Podemos apreciar que un tercer punto de contacto entre Anguita y Eliot, está cifrado en la ingerencia cristiana para articular un concepto de tiempo y salvación en sus respectivos poemas tardíos: Venus en el pudridero y Liturgia en el caso de Anguita, Cuatro cuartetos en el de Eliot. Por supuesto que no abordaremos tamaña empresa comparativa con el detalle que se merece, sólo insinuaremos más bien algunos elementos generales como una antesala para un ejercicio mayor.
En primer término, los poemas tardíos de ambos autores dan cabida a una serie de consideraciones que podríamos rotular – a falta de un descriptor mejor- de “poesía reflexiva” o de “poesía de meditación” y que se articula en un tipo de texto muy peculiar: el poema largo. Tanto para Anguita como para Eliot, esta forma se presta adecuadamente para configurar el ritmo preciso de sus lucubraciones: entre el cantar y el contar, el poema largo moderno ha interiorizado en un proceso de breve data, la posibilidad reflexiva que es propia del sujeto del enunciado: la hondura de la meditación implica la emergencia de una conciencia que se ve a sí misma desplegando sus habilidades y expectativas, escudriñando los laberintos de la memoria y trayendo a presencia con libertad suma los lugares, las experiencias y las imágenes que cree necesarios para hacer evidente una idea o concepto de totalidad. Asimismo, el poema largo requiere de un verso extenso, modulado con generosidad, un versículo más bien, en donde dado a una especial forma de narrar, dispone los materiales lingüísticos con soltura de espacio y extensión. De ahí que la digresión sea uno de los elementos primordiales de su articulación retórica, ya que mantener la intensidad lírica en un trecho extenso, hace decaer el texto y lo vuelve redundante y fallido. Así, en sus poemas tardíos –pienso sobre todo en Venus en el pudridero de Anguita y en Los cuatro cuartetos de Eliot- la forma está al servicio de un contenido que se vuelve meditación intensa, lenguaje parsimonioso y evocación musical, porque lo que se trasunta en estos poemas es entender el desafío de plantear un lenguaje opaco de sí mismo y que sea a su vez, depositario o más bien, organon del pensar, en una apuesta por expandir el horizonte del poema lírico más allá de la anécdota o de las virtuales modas vanguardistas que ambos autores conocieron y practicaron en su juventud. Hacer del poema largo espacio para la reflexión, es volver al presente el desterrado diálogo que puede haber entre poesía y pensamiento, diálogo que estos poetas no dan por clausurado, en absoluto.
En segundo término, los poemas tardíos de Anguita y Eliot, se vuelcan apasionadamente a reflexionar sobre el valor y sentido que adquiere el tiempo como experiencia única de una subjetividad que se sabe finita. De aquella forma hay en estos poemas una serie de meditaciones sobre la existencia del tiempo, sobre la posibilidad de conjurar su transcurso y el asombro casi aterrador que implica vivir en medio de su torbellino, como percatarse asimismo de las gotas de eternidad que se dejan entrever entre los objetos, los lugares y los seres que se prestan en una sucesión fantasmagórica, evocadora y melancólica, a erigirse en símbolos casi carnales del desideratum arrebatador que envuelve el transcurrir. En Anguita y Eliot, la rosa, el gusano, el río, la sucesión de las estaciones y sobre todo, la doble faz de las palabras –ya pueden marchitarse en su torpe e inacabada aprensión del tiempo, ya pueden resplandecer como la consolidación de un testimonio que no caduca en la inmediatez de su decir- se convierten en esos símbolos que muestran de un modo apasionante la densidad de un pensamiento que se vuelve fronterizo de la abstracción y que se despliega en la extensión del poema con una precisión abrumadora, haciendo de la sensibilidad y el intelecto, una simbiosis casi perfecta en un lenguaje serio e intenso que ha relegado a un segundo plano los lúdicos descubrimientos vanguardistas.
En tercer término, es posible advertir en los poemas tardíos de Eliot y Anguita, una discursividad que nace de la propia condición retórica de los textos –y no necesariamente como un injerto traído a la fuerza desde otro sitio- y que hace referencia a la constante alusión de un fin redentorista, recurriendo para ello, a una imaginería cristiana. En este sentido, no nos es desconocida la opción por el cristianismo católico y el cristianismo anglicano al que tanto Anguita como Eliot acceden en un proceso moroso de años de indecisión y examen interior. Sin duda la fe, para estos poetas, no es mero dato cultural, ni tampoco algo que hay que dejar en suspenso: cada uno, desde su peculiar experiencia, sedimenta sus poemas con su sensibilidad religiosa y los textos a los que estamos haciendo alusión, son precisamente el lugar preciso donde esto se lleva a cabo. Vemos cómo Anguita y Eliot proceden a intercalar, parafrasear e introducir en el cuerpo de sus poemas, fragmentos o referencias a los Salmos, al Cantar de los Cantares, a oraciones aprendidas desde niños, al breviario latino y al texto de la misa. Pero más allá de estas intertextualidades, lo que atrae poderosamente la atención, es el uso en varios lugares estratégicos de los distintos poemas, de elementos configuradores de sentido que abarcan las dimensiones del vaticinio, la pureza y la expiación y que tienen al fuego, la llama y la ceniza como símbolos aglutinadores de una sensibilidad religiosa múltiple y rica. Ahí es donde se puede apreciar el centro de las meditaciones que llevan a cabo estos poetas en sus largos poemas finales: la real posibilidad de aprehender el transcurso del tiempo y vislumbrar justamente en él, un atisbo de eternidad que sea compatible con la precariedad que advierten en lo humano y que hace de la autoconciencia de la finitud y su aceptación estoica y adusta, la puerta que deja entrever una posible salvación.
Me apresuro a concluir estas notas, estos bosquejos que han querido ensayar un acercamiento entre Anguita y Eliot con la conciencia que resta mucho aún por explorar al momento de establecer vinculaciones entre estos poetas. Una revisión apresurada de esa vinculación implicaría, entre otras cosas, indagar, por ejemplo, al interior del conservadurismo político de la madurez de ambos autores, el concepto de cultura que propician y el modo en que creen que es posible encarnar en la realidad tales premisas. De Eliot sabemos bastante de ello al leer textos como Notas para la definición de la cultura o La idea de una sociedad cristiana. De Anguita –como sobre muchas otras cosas que lo involucran a él- creo que eso no ha sido siquiera planteado como posibilidad, acaso este tema rendiría críticamente si sus artículos, notas y ensayos, pudiesen ser leídos, por ejemplo, a la par de los textos de crítica cultural de un gran amigo suyo como lo fue Mario Góngora. Pero ese mismo conservadurismo, revierte tanto en Anguita como en Eliot al convertirlos en mandarines culturales –directores de revistas, asesores asiduos de editoriales prestigiosas, colaboradores de la prensa más representativa del establishment literario de sus respectivos países- cultivando, asimismo una efigie solitaria y hasta monacal de sus propias existencias y distantes de todo eventual escándalo, dedicados, por último, al final de sus vidas, a pulir y revisar obstinadamente, una y otra vez, su prosa –notas, ensayos, crónicas, conferencias- a sabiendas que la poesía, en su misterio, ha dejado de manifestarse en ellos.
Las aristas por explorar son vastas, sólo enuncio algunas aquí, con el ánimo de mostrar que, en nuestro contexto crítico, resta aún bastante por hacer al momento de querer dar cuenta de los contactos que pueden ser hallados entre nuestros poetas y su producción y autores, movimientos y tendencias extranjeros, sea o no de nuestro idioma.
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