No quisiera ensayar en estas notas –divididas en dos partes para no fatigar al lector de este blog con una densidad innecesaria- una lectura rigurosa o erudita, sino más bien tantear un acercamiento entre dos poetas y, eventualmente, entre dos poéticas que al momento de ponerlas frente a frente, creo que se acercan y distancian como el sístole y diástole que siempre puede haber entre poesía y pensamiento, entre especulación y canto, entre fe y humor, entre ironía y seriedad, entre tradición y ruptura. Sí, hacer un ensayo, una tentativa para ver si es dable la cercanía entre Eduardo Anguita y Thomas Stearns Eliot. Lo primero que podemos apreciar entre Anguita y Eliot, es el contexto epocal que a ambos poetas les toca vivir en su juventud: es el cambio de siglo del XIX al XX que no fue un instante de calma en el mundo del arte y la poesía. Fue más bien un momento de ebullición, rechazo y experimentación que remeció en profundidad las relaciones que el ser humano mantenía con el lenguaje y la idea de representación del mismo para establecer lazos con la realidad y que propició, sin duda, la emergencia de una sensibilidad afinada para entender y comprender de mejor manera el cambio, la transformación, lo huidizo de toda configuración de sentido y que se plasmó con el nombre genérico de vanguardia. Tanto para Anguita como para Eliot, esa sensibilidad se hallaba marcada por experiencias tal vez disímiles, pero convergentes al fin y al cabo en lo que significaba apreciar y ser testigos de grandes transformaciones sociales y culturales en un lapsus no superior a 30 años, digamos entre 1914 y fines de la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente, la experiencia de ambos poetas no es intercambiable en tanto uno era ciudadano de un primer mundo que acababa de salir de un impasse autodestructivo que había hecho tambalear sus estructuras valóricas en su raíz más profunda, en tanto el otro, era ciudadano de un país, fundamentalmente agrario, pero con un fuerte descontento social que se hallaba empecinado a vérselas con una modernidad que prometía su arribo en pos de un ideario más igualitario y participativo. Sin embargo, aún así, para ambos poetas, el ambiente de sus respectivos contextos –el Londres de entre guerras para Eliot, el Chile de las décadas del 30 y del 40 para Anguita-, era un caldo de cultivo que posibilitaba tomar riesgos y aceptar desafíos para ver hasta qué punto la poesía podía asumir un rol de desacralización de las antiguas formas de sociabilidad literaria y si, como discurso, podía desestabilizar o poner en entredicho al menos -a través de su retórica que invocaba modernidad, ruptura y cambio-, el anodino espacio literario representado, no tan sólo como institución, sino como escritura poética, es decir, al interior del poema mismo.
Veremos entonces que un joven Eliot, en un camino que va desde Prufrock de 1917, hasta La Tierra Baldía de 1922, explora y consolida un lenguaje poético audaz e iconoclasta, convertido en un mosaico de hablas, citas cultas, giros crípticos y oscuras alusiones, conviviendo con rastrojos rearticulados del habla coloquial y puestos en circulación a modo de pastiches irónicos y burlescos, experimentando en la escritura de sus textos, un concepto de poema que, siendo respetuoso con sus referentes clásicos, hacía estallar por los aires la forma misma del poema, convirtiendo a éste en un texto fragmentario, heterodoxo y sincrético. Esta experimentación le permitió a Eliot, con justicia, ser considerado uno de los más genuinos representantes del modernism anglosajón, que es el nombre que adquirió la vanguardia en los países de habla inglesa como asimismo proyectar la imagen de un poeta de radical modernidad.
Por otro lado, vemos a un joven Anguita que entre las décadas del 30 y del 40 escribe febrilmente una serie de poemas, agrupados en colecciones varias –Tránsito al fin, Transmisión animal, Siempre y la estatua- y que develan una trama densa y diversificada que indaga y explora temas y motivos, puestos en circulación por la recepción en Chile, durante la década del 30, de un modo vanguardista y que modulan en su registro diversas maneras de habérselas con el lenguaje al uso: es así que en los mejores poemas de estas colecciones aparece un tono perentorio y burlesco de raigambre onírica que, sabiendo jugar el juego iconoclasta con humor y desenfado, como asimismo adquiriendo una solemnidad reflexiva que, a su vez, es desmantelada por guiños de cotidianidad, muestran de parte del joven Anguita un manejo diestro de esa dicción entre leve, risueña y admonitoria que vía Huidobro y la vanguardia parisina, rendía sus mejores frutos entre una juventud ávida y rebelde caracterizada como “La Generación del 38” .
Será de esta manera entonces que tanto Eliot como Anguita se vuelven protagonistas de una juventud poética rebelde, escéptica y vanguardista en sus respectivos países y que relacionan antitéticamente la naturaleza polémica y destructiva de la vanguardia con el logos de la civilización burguesa, al serles inherente una idea o concepto de lenguaje y poesía que conlleva una permanente renovación entre lo nuevo y lo viejo, entre lo que era y lo que será.
Un segundo punto de contacto entre Anguita y Eliot es aquel que hace referencia a la vinculación amistosa y cercana que mantienen y cultivan con poetas mayores, pertenecientes a la generación inmediatamente anterior y el modo en que se articula con ellos un productivo diálogo a distinto nivel, ya sea respecto a la búsqueda diferenciada de un común horizonte de expectativas poéticas, ya sea por proyectos en conjunto que muestran la articulación de una política cultural identificatoria y privativa, como también lo que implica el seguimiento de sus mutuas estrategias escriturales sin abandonar nunca un cariz crítico. En esto, pienso evidentemente en la relación que hubo entre Anguita y Huidobro y la que existió entre Eliot y Pound. El caso de Eliot es conocido: rebotando de Alemania a Inglaterra en vísperas de la Primera Guerra Mundial y llevando a cuestas inacabados estudios de filosofía, en la correspondencia mantenida con Conrad Aiken, Eliot devela inseguridad respecto a sí mismo, de sus poemas hasta ese momento escritos y desorientación acerca de si quedarse en Londres o retornar a Estados Unidos. Aiken, a través de amigos comunes, le hace llegar a Pound una copia de Prufrock y esto gatilla su primer encuentro en septiembre de 1914. Comienza así, una relación fructífera entre ambos poetas que ha de prolongarse por más de treinta años, siendo los primeros diez, los más célebres y fecundos. Aunque mayor a Eliot por sólo tres años, Pound ya era una celebridad en ascenso en el circuito poético inglés: llevaba publicados al menos cinco libros de poemas, participaba de las polémicas literarias locales y realizaba una serie de proyectos que iban desde editor, corresponsal y crítico en un variopinto número de revistas más o menos efímeras, hasta ser mentor y propagador de diversos movimientos y manifestaciones vanguardistas tales como el vorticismo y el imaginismo. Aunque la diferencia de edad era mínima, Pound aventajaba con creces a Eliot en experiencia literaria y mundana, mantenía contacto con lo más granado de la joven literatura inglesa del momento y poseía un talante crítico y polémico a todas luces brillante y oportunista. Eliot, por otro lado, era tímido, cáustico y reservado, a medio camino aún entre decidir a favor de la poesía o de la filosofía y con serias dudas acerca de sus poemas. Si bien es cierto poseía una cultura erudita y académica, su conocimiento del mundillo literario –sus intrigas, alianzas y oportunidades varias- le era casi ajeno. Gracias a Pound, en ese momento Eliot entra de lleno a él y es invitado a tertulias, lecturas y publicado en revistas y antologías. En esta primera parte de la relación –que es la que más nos interesa- Pound se convierte en mentor, juez y consejero de Eliot, proceso que culminará con la lectura correctiva de La Tierra Baldía en 1922 y su posterior publicación. Pero sin duda, lo que confirma Pound a Eliot, es la búsqueda de una autoridad cultural tradicional y una definición de su propio valor, la tentativa por reconquistar la tradición de la Divina Comedia , es decir, la tradición central de Occidente. Tanto Pound como Eliot terminarán esa búsqueda queriendo escribir el primero el gran poema de una civilización, utilizando los hallazgos y procedimientos de la poesía más moderna y rupturista. El segundo queriendo escribir un poema que reconcilie fe y poesía. Reconciliación de tradición y vanguardia: el simultaneísmo y Dante, el Shy-King y Jules Laforgue, la fe en la Iglesia Anglicana y las remembranzas de la infancia perdida.
Por otro lado, las relaciones entre Anguita y Huidobro están signadas, en lo primordial, por el arribo de este último a Chile en 1933. En las tertulias organizadas en su casa de calle Cienfuegos en Santiago de Chile, como en las de su casa en Cartagena, Huidobro reunía a un conglomerado de poetas y escritores jóvenes con los cuales dialogaba, discutía e intercambiaba impresiones respecto a la poesía tanto de Chile como de la que él traía noticia desde el extranjero; el estado de la literatura nacional y del ambiente socio-político de la época. Sin duda, el primer encuentro de Anguita con Huidobro debió producirse en 1933. De ahí hasta el fallecimiento del poeta de Altazor en enero de 1948, Anguita fue un ferviente participante de la tertulia huidobriana, llevando a cabo, entre otros, varios proyectos de importancia como la elaboración junto a Volodia Teitelboim de la Antología.. .de 1935 (proyecto sugerido por Huidobro y amparado por su influencia en el decisivo gesto del apoyo editorial) y de la primera antología de la obra del poeta de Temblor de cielo efectuada en Chile. En esta complicidad de amistad y de proyectos, es indudable que Anguita haya sido visto como un discípulo o mero imitador de la obra de un poeta mayor como Huidobro. Sin embargo, tal conclusión apresurada, demuestra un desconocimiento radical de las sutiles y evidentes diferenciaciones entre los proyectos propiciados por ambos poetas.
Con sagacidad, Anguita se acerca y distancia de Huidobro en el centro mismo de sus preceptos poéticos, es decir en la concepción que ambos poseen de la noción de creación. Veremos que Anguita asume la poesía como conocimiento, pero que no se halla prohijada por la ciencia –a diferencia de las apreciaciones más radicales de Huidobro-, sino que ella misma se convierte en su propia matriz para aprehender a la realidad. Asimismo, se despacha cualquier confusión entre lo poético y una emocionalidad directa. Según Anguita, el ser humano conoce a través de la ciencia y a través del arte. Y no deja de ser sorprendente que incluya en esta última categoría tanto a la religión como al mito, estableciendo con ello una radical reivindicación de un espectro de la realidad que el creacionismo huidobriano había relegado de su fundamento. Pareciera ser que Anguita alienta una idea de religión de arte, por cuanto la comprensión del fenómeno religioso y mítico, sólo es entendible por una razón de índole estética, cuya ley profunda es la capacidad creativa que posee el ser humano para dar sentido y forma a sus necesidades vitales y existenciales. Pero en el fondo, lo que está haciendo Anguita, es situar el hecho poético en una trama que bien puede ser identificada y caracterizada como lenguaje, trama de la que el poeta “nada sabe”. Esto implica una comparación con la divinidad que, a diferencia de lo postulado en el creacionismo huidobriano, no se configura para enfrentarse a ella con el deseo de consolidar un gesto autónomo que la relegue al silencio inexpresivo o a la insignificancia, sino para asumirla comprensivamente en sus mecanismos de articulación en la semejanza facilitada por la conciencia retórica de su mismidad. Sin dejar de admirarlo, el poeta de La visita efectúa su crítica en el centro mismo del Creacionismo, es decir, en lo que respecta a la valoración metafísica del proceso creativo: Huidobro confió plenamente en la autonomía del sujeto como ente creador, confianza que se afianzó al asimilar y aprehender la instancia que la vanguardia parisina propició y que estimuló, a su vez, esa búsqueda de lo “nuevo” en la oportunidad única que la técnica y la ciencia ofrecían como referentes de la estética de la “sorpresa”. Anguita no, no tiene esa confianza ante aquel espectáculo que concibe la desacralización del ejercicio creativo, no puede otorgarle valor sólo como una versión de un acto estético por más que se sienta partícipe de la aventura de la vanguardia o que incluso adopte su retórica (como sucede en el caso de su movimiento “David”). Para Anguita, el amor, fundamental para comprender la mismidad de la poesía, no se halla presente en el creacionismo huidobriano.
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