Como una mezcla de homenaje y coincidencia respecto del poema de Nerval con el que inauguré este blog hace un par de días, hallé entre mis archivos el texto que viene a continuación: una breve presentación a modo de poética que data de 2000 y que corregí en 2004. Después de leerlo, varias cosas que ahí manifiesto me siguen pareciendo válidas y sobre las cuales me parece necesario volver a la palestra alguno de estos días. Por el momento vayan estas reflexiones de otro tiempo que me vuelven a situar ante el significado del Arte Mayor.
EL PRÍNCIPE DE LA TORRE ABOLIDA[1]
Ser convocado por la circunstancia feliz de un encuentro que está abierto a las preguntas no deja de convertirse en algo que invita a la reflexión.
Fuera de este espacio, ello adquiere rango de rareza: la interrupción, la incoherencia, lo sorpresivo son condiciones ordinarias y comunes de nuestra vida. Incluso se convierten en verdaderas necesidades cuyo espíritu se nutre como una eterna variación que indispone al ejercicio secreto de aprehender a esa música que siempre anida en el corazón de toda cosa.
Por eso es probable que la Poesía tenga en su íntimo carácter el movimiento intermitente que convierte la formulación del estado del mundo en una serie de imágenes que son destellos de eternas interrogaciones. Y esas interrogaciones por el sólo hecho de estar transmutadas en esas formas que llamamos poemas, beben del mismo manantial que el pensamiento, porque son la manera que poseemos para organizar con alguna suerte el discurrir que nos asombra entre goce y dolor. Es a ese discurrir al cual afanosamente nos damos en la vitalidad establecida por nuestras conductas. Y es a aquel mismo discurrir al cual el gesto interrogativo que el Pensamiento y la Poesía hacen, desean asimismo captar con énfasis cercanos o distantes.
Pareciera ser que la Poesía encarnada en el poema fuese el perpetuo placer de constituir no una, sino múltiples preguntas; preguntas que no se yerguen con el afán de ser respondidas, sino que se alzan como oscuras torres que al concluirse, se desmoronan no sin riesgo de herir a incautos o enterrar su propia convicción como una seductora tautología. Y es que el tipo de conocimiento que la Poesía a través y en el poema busca, no está brindado por la aseveración que siempre quiere constatar algo. El tipo de conocimiento, si podemos llamarlo así, que adelanta la trama poética, viene a ser tal vez la mera concatenación de caminos y andamios para ver a la torre concluida y gozar de su presencia antes de la autodestrucción necesaria. Como Sísifo, la Poesía y el poema, caen y vuelven a elevarse y ese grado de conciencia o lucidez que se obtiene segundos antes que todo se precipite al valle de las interrupciones, incoherencias y sorpresas, es probablemente la única forma de atisbar alguna arista más del discurrir que, callado, se deja seducir para en su seno detenerse sólo un momento y permitir la elevación de esas preguntas predestinadas a tan efímera existencia.
Pero si la manera de preguntar que la Poesía propone se vuelca a sí misma, teniendo en ello su peculiar forma de conocer, eso se debe quizás a algo en extremo misterioso en su obvia contradicción: de pronto, el discurrir es el silencio tomado como el rostro inauténtico de ese mismo silencio, aquel “mundanal ruido” que fray Luis de León tan certeramente designó como contrapunto a la “vida retirada” y que aparece insistente por doquier. Hablamos, discutimos, enceguecemos con información de variada índole: formas hay que tientan nuestros sentidos que, agudizados en extremo, se desmenuzan sin dar la precisa imagen para la cual fueron convocados, ya que el cansancio y el hastío, minan su más secreta configuración. El mundo gira, nosotros en él y el vértigo se convierte en cotidiano tráfago que anhela ser intercambiable con la vida. En este escenario creemos decirnos y las palabras como desgastadas monedas de valor indistinto son opacas para todo. Mencionar o decir árbol, belleza, deseo, angustia, niño, lluvia, amor es caer en el lugar común no de la inocencia ingenua, sino en el de la sordera repetitiva. Y es aquella sordera que el discurrir posee de sí mismo, el espacio donde las preguntas se mecen intocadas, esperando que algo las enuncie.
El gesto interrogativo es el quiebre de la continuidad del discurrir, la cesura que se vuelve contra el mundo al señalarlo o negarlo, la apropiación del arco para tensar un delgado hilo que disparará una flecha a lugar incierto.La Poesía y por ende el poema, serán la tensión misma o el final de la cesura que, al constituirse como tales, son más que un gesto, a pesar de serlo en vísperas de su caída estrepitosa. El discurrir es indetenible, el poema sólo pausa.
El gesto interrogativo es el quiebre de la continuidad del discurrir, la cesura que se vuelve contra el mundo al señalarlo o negarlo, la apropiación del arco para tensar un delgado hilo que disparará una flecha a lugar incierto.
Tal vez por eso la Poesía es in/útil: porque es disidente como pregunta sobre el discurrir callado. La utilidad como apropiación y usufructo es el precio que la vida en su velocidad ha tenido que pagar para creer ser ella misma. Se habla de, se sirva para: he ahí la marca sustancial del discurrir que se autocrea en la vorágine de mil sensaciones, sensaciones provocadas o fortuitas, lacerantes o enaltecedoras, pero siempre mudas al instante de querer decirse y odiosas consigo mismas. Por tanto es impropio hablar de poesía culta o inculta, hermética o revelada, fácil o difícil. Más bien habría que hablar de Poesía a secas: en el poema ésta se constata y logra retrotraerse, las palabras adquieren la intensidad precisa, intensidad que es despojamiento al tomar distancia configurativa del uso informe que las silencia. Luminosas, las palabras no sólo se vuelcan, se elevan sobre su decir cotidiano y se van hacia ese decir original que es el momento de luz oscura antes que todo vuelva a significar lo mismo, el instante amoroso antes del reconocimiento fatal del otro como otro, pero desconocido y sin salida.
De aquel modo la Poesía adquiere la extraña singularidad de manifestarse en esa intensificación desnuda y llamativa y que debido a su plasmación en el poema, no renuncia a transformarse en la voz que se aprovecha del discurrir para indicarlo o contradecirlo, sin que éste se tome siquiera la molestia de saberlo.
Esta plasmación no significa retirada, abstención o cobardía; es la simple naturaleza con que la Poesía se obedece a sí misma. Y en aquella obediencia es donde radica a mi parecer la fecundidad creativa de las interrogaciones que caen perpetuamente; es en esa obediencia donde este peculiar conocimiento logra sus triunfos totales.
Basta pensar en Altazor de Huidobro donde la caída es triunfo, quedando en evidencia el desplome del poema como destrucción de una torre elevadísima. O pensemos en Definición y pérdida de la persona de Anguita, verdadera catedral de sutil arquitectura que en su punto álgido también se desmorona porque en él ya definir es por antonomasia hacer patente la pérdida. Uno estaría tentado a situar Trilce de Vallejo en línea similar, sólo que ahí pareciera existir el recuerdo pedrusco de un edificio demolido: jamás lo vimos, jamás lo constatamos. Unicamente los restos de lo que “debió ser” resalta fulgurante y nos quema como ascuas. Cada poema de Trilce es un fragmento de una torre destruida. Y así con muchos.
En el reino de la Poesía cada poema es una torre que se yergue a instancias secretas para ser habitada por un príncipe (¿el poeta, nosotros, un lector futuro, ese alguien desconocido que suponemos vendrá?) Ese príncipe sabe que sobre el discurrir profuso de lo cotidiano, de lo abismante de las cosas, la máxima certeza es el desconsuelo felizmente asumido, sabe que los poemas al ser torres próximas a derrumbarse, son en sí la interrogación permanente que no necesita ni busca respuestas fidedignas, sino el goce de formular esas mismas preguntas con el mayor sentimiento y perfección posibles.
Tal vez así podamos entender a Nerval cuando nos dice:
“Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado
el príncipe de Aquitania de la torre abolida”
Valparaíso/ primavera de 2000- otoño de 2004
[1] Texto leído en las Jornadas de Reflexión del CC.AA del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso, octubre de 2000. Publicado posteriormente en las revista electrónica La Linda Pelirroja , n° 2, segundo semestre de 2004, Instituto de Arte, Universidad Católica de Valparaíso como también en la revista electrónica Cyber-Humanitatis, n° 32, primavera de 2004, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.
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