sábado, 31 de marzo de 2018

Elegía para Ximena Rivera







En esta noche oscura,
cuando nuestro aliento se ve confundido
se anuncia un cielo arrasado:
tu escritura que devela, finalmente,
un lenguaje que se nombra más allá de la derrota
para cumplir la fidelidad de su promesa;
aquel regreso siempre otro desde allí abajo,
en que lo monstruoso emerge convertido
en el rostro del amante desdichado,
en el quejido del animal que sacude al aire
con la plenitud de su música vacía
y donde la fugacidad de una imagen soñada –un árbol,
una piedrecilla, una sonrisa de cruel inocencia-
es la marca del asombro que vuelve una y otra vez
para mostrarnos su fragilidad insoportable.

Es en esa noche donde te veo habitar con tus palabras,
esas mismas que eran un puñado de gestos alucinantes
que recorrían el laberinto de la infancia
con un ánimo de extravío que para ti era casi la felicidad;
esas palabras que eran el aprendizaje sigiloso del dolor
como también la espesura del cuerpo tras el mudo cansancio de la vida;
palabras que, paciente, convertías en tarea secreta
que convocaste de la única forma con que es posible intentar
el ejercicio de la imaginación: el poema, su vacío, su derrumbe.

En esa noche te veo en una soledad insoportable
-¿trascendencia?, ¿amor?, ¿Dios?- con la mirada despejada,
insegura de ti misma en el ademán de unir videncia y escritura,
convencida al máximo y sin retribución por responder
la acuciante exigencia que no permite dobleces o excusas;
esa exigencia que no podemos evitar en el poema
donde se vuelve imposible cualquier consuelo inmediato,
cualquier satisfacción duradera.

Tú entendías que el poeta no sabe que es poeta
porque no sabe si la poesía realmente es,
porque aquella herida trae desde lejos
un sentido aleatorio y seductor, pero terrible y voraz
con que el lenguaje se presta a sí mismo
en la orfandad de su propia memoria.
Tú entendías que afirmar cualquier posibilidad
era volverse experiencia y despojamiento
para conjurar al doble del espejo que amenaza con afiebrada lucidez.

Por ello entendías el valor de la ausencia
con tu sonrisa pensativa y ese cigarro entre tus labios
como una red que se distribuye en un santuario
que irradia esa luz que le robaste al desconsuelo:
fascinación que no teme la destrucción ni la pobreza,
que no teme la enfermedad ni la necesidad de acudir
a los indicios con que a todo vidente se le promete protección
contra el desamparo de su propio ardor verbal,
contra la incomprensión de su propia imaginación de fuego.

Tú sabías que en la noche más oscura,
no es pecado lo que hay que expiar en la purificación de la llama,
sino la interrogante que sacude cada fibra de nuestro ser
y que tus palabras dibujaron cuando se consumieron a sí mismas:
ese destello que ahora puede iluminar intacto
el esquivo beso con que aguardamos el regreso del verano.

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