domingo, 30 de octubre de 2016

La conversión de Naphta


para Diego, Rodrigo, los dos Ignacios y Jorge

En una carta enviada desde París y fechada el 16 de septiembre de 1907, el poeta Rainer María Rilke escribía a su esposa Clara Westhoff: “(…) en todas las cosas estoy en situación de espera, de aquella imprevisión en que nos aventaja el ave de Kierkegaard, la tarea diaria hecha a ciegas, sumisamente, con enorme paciencia y con la divisa: obstacle qui excite l`ardeur”. Ese mismo año y venciendo sus propios abismos interiores, Rilke se entregaba a la escritura de Los Nuevos Poemas. Mediante la lectura del pensador danés y de la visita casi diaria a la exposición retrospectiva de la obra de Paul Cezanne, recobraría su esquiva serenidad emocional y podría sacar en claro su propia ética de trabajo artístico que denominará, emulando al pintor francés, como réalisation. Desperdigada en cartas, fragmentos y textos análogos, la pasión de Rilke por Kierkegaard es tal vez una de las más reveladoras de su proceso espiritual, comparable a su encuentro con Tolstoi o Rodin y su lectura algo tardía de Hölderlin.
Unos años antes, hacia 1901, Miguel de Unamuno le escribía a Leopoldo Alas “Clarín” el rompedero de cabeza que le significaba aprender un idioma como el danés, ¿la razón? Leer en el original a esa “ave del norte” llamada Kierkegaard. En la estela de Ganivet, el pensador vasco se veía en la necesidad de buscar una alternativa intelectual ante el naufragio del “krausismo” y de la decadencia del liberalismo español. Y en el apremio de no romper con el cristianismo, el pensador danés sería decisivo para fermentar el germen reflexivo del libro capital de Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida que vería la luz en 1912. Asimismo es muy probable que a través del estímulo de Unamuno un joven Antonio Machado que acaba de publicar Soledades (1903) y que es visto con admiración por Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, se entregue a la lectura del autor de Temor y temblor y que bajo su influjo –que no el único, por supuesto- vaya depurando cada vez más su estilo poético hasta llegar a ese tono adusto y casi trágico que recorre buena parte de los poemas de Campos de Castilla.
Rilke, Unamuno y Machado, unidos bajo la égida de Kierkegaard, marcan una época, una sensibilidad, una búsqueda intelectual teñida de exigencia, renuncia y responsabilidad. Actitud y ejemplo que no se encuentran tan alejados, en todo caso, de otros lectores privilegiados del autor de Copenhague. En varios pasajes de las cartas a su esposa Alma Schindler, el compositor Gustav Mahler cita y parafrasea entre Kant, Goethe y Schopenhauer la obra del danés y no duda en recomendarla vivamente a sus amistades. Pero sin duda es en el mundo del pensamiento donde la lectura de Kierkegaard será más que fecunda, será un hito primordial que marcará la vida y la reflexión de un puñado genial de filósofos: Martin Heidegger, Gabriel Marcel, Karl Jaspers, el joven Theodor Adorno, Ludwig Wittgenstein y Georg Lukács. Todos ellos entre varios otros, se verán influenciados decisivamente en su pensar por la obra de este autor, obra que a principios del siglo XX estaba recién comenzando a ser traducida, primero al alemán y luego al francés. Si existiera un hilo conductor para unir la obra y pensamiento de autores tan disímiles como los recién enumerados, sorprendería que se mencionase a Kierkegaard: su influjo sobrevuela, casi escondido, la configuración intelectual y espiritual de todos esos poetas, artistas y filósofos.
Así, en un mundo cultural a punto de ser destruido por el estallido de la Primera Guerra Mundial y donde, poco a poco, la autocomplacencia burguesa de la Belle Epoque se encontraba en crisis, la recepción de Kierkegaard –junto a la lectura de la filosofía de Nietzsche, las novelas de Dostoievski y Tolstoi, el teatro de Strindberg, Chejov y Maeterlinck como el entusiasmo por la poesía de Rilke, George, Hofmannsthal o Blok- era más que un mero símbolo del cambio de época o de transformación de la sensibilidad en un nuevo estadio histórico, era, qué duda cabe, un descubrimiento para instalar en una época de decadence, un imperativo categórico de responsabilidad ética que, a diferencia del espíritu kantiano, se fundamentara en la peculiaridad existencial de lo humano, en la mismidad subjetiva del individuo para hacer frente a esas generalizaciones abstractas que se cernían en el mundo bajo los rótulos de progreso, humanidad, ciencia y optimismo y que, políticamente, se aliaban a nociones como patria y estado. El fino análisis de esta “situación” de las cosas, llevada a cabo por sensibilidades tan distintas como Unamuno, Marx, Bergson, Simmel y Weber, apuntaba al parecer hacia un diagnóstico más o menos común: el fracaso del proyecto ilustrado que no había logrado la emancipación espiritual del ser humano tras los movimientos revolucionarios del siglo XIX y que había devenido una siniestra y asfixiante razón instrumental que había devorado los resabios de idealidad existentes, reduciéndolos a meros formalismos burocratizados tras el espejismo del progreso científico y el desarrollo del capital.
En este enrarecido telón de fondo, no es difícil intuir el influjo que tuvo sobre la formación intelectual y vital del joven Georg Lukács, la figura y obra de Kierkegaard. El pensador húngaro imbuido de sus propias y ardientes preocupaciones estéticas y éticas, había salido de Budapest en 1906 hacia Berlín, atraído por la legendaria presencia del filósofo y sociólogo Georg Simmel del cual Lukacs fue afanoso discípulo en el célebre Seminario Privado que dirigía en la capital alemana, pero también con el afán de cultivar su sensibilidad estética: amante del teatro y la poesía, el joven Lukacs, como miembro de la gentry judía ennoblecida por el estado burgués austriaco tenía al igual que el joven Hofmannsthal, el mismo conflicto respecto de sus progenitores: la desazón hacia el materialismo desmedido que fijaba en toda acción humana un precio y, en ese sentido, la feroz crítica a la sociedad burguesa-capitalista que pronto iban a articular por distintas vías o caminos, provenía en lo fundamental de un esteticismo que ponía en entredicho los valores burgueses de orden, familia, patrimonio y “carrera profesional”, pero paradójicamente, siempre avalados por sus orígenes que veían en aquella actitud una fuente de prestigio social para sus vástagos. Esta tensión entre sensibilidad estética e imperativos kierkegardanos como “autenticidad” y “compromiso” muy pronto se resolvería de un modo trágico que, con su consecuencias, marcaría buena parta del siglo XX.
Hacia 1910, a los veinticinco años, Lukács había publicado una serie de libros que le habían valido el reconocimiento de buena parte de la intelectualidad húngara y alemana y que se vería coronada con la verdadera admiración que provocaría la publicación de uno de sus libros decisivos: la recopilación de ensayos titulado El alma y las formas, que apareció en una segunda edición al alemán en 1911. Uno de los ensayos de ese libro se titula “La forma de vida burguesa y el arte por el arte”, que es una meditación sobre Theodor Storm –novelista y poeta hoy casi olvidado, pero que en el tercer cuarto del siglo XIX fue, junto con Eduard Morike y Theodor Fontane, uno de los más importantes escritores de Alemania- y donde se plantea desde su título una paradoja sugestiva -la contraposición entre un estilo de vida “burgués” y la necesidad de una vida entregada al “arte”- que se resuelve mediante una formulación que se convirtió en un motivo recurrente al interior del pesimismo cultural de la época. En su periodo emergente, dice Lukács, la vida burguesa y la cultura se confundían bajo la forma de un llamado:

Una profesión burguesa como forma de vida significa, en primer lugar, la primacía de la ética en la vida: la vida dominada por algo que recurre sistemática y regularmente, algo que sucede una y otra vez obedeciendo a una ley.. Su más profunda consecuencia, tal vez, es que tal dedicación puede vencer la soledad egoísta.

Pero en una época de disolución, herida de muerte por la razón instrumental del positivismo, la comunidad se disuelve, el artista vive a una distancia del mundo cotidiano de la burguesía, mientras que el artesano encuentra su sentido únicamente en la práctica de su vocación, del deber, como un fin en sí mismo. En ese ensayo Lukács daba expresión, a través de la estética, a lo que Weber mismo había presentido en las melancólicas últimas páginas de La ética protestante medio docena de años antes, la abrumadora imagen de la “petrificación mecanizada” del ascetismo mundano, y a lo que Thomas Mann había pintado en su gran novela publicada después del cambio de siglo, Buddenbrooks acerca del ciclo de cuatro generaciones de una familia burguesa mercantil que termina en una desintegración que el esfuerzo del último hijo, Hanno, con una vida entregada al arte, no logrará impedir. Esta tensión entre la “forma” y la “vida” era el centro de la estética de Lukács. No se podía establecer una “forma” en la vida, porque la vida, caótica y enajenada, carecía de centro; sin embargo la forma seguía existiendo en el arte, y la cuestión para Lukács era si la forma artística podía superar la vida enajenada que estaba disolviendo la cultura. El alma y las formas como sucede con todo escrito apasionado de un hombre joven, tiene sus dimensiones autobiográficas y el verdadero héroe del libro (como lo ha observado André Arato y Paul Breines) es Soren Kierkegaard. Ampliamente desatendido después de su muerte, excepto por un largo estudio del crítico danés Georg Brandes, de 1877, Kierkegaard adquirió una rápida celebridad en Alemania antes de la Primera Guerra Mundial debido a las traducciones de sus obras publicadas entre 1909 y 1914. Lukács fue uno de los primeros que exploraron su pensamiento. El ensayo sobre Kierkegaard se titula, significativamente, “El hundimiento de la forma frente a la vida” y lleva este subtítulo: “Soren Kierkegaard y Regine Olson”. El ensayo se ocupa menos de cualquiera de los argumentos teológicos de Kierkegaard que de su renuncia a Regine Olson como paso necesario para convertirse en una especie de héroe ascético y así emprender la búsqueda absoluta de la vida absoluta: “El mundo de la comunión humana, el mundo ético cuya forma típica es el matrimonio, se levanta entre los dos mundos en el alma de Kierkegaard: el mundo de pura poesía y el mundo de pura fe”. Su gesto de renuncia fue “un camino hacia el gran amor, el único amor absoluto, el amor de Dios”. Kierkegaard, escribe Lukács, “construyó toda su vida sobre un gesto”. Su “heroísmo fue que quiso construir formas a partir de la vida. Su honestidad fue que vio una encrucijada y avanzó hasta el fin del camino que había escogido. Su tragedia fue que quiso vivir lo que no puede vivirse”. Escritas en 1909, estas palabras se convertirían en un gesto diez años después y esa afirmación misma puede servir como epitafio de la propia vida de Lukács.
De 1912 a 1915 Lukács arraigado como estudiante universitario en la ciudad de Heidelberg fue miembro del círculo de Max Weber, en las que la presencia del célebre sociólogo dominaba la escena, aunque, como escribió su esposa, “sólo unos pocos de los huéspedes, como Gundolf o Lukács, eran capaces de expresar sus ideas lo bastante bien como para convertirse en puntos de interés independientes”. Weber se interesó profundamente en los trabajos de estética de Lukács, pero le sedujo sobre todo un relato que Lukács escribió en 1912, De la pobreza del espíritu, un pequeño, pero penetrante ensayo escrito a modo de relato confesional donde es posible hallar los reproches que se hace un hombre joven después del suicidio de una muchacha a la que había amado y que constituye un relato autobiográfico apenas velado de la relación que el propio Lukacs mantuvo con Irma Seidler. El meollo del ensayo es la idea de “bondad” que, como la idea de carisma de Weber, significa “haber recibido por gracia el poder de abrirse paso entre las formas”. Un tono dostoyevskiano corre a lo largo del relato. Como en las Memorias del subsuelo, hay una mofa del comportamiento “orientado a una meta”, “responsable” o “útil” -en una palabra, burgués:

¿Qué le importan a la bondad las consecuencias?. . . La bondad es tan sin uso como sin razón... la bondad es divina, metapsicológica. Cuando la bondad aparece en nosotros, el paraíso se ha vuelto realidad y la divinidad ha despertado en nosotros... ¿Te acuerdas de Sonya, del príncipe Myshkin, de Alexei Karamázof en Dostoyevski? Me preguntaste si hay algún hombre bueno; aquí los tienes.

El relato revela, más que la mayoría de los escritos de Lukács, las dos almas que había en su pecho: una que buscaba encontrarse entre los pocos elegidos que pueden prepararse para la “bondad” -liberarse de su “determinación psicológica” (es decir de su propio pasado burgués), alcanzar la “necesidad metapsíquica”, el “giro del estado empírico a la vida auténtica” donde los “hombres buenos” son los “gnósticos de la acción”; otra que buscaba la noción formal de la obligación ética, el encuentro con el propio daemon, la aceptación de la idea de deber, y el ser “poseído” por la propia obra, que es la verdadera virtud. Así es como Marianne Weber recuerda y resume aquellos días y aquellos estados de ánimo, al escribir una década más tarde, a raíz de la muerte de su esposo:

Para Lukács el esplendor de la cultura interior al mundo, particularmente su lado ético, significaba el Anticristo, la competencia “luciferina” contra la efectividad de Dios. Pero tenía que haber un pleno desarrollo de ese reino, porque no tenía que facilitarse la elección individual entre él y el reino trascendente. La lucha final entre Dios y Lucifer está aún por venir y depende de la decisión de la humanidad. La meta última es la salvación del mundo, y no, como para Stefan George y su círculo, el cumplimiento en él.

Lukács esperaba establecerse en la tranquila paz académica de Heidelberg, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914 dio por tierra cualquier plan realizable. En medio del desastre y tratando de comprenderlo del mejor modo posible, Lukacs se dio a la tarea entre 1914 y 1915 de escribir la Teoría de la novela que es, sin duda, uno de sus libros más relevantes y donde aborda de modo intenso las mismas obsesiones de años anteriores, pero esta vez concentrándose en la novela como genero privilegiado de su reflexiones. Teoría de la novela es tal vez el más concentrado y desolador de sus escritos que toma el discurrir de la novela como pretexto para un análisis cultural implacable. Ese análisis es un desapasionado alegato por una vida “otra”, una remembranza por un pasado irrecuperable y a la vez conciencia de una pérdida para con nuestra manera de entender lo que somos en una comunidad destruida por el odio y la ferocidad de lo histórico. A lo largo de este libro va brotando un pesimismo cultural de la mano de una crítica al estado de cosas de la civilización occidental bajo cuyo manto se advierte la sombra de Kierkeggard. En este libro Lukács declara que “la novela es la forma de la época de la absoluta pecaminosidad, como dijo Fichte, y habrá de seguir siendo la forma dominante mientras el mundo siga bajo la misma estrella”. Sólo en Dostoyevski, proclama Lukács, se ve una vislumbre de un nuevo mundo, captada por un escritor tan grande tal vez como Homero o Dante. “Será la tarea de la interpretación histórica-filosófica decidir si estamos a punto de salir de la época de la pecaminosidad absoluta”, o si esas esperanzas serán aplastadas “por el poder estéril de lo existente”.
El 1915 Lukács regresa a Budapest y alrededor de él y de su amigo Bela Balazs se reúne los domingos por la tarde un pequeño grupo para participar en discusiones organizadas sobre el patrón del círculo de Weber. Entre los miembros más jóvenes se cuentan Karl Mannheim, Arnold Hauser, Frederick Antal y Michael Polanyi, hombres que se harán famosos en el mundo anglonorteamericano: junto a ellos asistía también un grupo de intelectuales húngaros de más edad y hoy menos conocidos. El tema de discusión era escogido siempre por Lukács y se centraba invariablemente en torno de algún problema ético sugerido por los escritos de Dostoyevski y de Kierkegaard. De política y de problemas sociales, según recordó más tarde Arnold Hauser, no se discutía nunca. Además el grupo estableció una “escuela libre” en 1917, donde varios miembros dieron conferencias sobre los temas que les interesaban. Como lo observó Mannheim en una conferencia programática, la tradición cultural con la que los miembros deseaban identificarse comprendía “una actitud ante la vida, a Dostoyevski; en nuestras convicciones éticas, a Kierkegaard.. . ”
El Partido Comunista Húngaro se formó el 24 de noviembre de 1918, días después de la derrota de los Imperios Centrales en la Primera Guerra Mundial. Como una posibilidad un tanto enrarecida, la derrota de Alemania y Austria, así como el eco vago del Revolución Bolchevique, resonaban de manera seductora en los oídos de esta intelectualidad como una oportunidad cierta de algo aún todavía informe e inquietante. Lukács ingresó en el partido el mes diciembre junto con su esposa Yelena Grabenko y Bela Balazs. Los contertulios de los domingos por la tarde, que permanecieron independientes, recibieron la noticia con asombro. En palabras de Lee Congdon: “Habían llegado a conocerlo bien y le habían oído a menudo hablar de Dostoyevski y de Kierkegaard y de los grandes problemas morales universales que definen la condición humana. Pero nunca le habían oído hablar de Marx o de la necesidad del compromiso político”. Los comunistas estaban todavía más desconcertados. En su autobiografía, el escritor proletario Lajos Kassak recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Lukács estaba escribiendo para revistas comunistas:

...aquel que unos días antes había publicado un artículo en Szabadgondolat (Pensamiento Libre) en el que escribía con énfasis filosófico que el movimiento comunista no tenía una base ética y era por lo tanto inadecuado para la creación de un mundo nuevo. Anteayer escribía eso, pero hoy se sienta en la mesa del personal editorial de Vörös Ujsdag.

En aquel artículo, “El bolchevismo como problema moral” que se publicó, irónicamente, el mismo mes en que Lukács entró en el Partido, cuestionaba la opinión de que la victoria del proletariado dará fin a la opresión. Si se aceptaran las afirmaciones de Marx, “entonces es necesario aceptar el mal como mal, la opresión como opresión, el dominio de la nueva clase como dominio de clase”. Los bolcheviques, en su creencia de que el bien (la sociedad sin clases) puede brotar del mal (la dictadura y el terror) demostraban una fe que era un ejemplo del credo quia absurdum est: y él no se sentía capaz de compartir esa fe, ya que la mejor parte de la sabiduría es uso exclusivamente de medios morales para conseguir fines morales.
Y sin embargo una semana después Lukács había sufrido una conversión. Como Kierkegaard, Lukács exponía ahora su vida entera sobre “un gesto”, daba el salto sobre el abismo. En el ensayo de una década antes, Lukács había admirado las “etapas en el camino de la vida” de Kierkegaard, que eran según éste la estética, la ética y la religiosa. Pero estos mundos no eran objeto de un ascenso racional, ya que entre uno y otro se abría “un golfo infranqueable”. El paso de uno a otro sólo podía darse mediante un “salto”, esa decisión existencial que Lukács veía como “la metamorfosis de la existencia entera de un hombre”. Y ahora Lukács había dado también el “salto”, no de lo ético a lo religioso sino de lo ético a lo político -que era en cierto modo lo religioso. Con ese salto, Lukács se convirtió en parte de esa estirpe especial de virtuosos cuyas vidas están atrapadas en una interminable alternancia de pecado y expiación y en la tragedia de no saber nunca si el desenlace será la salvación o la condenación.
El escollo para Lukács había sido el problema del terror y la probabilidad de que la dictadura no se disolviera por sí sola. Había meditado profundamente en los Los endemoniados de Dostoyevski, había discutido la cuestión con su esposa, Yelena Grabenko, que había pasado un tiempo en las cárceles zaristas por pertenecer al ala terrorista del Partido Social-Revolucionario Ruso y, a diferencia de la mayoría de los intelectuales que se adhirieron al Partido, tuvo el valor de mirar de frente a la cabeza de Medusa. En un ensayo publicado en 1919, titulado “Táctica y ética”, Lukács expresó su apología pro vita sua. En la “edad de la absoluta pecaminosidad” no hay escapatoria para los hombres que quieren preservar su pureza moral. Todos los hombres están atrapados en el dilema de la violencia de la revolución y la violencia sin sentido del viejo mundo corrupto. Sin embargo la elección no es arbitraria si entiende uno la idea de “sacrificio”, que es el sacrificio de la propia personalidad moral. Lukács subraya esto citando las novelas de Boris Savinkov, el terrorista social-revolucionario ruso que fue uno de los asesinos del ministro zarista von Plehve:

El asesinato no está permitido: el asesinato es un pecado incondicional e imperdonable. Sin embargo es ineluctablemente necesario: no está, permitido, pero debe cometerse... Savinkov ve, no la justificación de su acto (cosa imposible), sino su más profunda raíz moral en el hecho de que sacrifica no sólo su vida, sino también su pureza, su moralidad, incluso su alma por sus hermanos. En otras palabras, sólo aquel que reconoció sin reservas y sin vacilaciones que el asesinato no puede sancionarse bajo ninguna circunstancia puede cometer el asesinato que es verdadera y trágicamente moral.

Y Lukács concluye:

Expresar este sentido de la tragedia humana más profunda en las palabras incomparablemente bellas de la Judith de Hebbel: “Incluso si Dios hubiera colocado el pecado entre mí y la hazaña que me estaba encomendada, ¿quién soy yo para poder escapar de eso?

Sin miedo, Lukacs miraba a los ojos de Medusa, sabiendo que se necesitaría ser más que Perseo para salir triunfante de aquel laberinto.

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