El año 1921
podría ser considerado un annus mirabilis en
la poesía peruana del siglo XX. Nacían Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson
y el poeta que es motivo de esta nota: Raúl Deustua. Pero a diferencia de sus
dos más famosos compatriotas, el devenir de Deustua, poéticamente hablando,
correría un destino muy diferente. Habiendo abandonado el Perú en 1949 para no
volver nunca más y como un ave migratoria, Deustua recorre Nueva York, Ginebra,
Viena y Roma, en un incansable vagabundeo que no le impide abandonar la
escritura. Sin embargo, su primera publicación, hoy célebre entre coleccionistas
y joya preciada de la poesía no solo peruana, sino del idioma todo, fue una
pequeña plaquette de tiraje exiguo titulada Arquitectura
del poema que data de 1955. De ahí, según alcanza mi información, sólo
hasta 1997 y bajo el título de Un mar
apenas y publicado por las ediciones de la Universidad Católica
del Perú, la poesía de Deustua fue reunida en un solo volumen que hasta ese
instante, se hallaba rigurosamente inédita. Esto posibilitó estar al alcance de
un público mayor. Es difícil hallar poemas de este autor singular: no figura en
ninguna de las antologías a nivel hispanoamericano relativamente recientes que
prodigan nombres y nombres bajo cualquier pretexto. Así, no es posible hallarlo
en los trabajos de Aldo Pellegrini, José Olivio Jiménez, Gustavo Cobo Borda,
Guillermo Sucre, Julio Ortega, Jorge Rodríguez Padrón o Miguel Angel Zapata.
Navegando por internet, averiguo que la edición del 97 está completamente
agotada y los poemas hallables en algún blog o sitio, son escasos.
Pero vamos por parte, ¿qué tiene la poesía de Deustua de especial, aparte
de la excentricidad de su dificultad para encontrarla?
Al menos para mí y tal como lo comentaba con mi amigo Marcelo Pellegrini,
lo que he podido leer de este notable poeta peruano me hace pensar, entre otras
cosas, acerca del modo en que nuestro idioma castellano asimiló durante el
siglo XX, la herencia vanguardista, sobre todo, la proveniente del surrealismo.
Ahora bien, entre nosotros, es decir, en la poesía chilena del siglo XX, ése es
un capitulo tal vez escabroso que, a veces, nos damos cierta prisa en
despachar: pensamos en Mandrágora y
su liquidación bajo los comentarios fieros de Lihn, Parra o Rojas. Pensamos en
poetas recónditos, perversamente oscurecidos por nuestros inadecuados hábitos
de lectura crítica y los admiramos pues no han tenido un posesionamiento público
de primer orden, viéndolos más como una comunidad excéntrica y maldita de cariz
contracultural que como una propuesta poéticamente valedera: Gustavo
Ossorio, Carlos de Rokha, Jorge Cáceres. Otros, desde la distancia, nos hacen
un guiño que nos trae a memoria y a nuestro presente la epopeya que significó
la vanguardia. Pienso, en este caso en Ludwig Zeller. O nos dejamos llevar por esas disquisiciones
críticas que en su prédica parroquial nos señalan que no hay que leerlos a
ellos mismos, sino como meros antecedentes de esa energía iconoclasta que tendría su acabamiento y superación lógicas en la antipoesía de
Nicanor Parra, comentario a estas alturas, en mi opinión, totalmente asimilado
a nuestro mainstream criollo.
Sea como sea, si vemos hacia Argentina o hacia Perú, por poner sólo un
par de ejemplos inmediatos, el asunto de la herencia del surrealismo es algo mucho
más complejo y diverso. Sólo por poner sobre el tapete a contemporáneos de
Deustua, es posible pensar en Westphalen, en Moro, en Adán, en Varela, en
Salazar Bondy, en los ya mencionados Sologuren y Eielson, entre tantos otros. O
en Argentina pensar no sólo en Pellegrini, sino también en Enrique Molina, el
grupo en torno a la revista Arturo y
tantos más.
Pero no se trata de ver en la poesía de Deustua un simple gesto epigonal.
Hay una búsqueda de un tono reflexivo que no se encabrita con la expresión
verbal, una singular concisión que no teme volverse cegadora y transparente con
el sentido de cada palabra, pero sin abandonar la elocuencia del encantamiento
fónico que va concatenando la frase. Pareciera ser que en Deustua, el poema es
el fin supremo de la condensación de la imagen, pero también de los sentidos
posibles con que las palabras se desnudan entre sí. Una poesía que ha hecho del
delirio sensual del surrealismo, un delirio de inteligencia candente, de
exploración subterránea de la experiencia primordial que asalta a todo ser
humano: la conciencia de finitud, la opacidad del onirismo fuera de todo
desquicio mental, la angustia constructiva en el poema de la vivencia temporal
y su desastre.
Leo en una breve nota encontrada al azar en internet que dice que se le puede
relacionar con Valéry, pero también con Roberto Juarroz y José Angel Valente.
Es probable que así sea. Por ahora, creo que lo que podemos hacer, es leer los
poemas que nos son accesibles y maravillarnos de un poeta como él.
ARQUITECTURA DEL POEMA
Mais sa
douceur aussi est mortelle.
La exacerbación
de los sentidos: una música infinita. Vivir en el rumor inaudible de la noche
como una serpiente de mar que muerde las estrellas.
Destruir a Dios
y devolverlo a su raíz primera, al árbol sin frutos, pleno de amor y
desolación. Si se pudiese defender la muerte como se defiende un paisaje húmedo
y fértil, una sombra que vibra entre los dedos y nos hace un daño múltiple.
¡Estoy de pie en esta selva de cielos y metales! Todo árbol es la sombra de un
lejano pastor, un inmenso oleaje que rompe los días, nuestro tránsito de sueño
a sueño, a cada instante.
Soy, Dios,
primer Dios, tu dedo vacilante sobre el seno de un niño que juega con el polvo
de tu nombre. ¡Cuántas leyes has devuelto al polvo!
Trato de llegar
como un eco, sin rodear la larga playa sembrada de caracoles y medusas, de
heladas corrientes bajo las constelaciones del Sur y los desiertos. La playa se
elevaba contra el tiempo y éramos una infinita brisa de ojos mutilados y
veraces, un súbito asombro en las mañanas de helechos y senderos. Hay ahora una
pequeña humillación del tiempo. Estoy en el fondo de una caverna que se abre al
sueño y a los dedos íntimos, severos, de la risa.
Devolver a Dios
a los caminos, enseñarle las casas destruidas en la sombra de los cactus,
ponerle en la frente su nombre de justicia y darle el pan de cada hombre como
su gesto más rotundo.
Dios lo verá
desde su altura pequeñísima. Verá a ese hombre de rostro desvelado, su hambre
de puntillas y el sabor acre de las hierbas. Y estaremos descubriendo una voz
que disemina el viento del verano, un eco polvoroso de la sombra calcinada de
Dios, con su levante de palomas amargas y terribles. En el desierto se oirá la
voz, el perro que guarda el horizonte y lo lleva entre las fábricas de pesadas
arquerías.
Miro atrás y veo
un mar sombrío, un llano que devora la infancia de los sauces, de los robles.
He de guardar silencio y mirar al templo que se derrumba en las playas, en la
arena metálica de Dios y su sentido.
¡La atroz
lucidez de tu nombre, tu exactitud apuntando a mi recelo de fiera tambaleante!
¡Ah, la embriaguez, la taciturna embriaguez de la noche, de mis noches!
Me detengo a
decir, una vez más que sólo resta determinar mi principio y mi fin, y mi sombra
entre los muros. Me pongo de cara al resto de la noche y sobre su hombro veo
surgir la luz como una lanza que penetra hasta el silencio.
El sabor del
estío y las piedras que llamaba en mi socorro… Nos queda hoy el movimiento de
las dunas, la faz del poema en el desierto, y respiramos el amargo liquen que
alimenta una serena reserva de crustáceos.
(Estoy de pie en
plena lucidez, como un fantasma de vértigo, de altura prodigiosa que abate los
troncos más recios, la muralla relumbrante del sol y de la luna y sus vedados
templos de arena junto al mar.)
Escuchaba las
olas en esas tardes sin límite. Veía, sí, veía mi sombra agigantarse y hacerse
el mar mismo como una cáscara de luz. Era mi infancia y el mar que lavaba mi
pereza de siglos, mi descarnada voluntad, y veía desfilar un ave y otra que
cejaban en su empeño frente al sol.
Estar junto al
mar como una piedra azogada, vertical, rota y tambaleante, lleno de la plenitud
del misterio, pero listo a la huida como un monje más o una trunca columna de
cenizas y restos de papeles violáceos y turbios.
Esta es la
verdadera razón que guía a las aves matinales, el instinto roído por la lluvia,
por la reseca arena que desprende el cielo. Quisiera devolver mis años a su
pureza integral, cederlos al tiempo mismo del recuerdo. La desolación tardía no
me salva, ni la congoja me arrebata más allá de toda muerte.
Y repito al
tiempo, al resplandor de las hogueras, a los duros jinetes que incendian las
cosechas, les repito tu llamado, tu reconocimiento del trigo y las arenas. Y me
pregunto: ¿adónde me llevas que no pueda contemplar esta dulce gangrena de las
rocas y los pólipos, estas resacas y mareas que inventas, como yo, cuando el
alba se transforma en viento y sol y rostros y más rostros, en sombrías
latitudes que despojan tu nombre y lo devuelven a los astros?
(Subsiste una
ciudad aferrada a duras rocas, y el mar la golpea con sus láminas de cobre, con
sus antiguos guerreros devoradores de islas y sirenas.)
¡Arquitectura
del poema! Lenguas sonoras y cargadas de blancos metales que devora un año
desprovisto de nieves y de lluvias. ¡Embriaguez de la noche, su luz sobre mi
mesa, embriaguez de este canto que viene rodando desde el tiempo!
¡Arquitectura
del único poema… de la voz que permanece y no se entrega!
Hay trozos de
columnas lavadas por la lluvia, como una esfera recortada, como una moneda
pesada y antiquísima, como la tierra nueva restableciendo el orden de las
cosas, la perenne geometría de las formas y del mar. ¡Vuelvo al mar siempre en
un impulso de cerrados horizontes!
Nada existe ya.
Un desierto sin arenas y sin rocas, un páramo detenido en un silencio espeso y
árido, un espejo de imágenes vacías, devoradas por una ausencia dolorosa y rota
a trechos por tu nombre oculto, virgen, tu nombre que se posa y nos destruye en
un amor inmenso de mares y aldeas. ¡Estoy solo en esta piedra de tu iglesia!
¡Resta un helado viento sobre el mar!
1955.
Años de luz
El hombre ha
vuelto a su morada,
estamos solos y
nos corroe el tiempo,
dos sílabas
apenas y el silencio.
Pienso en un
prisma, allí la vida acecha
el color y la
sombra, la ventana
abierta al mar,
columna que en sí misma
goza en su
vertical caída.
Pienso
en el mortero
secular, moléculas
de luz que suben
por las venas, ojos
que ya los
párpados no cierran.
A veces una gota
que resbala
por el muro, y
la mano mueve
el pesado
ladrillo, el árbol solo
que dilata la
muerte ya bastante lenta.
Pienso en la
inmemorial rutina, en labios
que están
ardiendo, zarzas y más zarzas
donde el hombre
es el hielo que devora
su permanencia
mineral, su voz
traspasada de
pájaros herméticos.
Y cuando llega
el tiempo los roídos
molares del
silencio nos trituran:
queda la cáscara
del sueño, leves
pisadas que el
arqueólogo descubre,
años de luz
inútilmente ardida.
La
voz interrumpida
Hemos vivido
hiriendo, manos
que duermen un
instante,
que instan o
tocan o transforman, sueñan
o son el sueño
de la piel, la pálida
resonancia de un
nombre, un nexo oscuro,
el revés mismo
de la vida, venas
que llevan hielo
al corazón del hombre.
La mano del amor
tocaba el rostro,
una espiral de
voces
rodeaba nuestra
voces y vencía
en el destierro
de la noche.
Un pájaro
brutal y
silencioso revelaba
la pausada
unidad de nuestra herida.
Subíamos colinas
donde ardía
la lámina del
río, tenue el polvo
en los ojos,
memoria de otros hombres
y otros rostros,
lenguaje de las aves.
Pero he vivido
hiriendo, herido, muerte
frustrada entre
los árboles del sueño,
la columna de
amor que se levanta
y dice sólo
nada, sólo el eco
de tu risa.
¿Recuerdas mis palabras,
mi voz
deshilachada en tu memoria,
mi abyecta
muerte cotidiana, viva
entre los vivos,
entre piedras
arrancadas al
tedio y al hastío?
¿Y si marchara
hacia tu muerte
con mis huesos libres
ya de pena? ¿Si
fueras tú mi guía
entre mis libros
y mi llanto, blanco
papel donde
escribiera tu memoria
y hablara
simplemente de tus manos?
Estaba buscando algo sobre el poeta Deustua y encontré tu comentario, te felicito porque me iluminó.
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