domingo, 18 de marzo de 2018

Dos elegías


 



 
Elegía para Eduardo Anguita

En este esfuerzo de nada para nada,
tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza.
Palabras que van a dar a otras palabras
y cuyo tintineo espectral es una galería destruída,
el chasquido de un espejo roto,
una siniestra mañana de agosto.

Tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza
y el cumplimiento de su vieja promesa
vuelve taciturno todo deseo de espera o anhelo de retribución:
palabras arrancadas de cuajo en medio del aire nocturno
como si un mago hubiese fracasado en su triste sortilegio
como si la escritura celeste que formaba parte de ti mismo
hubiese sido transcrita en el pedernal gastado de un silencio indecible.

Pero ya no está dentro de nosotros reconocer ese lugar,
ni ningún otro, apenas el mapa de un gesto insulso
que sueña con la escritura de lo efímero
o del polvo restregando esquirlas de la historia
en la sacudida que implica vivir en el olvido
tras el olvido de toda nuestra memoria.

Sí, hay muchas esperanzas,
pero ninguna es para nosotros:
¿acaso el trazo de lo impredecible
cuando renunciamos a la exigencia de lo bello?
¿acaso recortes de periódico, anunciando
una nueva guerra, una revolución más,
el recuerdo de un pasado, ahora imposible?
Ninguna esperanza es para nosotros
donde el silencio es fugacidad de un cuerpo que ignoramos.

Cuerpo atravesado por tu extraña misericordia:
¿no era hambre de infinito tu deseo?
¿sed de eternidad el regocijo estival de pechos y muslos?
Placer donde no existe la búsqueda del placer
sino el afán del conocimiento: maldición de los poetas
que confunden pureza con sabiduría,
la forma con la vida, su deseo con los misterios del lenguaje.

Ninguna esperanza es para nosotros,
ninguna promesa válida, consuelo a nuestra indolencia.

En este esfuerzo de nada para nada,
tal vez ser redimidos del fuego por el fuego
es la palabra que Orfeo no pudo oír y que trajo su catástrofe.
Para nosotros, quizás, es la certidumbre de saber callarnos
en medio del bosque inútil del lenguaje
cuando la claridad de los ojos de la muerte
nos hace creer esa bella ficción que es el beso de Eurídice.









Elegía para Ennio Moltedo

En este alicaído cielo de agosto,
cuando la noche viene a interrumpir al tiempo
que se halla fuera de sí mismo como furtivo cazador de madrugada
y con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas,
cuando en el horizonte el mar intenciona la desolación
de nuestra frágil conciencia y se hace creíble
aquel temblor que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la incertidumbre sólo era la humedad de la brisa
y no una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una interrogante frente al misterio,
es entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el eco de cualquier lamento llena el espacio como la caída del agua
que se inclina ensimismada desde la distancia de un mar abolido.

Pero tú sabías más que todos nosotros que ese mar es la pregunta
que enrostra la insuficiencia de los días,
que es el enigma que aguarda entrar en el círculo de las significaciones
como ese alcatraz que dibujaste a mano alzada
en los pliegues de tu escritura o como esas evocaciones infantiles
donde, más que inocencia, había asombro, una sensación pasmada
por aquel presente eterno en que el sabor de unas frutillas
o la sombra dulce de un aromo, eran tregua para un verano
que se prolongaba más allá del hundimiento de nuestras imágenes.
Como en una vieja fotografía
el vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas como promesa para después del Angelus
y todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás la certeza de los años que nos inquieta por su transparencia
y que en su origen era algo palpable como experiencias del mundo
que no requerían ninguna explicación; cosas donde la nostalgia
no tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la delicia de un dulce de mazapán
o las aventuras que narraba un cuento de Jack London.

Ahora, en extraña simetría
entre aquel instante y la consagración presente
este derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como si la evasión a que obliga la angustia
fuera un requisito para vivir la necesidad
de un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.

Con esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo cumplir la ley inexorable que nadie sabe comprender.
Así, mientras quienes te debemos alguna palabra,
balbuceamos inquietos la posibilidad del error
o nos encerramos en el mutismo de una realidad desquiciada,
un niño en la arena de una playa dibuja un muelle, una manzana o una gaviota,
sabiendo que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.

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