Por su
influencia en los más diversos poetas de los cinco continentes, por su breve
pero concisa obra, por su peculiar personae
no libre de contradicciones, pero sugestivo a fin de cuentas, por todo eso y
otras razones varias, el poeta anglosajón
Thomas Stearns Eliot (1888-1965) es sin duda uno de los más relevantes del
siglo XX. Aquella relevancia está
otorgada, sin duda, por lo primordial de su quintaesenciada obra poética que
descansa en la genialidad de sus grandes poemas The Waste Land y Four
Quartets, pero no en menor medida
también, por la vasta obra crítica y ensayística que desarrolló desde el inicio
mismo de su carrera literaria.
No es fácil hallar en el universo poético contemporáneo –salvo, tal vez
en Paul Valéry o probablemente en Ezra Pound o en Eugenio Montale- a un poeta
que de modo tan intenso y personal haya aunado el talento creativo con el
talante crítico de manera tal que no sólo respondiera a su propia exploración
autoaclaratoria, sino que abriera fértiles senderos reflexivos para propiciar,
apoyar, avalar y hasta contradecir los caminos críticos y poéticos de multitud
de autores de tradiciones culturales diversas y nacionalidades distintas. Eso
no deja de ser llamativo, sobre todo cuando desde hace no poco tiempo, se ha
venido hablando de la crisis o fracaso de la crítica literaria, según lo cual
toda posibilidad de conocimiento y toda posibilidad de interpretación es, al
menos, puesta en entredicho. Sin ser para nada original en mi opinión, creo que
la herencia eliotiana aún puede decirnos y orientarnos bastante para intentar
repensar una serie de asuntos que nos podrían permitir abrigar una esperanza de
intelección acerca de un puñado de problemas que siempre han sido vistos como
irresueltos o que, lisa y llanamente, desembocan en mudas aporías.
La figura –y obra- de Eliot en este contexto que acabo de describir,
cobra una llamativa actualidad, dada fundamentalmente por algo difícil de
lograr, pero que este poeta se empecina en encarnar una y otra vez: la
capacidad para integrar los logros más destacados de la modernidad poética al
interior de un equilibrado, pero no menos tenso diseño conciliatorio entre
tradición e invención que no abjura de efectuar esas preguntas quisquillosas,
pero complejas que ninguna reflexión poética debiese rehuir. Como acertadamente
indica en Función de la poesía y función
de la crítica, esas preguntas que el crítico de poesía debe hacerse una y
otra vez son ¿qué es la poesía? y ¿es éste un buen poema? En la medida que las
respuestas que se otorgan a estas interrogantes, sean fértiles en su
declaración, no carentes de contradicciones, pero firmes en su argumentación y
con la capacidad para establecer vínculos con otras áreas, tradiciones y logros
estéticos, es que son preguntas que marcan con su profundidad de planteamiento,
la necesidad irrenunciable de ser asumidas sin ningún tipo de reserva o miedo.
Eliot, sin duda, ve en este tipo de preguntas una pretensión reflexiva que no
disimula, como asimismo, ve la perentoria apelación a una tradición humanista
que se dirige hacia una axiología de raigambre ontológica a la cual siempre hay
que actualizar y no tirar por la borda. Sin duda que el Eliot enraizado en el modernism y que escribió The Waste Land y los ensayos de The Sacred Wood tomaba una distancia y
hasta una resistencia a todo exceso de teorización que pretendiese sustituir la
realidad por una entelequia totalizante regida por categorías analíticas. Pero
también es cierto que ese Eliot rehuía lo contrario, es decir, si en su genial
poema de 1922 la lógica del fragmento y la yuxtaposición son la articulación
fundamental de su escritura poética, ello no es tanto por un afán de ludismo
despreocupado o humorístico que pueda apelar a una genealogía dadaísta, sino
por algo primordial: la dolorosa y traumática experiencia personal y social de
los años 20 que sobrevivió a la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. Sólo
basta pensar en el final de The Waste
Land donde la interrogación por el sentido y la trascendencia son
fundamentales.
En ese sentido y desde ahí, los textos críticos de Eliot siempre van a
requerir la provisionalidad del juicio por la inherente complejidad del mundo y
la relativa opacidad que opone a la razón. Por ello hay que comprender a esos
textos cuando toman distancia tanto de las pretensiones totales de construcción
mental y social que poseen la idea de aclararlo todo y hacer asequible el poema
a un entendimiento constatable, como de ese otro extremo que hace de una
crítica disolvente del sentido, su virtual y eficaz portavoz para sustituir la realidad
o la experiencia a cambio de una singular voluntad de juego o poder –que a
veces son lo mismo- por medio de una fascinante y envolvente retórica. Eliot
irá paso a paso elaborando su pensamiento que incluye y reafirma un rol
preponderante a la tradición, ya no sólo literaria, sino también cultural y
espiritual. Sin duda, una de sus más famosas y relevantes opiniones críticas
aparece en el ensayo “Tradición y talento individual” donde hallamos una
vigorosa y singular reacción contra el pensamiento de raíz romántica que nos
muestra al poeta como un ser especial y único, capaz de conseguir y consignar
la originalidad como un valor insustituible y que se vuelve sino eje rector, sí
primordial para ciertas concepciones modernas de la valoración literaria. Para
Eliot sin embargo, el verdadero artista de genio es aquel que de mejor manera
asimila la tradición, única posibilidad de crear la genuina obra de arte. En
ese mismo ensayo, Eliot añade algo que resulta interesante y que nos trae
sugerentes resonancias: el artista y el hombre que sufre son dos realidades
distintas en la misma persona, y es la apertura a la tradición mediante la
lectura atenta y el trabajo, lo que puede provocar que ese artista de genio
transmute los materiales artísticos y personales allegados en un todo único y
nuevo, cuyo valor radicará en la medida en que las obras valiosas del pasado se
afirmen con mayor vigor.
En The Sacred Wood, el libro que incluyó originalmente
“Tradición y talento individual”, incluye asimismo una serie de ensayos sobre
obras que han configurado la tradición literaria inglesa y europea, como
Hamlet, y la Divina
comedia, respectivamente. A través de la lectura de aquellos ensayos, vemos
la defensa que Eliot lleva a cabo de los problemas críticos importantes al
señalar que éstos no poseen una solución local o esteticista en exclusiva, sino
también son necesarios de plantear desde una panorámica más vasta que implica
la necesidad de constituir un canon literario que, a su vez, se transforme en
una apoyatura vital e inteligente tanto de la actividad literaria, creativa y
crítica como de la actividad simplemente lectora.
El gesto de Eliot, apunta a un canon universal de grandes libros, como a
su vez, al establecimiento de criterios lectores para discernir las cualidades requeridas
respecto de los clásicos, las obras de mérito y aún de los así llamados
“escritores menores”, apoyándose en instancias culturales e históricas que
develan la vieja tradición humanista de raigambre latino-cristiana. Pero ese
gesto eliotiano no se agota en sí mismo ni se limita a su propia inmanencia: es
posible verlo como una sugestiva premonición de lo que posteriormente críticos
como Harold Bloom y George Steiner plantearán en libros tan sugerentes,
singulares y polémicos como La angustia
de las influencias, El Canon occidental, Presencias reales y Gramáticas de la
creación. Sin embargo, aún apreciando e indagando las fuentes culturales y
espirituales de la poesía, para Eliot, ésta no sustituye a la vida, ni se
convierte en su principio rector –cosa distinta a manifestar que es un valioso
e insustituible principio orientador-
como a su vez, tampoco habría que ver en ella la expresión de una totalidad, ni
tampoco como reemplazante de una función religiosa o de mera consolación
compensatoria ante la angustia metafísica. Pareciera que en sus ensayos
críticos, Eliot intentara una y otra vez delimitar con justeza aquellas
pretensiones –legítimas por cierto- en pos de aspirar a circunscribir de alguna
forma la peculiaridad de la poesía como también el afán de situarla en un
diseño cultural más abarcador, donde lo humano debe ser entendido respecto a
sus diversas esferas de experiencia y acción. De esa forma es posible entender
que los textos críticos de Eliot son propuestas poseedoras de una densidad estética
y cultural que son abordadas como un modo experiencial de entender aquella
misma densidad y no como mera teoría en abstracto y, por supuesto, avaladas por
el gusto, la sensibilidad y carentes de la ilusión de atribuirse en su
ejercicio cognitivo, la comprensión total del objeto que aborda o lee. Esto
conlleva algo que muchas veces pasamos de largo: la capacidad de estos textos
críticos de apelar ciertamente al sentido poético que le propone al lector, sin
la necesidad de pedir ni menos exigir lealtades perentorias. Como pocas, la
crítica literaria de Eliot deja un amplio margen al disenso.
A fin de cuentas, pareciera ser que Eliot se disgusta constantemente con
los afanes de definición total o de fórmulas acabadas que explicitasen el poema
o dieran su razón de ser. Pero ese disgusto, si bien signo epocal de un tiempo
que ha padecido la destrucción de la razón como soporte configurador, no se
halla en la estela de un Nietzsche, por ejemplo, sino como la constatación de
reconocer la imperfección del conocer humano, imperfección que, de todas
formas, no inmoviliza el anhelo de aproximarse a la posibilidad del sentido,
sentido que en la poética de Eliot es memoria, conciencia del tiempo y
meditación asombrada ante el misterio. Así, puede observarse en su ensayo
“Goethe como sabio” cómo nuestro poeta se da a la empresa de indagar y
auscultar el significado de la palabra “sabiduría” y donde siente la necesidad
de pensarla como una noción que engloba elementos literarios, culturales,
filosóficos y religiosos que hicieron del poeta alemán, una de sus mejores
encarnaciones. Lo que aquí se advierte es una búsqueda, no tanto para explorar
un territorio desconocido, sino más bien para constatar posibilidades de
intelección y arraigo. Esa búsqueda posee sus exigencias y una de ellas es la
necesidad de entenderla como un afán intersubjetivo. Como señala en Función
de la poesía y función de la crítica:
El crítico, es de suponer
que si ha de justificar su existencia, debería esforzarse por disciplinar sus
prejuicios personales y manías –taras a las que todos estamos sujetos- y
componer sus diferencias con las de tantos colegas como sea posible, en la
búsqueda común del juicio verdadero.
Una afirmación como ésta no supone tanto un distanciamiento irónico, ni
menos un guiño hacia lo políticamente correcto. Para nada: son interesantes
premoniciones de diversos hallazgos que la crítica literaria del siglo XX
efectuó respecto de sí misma y que Eliot otorga en la peculiaridad de su pasión
discursiva como un correlato arraigado desde la experiencia lectora. Esa misma
experiencia es fundamental, pues se halla en el corazón mismo de todo afán de
comprensión e interpretación y aún de recepción. Como un clarín que anuncia las
futuras ideas de un Jauss o un Iser, Eliot indica una serie de observaciones
que aún nos son necesarias para vérnoslas con ese ejercicio superior de la
imaginación y la inteligencia que llamamos “lectura”. En su ensayo “La música
de la poesía”, leemos lo siguiente:
El primer peligro es el
de asumir que debe haber sólo una interpretación del poema como un todo, que
debe ser verdadera. Habrá detalles de explicación, especialmente con poemas
escritos en otra época que la nuestra, cuestiones de hecho, alusiones
históricas, el significado de ciertas palabras en un cierto momento, que pueden
ser establecidos, y el profesor puede ver que sus alumnos entiendan estas
cosas. Pero por lo que toca al significado del poema como un todo, no se agota
por una explicación, porque el significado es lo que el poema significa a diferentes
lectores sensibles...
Por otro lado, en el ensayo sobre el dramaturgo isabelino Philip
Massinger, escrito en 1920, es posible hallar in nuce, la descripción de aquella noción capital de la teoría
literaria contemporánea: la intertextualidad. Aquel concepto que ha hecho
fortuna de la mano de Todorov, Kristeva, Genette y tantos otros, es un
concepto que Eliot deja entrever desde la praxis misma del ejercicio lector:
Los poetas inmaduros
imitan, los poetas maduros roban, los malos poetas desfiguran lo que toman, y
los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo diferente. El
buen poeta integra su robo en un todo de sentimiento que es único, patentemente
distinto de aquello de lo que fue arrancado; el mal poeta lo estampa en algo
que no tiene cohesión. Un buen poeta tomará prestado generalmente de autores
lejanos en el tiempo, o extranjeros en la lengua, o de intereses diversos.
Vemos una y otra vez a un poeta sagaz, un poeta atento a las fidelidades
primordiales de su sensibilidad imaginativa y que identifica a ésta con su
escritura poética. Eso le permite permeabilizar de modo adecuado cualquier
arranque teórico que ponga en riesgo la constitución misma de aquella
sensibilidad, siendo muy cuidadoso de quedar enclaustrado en nociones preconcebidas
o en dogmas críticos carentes de fundamento pragmático. De esa manera, Eliot no
se aparta de su experiencia personal como lector y creador. Y ésta reaparece sintomáticamente una y otra
vez para poder ser comunicada al lector, como cuando, por ejemplo, reflexiona
acerca de la imagen poética. Como señala al respecto de modo especial sin que
pueda atribuírsele ningún psicologismo huero o estrecho, sus observaciones
siguen teniendo una estimulante vigencia:
Sólo una parte de la
imaginería de un autor procede de sus lecturas. ¿Por qué, para todos nosotros,
a partir de lo que hemos escuchado, visto, sentido, durante nuestra vida,
ciertas imágenes recurren, cargadas con emoción, más que otras? Tales recuerdos
pueden tener un valor simbólico, pero no lo podemos determinar, porque vienen a
representar las honduras de sentimiento a las que no somos capaces de
asomarnos.
Todas estas características que podemos apreciar sobre los textos
críticos de Eliot, -su apuesta por la belleza expositiva, la comunicación, la
sorpresa, la intuición y el valor literario- dejan para el final, algo que uno
de sus mejores traductores y apologetas en el mundo de nuestro idioma, ha
efectuado de modo insuperable. Refiriéndose a esa particularidad de estilo que
estos textos poseen como algo
fundamental, el poeta español Jaime Gil de Biedma indica lo que, al fin de
cuentas, nos vuelve a Eliot imprescindible:
Eliot es un gran poeta y
un gran escritor, su prosa la precisión misma: toda palabra cuenta. Y tras la
palabra escrita se transparenta siempre, dándole viveza, la palabra hablada, el
modo de entonar y acentuar, el tono ligeramente más bajo que en el diálogo se
marca uno de esos incisos, tan frecuentes en esta prosa escrupulosa, que
parecen reflejar los rodeos del pensamiento hasta llegar a la formulación
exacta, una vez hechas todas las salvedades y habida cuenta de cada posible
excepción.
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