viernes, 8 de abril de 2011

Rosamel del Valle 1: notas para un prólogo de una antología inexistente

       Rosamel del Valle (1901-1965) es sin duda uno de mis poetas chilenos favoritos. En el fervor de la juventud, a mediados de la década de los 90, junto a Cristian Gómez inventamos una antología del poeta de Orfeo. Como con el proyecto antológico que posteé anteriormente, esta antología tampoco pudo ver la luz. Y es una pena, pues creo que no sólo se trataba de un trabajo de carácter arquelógico, sino más bien de una puesta en obra de un interés intenso por leer a uno de los más grandes y olvidados poetas de nuestro país. Con el correr de los años vendrían los trabajos de Leonardo Sanhueza y Hernán Castillo Girón que reivindicarían con justicia la obra de este autor genial. Nuevamente como recordatorio melancólico, subo ahora una parte de ese prólogo de aquella antología nunca publicada.


Cuando las olas del tiempo se despliegan, pareciera ser que no perdonan en su estrépito. Sólo los más avezados pueden sobrellevar el ritmo ascendente y descendente de la violencia marítima. En estas condiciones, la figura de Rosamel del Valle aparece plena y oceánica al  chocar furibunda contra ese  rompeolas que llamamos “poesía chilena”. Instalado en ella cuando se gestaba en el primer tercio del siglo XX todo lo que se denominaría "vanguardia”, Rosamel irá forjando una escritura que llegará en el transcurso de los años a adquirir una fisonomía que la hace inconfundible.
Acercarnos en estas líneas a esa figura y a las palabras que invocó para plasmarlas en una poesía que refulge cegadoramente intensa, no significa trazar un mapa adivinatorio. Escasamente conocida en la literatura ensayística y de apreciación crítica, el intento de otorgar de esta poesía una interpretación que la valide es impropio: siempre nos desbordará y lo que se dijera bien podría cobrar lugar en el reino de la arbitrariedad. Tal es la riqueza que brinda más allá de las categorizaciones radicales. Por eso estas líneas no quieren convertirse en prólogo, aspiran a ser sólo notas nacidas de un fervor de lectura que se reconoce limitado al no plantearse como definitorio.
Creemos que es más interesante adentrarnos a esta poesía en su palabra, a través del fulgor de sus imágenes y entregarnos al seductor desconcierto que se origina en esa manera tan peculiar de aunar como crisol, lo más conspicuo de nuestro lenguaje, un lenguaje tan nuevo y tan suyo que le hacen identificable de inmediato.
                   
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 “…nada más inútil que creer que el poema no obedece a ley alguna y que su contenido no es en sí la síntesis de uno o varios sentimientos expresada de una u otra manera. Al contrario, la poesía obedece a un esfuerzo de inteligencia, a un control vigoroso de la sensibilidad y su expresión extrae al ser del sueño en que se agita. La imagen de este otro espacio, bien no puede ser real del todo. Pero entonces, ¿qué sería la poesía? Nada más irreal que la existencia”

Estas palabras de Rosamel, escritas como parte de la poética que incluyera en la antología de Anguita y Teitelboim[1] dice lo esencial. Y es que esta indagación poética, volcada fervorosa sobre el vaticinio, el cuerpo y la memoria, conjugados todos en el momento profanamente sagrado de la celebración, une aquello que parece imposible de convocar al interior de una síntesis: furor y misterio de un solo rostro cuya dialéctica nos conduce a la construcción del poema como la solución casi perfecta de esa aporía reflejada en los polos (aparentemente) opuestos del canto y la escritura. Desde el instante en que esta poesía hace de sí misma tema y reflexión, se convierte a la vez en la mejor salida –si no en la única- que la Modernidad puede ofrecer a una empresa abocada por definición a engarzarse con el mito. Porque la obra de Rosamel del Valle es posible leerla como el despliegue de múltiples figuras, figuras arquetípicas que van desde Orfeo hasta personajes bíblicos como David o el poeta del Cantar de los Cantares, otorgando una gama de variaciones casi infinitas, pues permite el juego, la seriedad profunda, la videncia, la desgarradora conciencia de la labor poética. Siempre otra, la presencia de Rosamel del Valle se vuelve escurridiza en su propia manifestación, rehuye lo definitivo, como si en su movimiento contase solamente el cariz ondulante que lo condiciona. Por eso es tal vez una poesía que hace de la celebración uno de sus ejes, porque sabe que dentro de sí, puede tentar al mundo con un cambio evidente:

                           “…luego
                            los descensos profundos al imán de los sueños
                           donde todo está escrito. Donde los jóvenes monstruos
                           celebran el ritual de la húmeda muerte con un cántico
                           dedicado al invierno.”[2]

Este  “descenso profundo” al  “imán de los sueños” es la lección de Rimbaud y Breton que aparece con un sello particularísimo: es el marco donde la celebración cobra su más significativo instante al transformarse en escritura, una escritura que no rehuye en el decir del poeta del Barco Ebrio, lo monstruoso que está allí abajo.
¿Y qué se trae de esa inmersión donde “todo está escrito”? Quizás la reivindicación que esta poesía hace de imágenes que puedan ser capaces de dar respuesta o quebrantamiento a la perpetua pregunta que, como sujetos, efectuamos en torno a nuestra identidad.
En el poema Ceremonial del Convidado, ¿quién es el convidado?, ¿acaso el doble de sí mismo que cual estatua salina surge de un mar memorioso allende  de todo olvido?

                        “He tenido mi estatua, un hallazgo de sal para el olvido
                        ¿Mi mano levantó el mar? ¿Mi cabeza la sombra?
                        Anda y perece, me dije. Pero era el tiempo de la melancolía.”[3]

La poesía de Del Valle se transmuta en imagen porque en ella el poema no dice lo que es, sino lo que podría ser. Como indica Octavio Paz la imagen “recoge y exalta todos los valores de las palabras, sin excluir los significados primarios ni secundarios.”[4] En la poesía de Rosamel es posible advertir que la imagen es una fase en que la peculiaridad de significados no desaparece.
Y así, al apreciar que este lenguaje al convertirse en imagen, constituye una realidad per-se, se levanta como obra, una obra que de libro en libro, de poema en poema, sobrenadará en la búsqueda de una expresión que la represente como canto.
Queriendo dar cuenta de lo real en sus variadas versiones (contradictorias, lacerantes y de júbilo), el lenguaje de esta poesía se ensaña contra sí misma. Por ello es irreductible a una sola interpretación, ahí su pluralidad. Al ser imagen, en ella se resuelven los contrarios, se producen las identificaciones, las palabras convergen unas con otras, vuelven al origen en una actitud que quiere superar la historia o más bien, desean sacudirse de su polvo, retornando a un principio prístino. De ahí que esta poesía no tenga miedo de plantearse como búsqueda mítica, aquella búsqueda anunciada ya por los románticos y que caracterizaría a toda la poesía moderna, desplazándose en un movimiento poderoso.
            Por eso Rosamel puede invocar a Orfeo y revivirlo como la conjunción de canto y escritura, como el vuelco descendente hacia el origen y la esperanza amorosa de traer a presencia el cuerpo inexistente.
            Por eso en el poema Metamorfosis, la evocación del músico Häendel en un diálogo inconcluso, articula como símbolo esa unión secreta entre música y poesía.
            Por eso la figura del profeta Daniel (el único que pudo leer la escritura en la cena del rey babilónico) es la “extraña compañía” que descifra “el libro de los sueños”.
Teseo, Absalón, Verónica, Beatriz: una lista interminable que convierte a cada poema de esta poesía en imagen encarnada, en fábula de prodigio, sugerente y que descentra.
De aquel modo la imagen-mito en la obra de Rosamel se resuelve más allá del mero artefacto retórico y se convierte en caja de resonancia, tanto del hombre como de las palabras: éstas le revelan a él lo que es a través del choque de contrarios y éste, asimismo, aprecia el mar heterogéneo que va de cuerpo en cuerpo, de signo en signo.
Una figura tan fuera de sí misma, sin dejar de abandonarse, ¿encontraría entonces eco en un  escenario propicio sólo para lo definido? Es probable que no y ahí radica quizás la razón por la cual esta poesía, siempre presente, rara vez haya sido prioritaria. A diferencia de Huidobro, Neruda y Mistral, Del Valle ocupa el sitio del constante cambio, no porque escrituralmente sea siempre distinto, sino porque lo que propone como visión poética se encuentra al borde de la frontera expresiva. Sin embargo, no es posible reducir tan rica variabilidad a los recursos retóricos que la propician: en la poesía de Del Valle se encuentra la apuesta por el mundo enfebrecido por la solicitud a algo que es posible llamar acaso con el nombre de un dios o un héroe: una presencia al fin y al cabo que apunta a un cuestionamiento metafísico. Pero es una presencia que hace de la imaginación su reino, del cuerpo su estandarte, de la pérdida su lamento. Una poesía que nos embelesa y nos retrotrae a lo fundamental, a lo que siempre se halla distante en la añoranza del éxtasis arrebatador.


[1] Anguita, Eduardo y  Teitelboim, Volodia. Antología de poesía chilena nueva. Editorial Zig-Zag, Santiago, Chile, 1935
[2] Del Valle, Rosamel: poema Celebración en  Fuego y Ceremonias, 1952
[3] Del Valle, Rosamel: poema Ceremonial del convidado en El Joven Olvido, 1949
[4] Paz, Octavio: El arco y la lira, F.C.E , Mexico, 1996

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