martes, 12 de abril de 2011

Kabasta & Mefistófeles


Cuando a mediados de 1989, el director titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín, Herbert von Karajan, falleció luego de una penosa enfermedad, fue inevitable en las notas necrológicas de especialistas y meros aficionados, volver la mirada, aún de soslayo y con una vergüenza no muy placentera, a una época siniestra de la historia de la música en Centro Europa: aquella que va de 1933 a 1945 y que implicó la hegemonía nacionalsocialista con todo lo que ello significaba, no sólo en la vida política y militar, sino también en la vida cultural alemana y, en específico, en el mundo de la música.
Con la muerte de Karajan, no sólo desaparecía uno de los más geniales directores de orquesta del mundo, sino también uno de los últimos representantes que sobrevivían de una época mítica y trágica, una época que unió de modo impensable y fáustico el más grande talento artístico con la locura destructiva más inhumana. Desaparecía con Karajan una época heroica donde la intensidad y perfección del arte -y de la música en particular- convivían de un modo para nada inocente y de forma bastante promiscua con la maldad y la barbarie. Pero sería producto de una moralina muy estrecha cerrar los ojos ante tal pacto demoníaco y condenar enrabiadamente y sin matices ni entendimiento a los protagonistas de esta verdadera tragedia. Karajan no era el único músico con talento superior, por supuesto, que coqueteó con el poder nazi para obtener prebendas y ascensos en el complejo, jerárquico y competitivo mundo musical alemán de las décadas del 20 y del 30. Casos como los de Karl Böhm, Clemens Krauss, Hermann Abendroth y Willem Mengelberg, entre otros, muestran el triste entrecruzamiento entre cultura y barbarie como símbolo estremecedor de toda una época. Cada uno de estos directores de orquesta y asimismo compositores de la talla de Richard Strauss y Hans Pfitzner en algún instante de sus carreras vieron en el nacionalsocialismo una oportunidad para mejorar su condición profesional o para no desaparecer de los escenarios relegados al olvido caprichoso de un público siempre diverso.
La gama de matices es vasta y va desde el astuto y egoísta oportunismo de Karajan hasta el convencimiento infantil y doctrinario de Pfitzner ante la grandeza del movimiento. Otros como Furtwängler aceptaron el sacrificio de un destino, conscientes que con su eventual exilio, el mundo musical alemán se derrumbaría o hasta podría desaparecer engullido por la salvajada nazi, pensando que era posible aún defender posiciones con todo el riesgo que ello significaba.
Pero en términos prácticos, con el exilio, silenciamiento o sospecha de parte del régimen de un puñado de directores ya famosos antes de 1933 y que eran la “primera línea” de calidad interpretativa de la música germana, se dio el natural paso de suplir tales ausencias con celeridad gracias a una serie de directores talentosos, jóvenes y audaces provenientes, en su mayoría, de provincias y cuyas edades bordeaban los 40 años. De esa forma con Bruno Walter, Otto Klemperer, Fritz Busch, Erich Kleiber, Felix Weingartnen y Hermann Scherchen en el exilio y con Hans Knappertsbusch bajo sospecha y vigilancia permanente, en un lapsus muy breve, desapareció literalmente lo más granado de la dirección orquestal germana. Eso ayudaría a explicar en parte el ascenso meteórico de Karajan, Böhm y Krauss desde puestos y orquestas relativamente recónditas y secundarias a lugares tradicionalmente sancionados como de “primer orden”: la Orquesta Filarmónica de Berlín, la Orquesta Filarmónica de Viena, la Orquesta Stattkapelle de Dresden, la Orquesta Gewandhaus de Leipzig y el Festival de Bayreuth.
Este contexto nos hace entender de mucho mejor manera el espectacular ascenso y la siniestra caída de uno de los más legendarios directores de orquesta austro-alemanes y que, hoy por hoy, es muy poco conocido: Oswald Kabasta (1896-1946)
Nacido en Mistelbach, un pueblito de Austria, Kabasta estudió en Viena con el compositor Franz Schmidt, destacando desde muy joven su talento para la dirección orquestal. En este ámbito, su carrera comienza a tomar vuelo a partir de 1931 cuando se le nombra director titular de la Orquesta Sinfónica de Viena. Pero sin duda, a pesar de su talento, un joven director como él poco podía hacer para compensar la alta competividad de directores notables como Bruno Walter o Wilhelm Furtwängler, invitados permanentes de las diversas orquestas vienesas y austriacas. Aún más, dar el salto de Austria a Alemania como director de alguna orquesta de renombre, era muy difícil, directores jóvenes con talento no faltaban y Kabasta si bien era considerado un músico calificado, el llamado desde Berlín, Dresden o Leipzig no llegaba.
Por azar o destino, el rumbo de Kabasta cambia en 1938 cuando se produce el Anschluss y la Alemania de Hitler se anexiona Austria. Simultáneamente Kabasta ingresa al partido nazi, del que era un antiguo admirador y entusiasta partidario. Finalmente Mefistófeles cumple su promesa: el mismo año del desastre, Kabasta es designado director titular de la Orquesta Filarmónica de Munich.
Los años en Munich que van desde 1938 hasta el final de la guerra en 1945, serán para Kabasta el tiempo primordial del pacto fáustico. Serán precisamente esos ocho años los que forjarán para el mundo de la música la efigie del genio, la efigie del músico notable, la efigie del más fiel entre los fieles para con el Partido. Serán esos ocho años los que volverán a Kabasta un intérprete superior de la música de Anton Bruckner. La Filarmónica de Munich a su cabeza será una de las más importantes orquestas del Tercer Reich, al punto que se le conocerá en los círculos oficiales del régimen como “La Orquesta de la Capital del Movimiento Político”.
La eventual tranquilidad otorgada por este pacto mefistofélico, hará que Kabasta perfeccione su estilo y también propiciará sus propias herejías: ferviente partidario de la música prohibida de Béla Bartok, Kabasta no temerá dar algunos conciertos con obras del compositor húngaro en medio de la rigurosa censura nazi para con toda aquella música considerara como “degenerada”. Pero sin duda, será Bruckner el compositor que dará pie a considerar a Kabasta como un genio: sus versiones del maestro de Linz son excepcionales: un vigoroso ritmo con acentos fuertes e intensos, como asimismo unos tempi rápidos y claros, permitiendo al oyente la sensación de flexibilidad en una música como la de Bruckner que suele asociarse a una cierta idea prejuiciosa de inmovilismo místico. Kabasta podía exhibir una gran libertad rítmica dentro de este pulso donde la música se tornaba absolutamente flexible cuando era necesario, dirigida por una batuta de gran precisión. Las escasas grabaciones que sobrevivieron al desastre final de 1945 nos muestran una pálida idea de lo que este director pudo haber hecho en la sala de conciertos y nos aventura a conjeturar lo que habría logrado con los medios de reproducción del sonido más modernos de la segunda mitad del siglo XX.
Pero todo esto se derrumbó en 1945 con la derrota militar del Tercer Reich. Y si bien Kabasta intentó huir de la bombardeada Munich hacia Suiza tal como Furtwängler, no pudo lograrlo: fue capturado por los Aliados y encerrado en un campo de prisioneros hasta su juicio de desnazificación llevado a cabo a fines de 1945. El resultado fue funesto: se le prohibía dirigir de por vida. Devastado por tamaño castigo, se suicidó el 6 de febrero de 1946.
La oscuridad que rodea actualmente la figura de este director se puede atribuir a la tragedia del nazismo. Kabasta no fue un nazi más ardiente que Böhm, por ejemplo, quien también firmó su correspondencia con "Heil Hitler!" y quien aduló más desvergonzadamente al Führer. Pero mientras que Böhm desarrollaba su carrera como director en Dresden y Viena -ciudades relativamente alejadas de los grandes centros de poder del Tercer Reich-, Kabasta pasó aquellos años en Munich, el lugar de nacimiento del movimiento nazi y el escenario para los grandilocuentes esquemas artísticos de Hitler. De esta forma, Kabasta tenía un perfil nazi más prominente que el de cualquier otro director. Antiguos miembros del partido, como Karajan, fueron autorizados para continuar con sus carreras después de la guerra. Pero cuando las fuerzas Aliadas de ocupación prohibieron a Kabasta retornar al podio, éste tomó la radical decisión de quitarse la vida.
Lo que sobrevive de este genial y trágico músico es un puñado de grabaciones al frente de la Filarmónica de Munich. Muerto antes de la invención del LP, nunca sabremos cómo habría su música sonado con los avances técnicos contemporáneos.
Convertido en leyenda, una siniestra leyenda, en la efigie de este músico se cumple el dictum de Walkter Benjamin con fatal dramatismo: todo documento de cultura es un documento de barbarie.











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