciones o lugares. Ese ritmo entrecortado a
semejanza de una lluvia tenue, cuyos goterones no se dan de inmediato a la
percepción, abría una ventana feliz hacia el misterio: palabras evocativas, sacadas
del natural, aún de la inocua ingenuidad de los relatos de infancia, mariposas
nocturnas atravesando la página, un viento característico que soplaba entre los
vetustos rincones de la herrumbre. Una fantasía que asalta entre glosas a un
tono fabulesco y una densidad que invita a la reflexión. En el poema, la casa
abandonada, no se enuncia, no se dice: se nos presenta. Aquella virtud de todo
poema legítimo que no se apresura en su trama, me pareció, sin duda, algo fundamental
para sentirme arrastrado por las sinuosidades laberínticas que la rata blanca
recorre una y otra vez en búsqueda de protección para sus ratoncillos. Hay ahí
una fisonomía que economiza medios, pero que es pródiga en insinuar algo
inminente: acaso la lluvia, acaso el abandono, esa sensación inacabada de algo
viejo, de algo pasado, de algo ruinoso que no se vuelve trágico, que no se
transforma en una queja por su pérdida. Para nada, la casa abandonada, apenas
sugerida en el movimiento de sus pequeños protagonistas –el cardo, el viento,
la nubecilla, los medrosos caracoles, los oscuros pájaros de fugaz presencia-
plasma un gesto que dibuja una sensación, plasma una manera que es ajena a la
descripción, ajena a la anécdota reconocible y aleccionadora.
Sólo al final, cuando hemos sido invitados a imbuirnos en esa atmósfera
nocturna, el breve diálogo entre los vilanos y la rata blanca, permite
vislumbrar que la apariencia de lo tenue, de lo ingenuo incluso, de lo breve y
minúsculo, es sólo eso: una apariencia para dar cuenta de una densidad
imaginativa que se resuelve como dictum en la frase postrera: “hay muchos que
sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles”. En ese contraste, en
ese remate genial al final del poema, está la maestría de Prado, está la ironía
suprema, fina y delicada, pero ironía al fin, que se nos da como lectores para
hacernos patente no sólo la sugestiva adecuación de las presencias invisibles,
sino también, la sugestiva forma que posee un poema para hacernos ver lo que no es posible ver. Eso, quizás, es virtud de la forma
del poema, de su prosa, una prosa que no es cualquier prosa, que no es la
descripción naturalista de los fragmentos enciclopédicos de una lectura de
texto. Una prosa que rehúye ser prosa, una prosa al servicio de la imaginación
y la sugerencia. Una prosa que muestra en su efigie una mirada poética y que me
enseñó, por vez primera, que la poesía habita en los recovecos singulares de la
magia y que, como la música, es un estado, no sólo una mera forma.
Alta va la luna y las nubes volando
en torno. De vez en vez cae una nubecilla como mariposa en las llamas de la
luna y hay una pasajera obscuridad. Luego, el cuerpo consumido rueda por los
rincones obscuros de la noche. Viento del otoño alegre ensaya un silbido agudo.
Los árboles le hacen reverencias. Afanosas, las arañas zurcen los vidrios rotos
de la casa abandonada, y continuos calofríos estremecen los hierbajos del
patio.
-Mala noche- dicen los grillos que cruzan por
entre los escombros.
-Mala noche- repiten los pájaros, que no
pueden conciliar el sueño con el loco vaivén de las ramas.
-¿Volverá?- preguntan los medrosos caracoles.
Bajo el de ortiga y malvaloca,
cruzan las ratas por vereditas que penetran a los cuartos vacíos. Las paredes
desconchadas, con grandes agujeros, evitan las revueltas inútiles. Las cabezotas
de los cardos, que se yerguen al frente de las puertas, vaciaron sus enjambres
en las piezas solitarias.
Cuando penetra una racha, bailan las
plumillas la danza del viento. Y la rata blanca, que anida en un escondrijo, se
desespera con los vilanos, porque son el abrigo de sus ratoncitos.
-¿A dónde vais
-chilla-, locos, más que locos?
-No lo sabemos,
señora. Preguntádselo al viento.
-¿Os dejáis
arrastrar por ese vagabundo?
-Hemos sido
hechos para él. El polvo y las hojas y las aspas de los molinos están
encargados de hacer visibles a las ráfagas que soplan vecinas a la tierra. Las
nubes y los vilanos denunciamos a los vientos altos, que sólo en nosotros
perciben los ojos.
-Extraña
ocupación.
-¿Pequeña os
parece? Hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles.
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