Ciertamente existen muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros.
Franz Kafka
Tengo detenidos hace ya casi tres semanas, un puñado de apuntes sobre la música de Alfred Schnittke, otro tanto sobre la poesía Osip Mandelstam y un breve esbozo ensayístico acerca del poeta Stefan George. Pero no he podido avanzar casi nada en ellos. No porque carezca de tiempo o interés o porque me hayan dejado de fascinar los mundos que habitan ahí. La razón es mucho más simple: el movimiento estudiantil y social que sacude nuestro país desde hace un par de meses está dejando de ser una noticia que cómodamente puedo ver por televisión o leer por Internet y se halla muy próximo a arribar a las riberas de mi cotidianidad. No es para menos: a través mis hijos Deysha y Gonzalo, sobre todo la primera en su calidad de dirigente de la FEUCV , el movimiento ha establecido una vigorosa cabeza de playa en mi más plena cercanía y donde ambos chicos participan activamente en las movilizaciones, en las tomas de sus establecimientos educacionales y en las diversas marchas y manifestaciones que aparecen espontáneamente por aquí y por allá. En latas conversaciones con ellos y con algunos de sus conocidos que han arribado a nuestra casa en las breves pausas que se hacen en esta dura brega, puedo no dejar de admirar el entusiasmo, la decisión y a veces la sangre fría que todos ellos demuestran. No es precisamente un idealismo sentimental, más bien una especie de concientización muy certera de su propio tiempo, de su propia circunstancia vital. Queremos llegar vivos al paraíso es una frase que oí furtivamente y que me hizo recordar los sloganes que los jóvenes poetas expresionistas alemanes en la trágica y sangrienta revolución alemana del invierno de 1918-1919 empleaban con una intensidad que acabó en su propia aniquilación. Dato que estos chicos, sin duda desconocen, pero que en sus bocas suena como una recreación casi surrealista.
Por otro lado, mis alumnos de la carrera de Literatura han iniciado un paro indefinido en apoyo al movimiento y han puesto en entredicho a la timorata administración universitaria que les rige. Ello no es menor y es hasta relevante, si se considera que donde laboro y donde ellos estudian no es una universidad pública o tradicional, sino una de las tantas universidades privadas que representan, hoy por hoy, la cabeza de turco de las críticas que se levantan desde distintos frentes. Tal vez no posean la madurez política de sus pares de universidades tradicionales o la experiencia necesaria para esclarecer con adecuación sus demandas, pero al fin y al cabo ya es un paso enorme que en medio de tantas restricciones que les cercan su vida universitaria, se manifiesten de esta manera. Por lo demás, la autoridad al parecer no ha reaccionado de la manera más inteligente y para variar lo ha hecho con una dosis de nerviosismo característica. Nerviosismo que delata, irónicamente, la impericia de esas mismas autoridades que al reaccionar del modo que lo hacen, se deslegitiman académicamente y sólo les queda como resguardo –como último resguardo- la amenaza y el autoritarismo disfrazado de “mantener el orden y los cauces normales de comunicación”. Y esto, en verdad, cuando son ese orden y esos mismos cauces los que esta joven generación pone en entredicho para la resolución certera de sus conflictos.
Pero no digamos que en las autoridades universitarias de otros sitios, sobre todo de algunas universidades tradicionales, ha imperado la justa razón y la diplomacia. Es cosa de ver lo que acontece en la PUCV y el panorama se vuelve triste, hasta patético. Después de leer en la página web de esa universidad –la cuarta a nivel nacional- las declaraciones de sus estamentos colegiados de la más diversa índole y salvo muy contadas excepciones, la impresión general que se desprende de todos esos textos es de una incomprensión rayana en el odio en torno al movimiento estudiantil y social –escudado en la retórica de “entiendo la situación a nivel nacional y la apoyamos, pero uds bajen el paro y la toma y vuelvan a clase”- que a uno le hace pensar que está leyendo declaraciones dignas de una universidad míseramente provinciana, administrada por el Opus Dei en la España de Franco antes de la década de los 70 ¿Dónde quedó la valiente universidad que encabezó la Reforma Universitaria de los años 60?, ¿dónde quedaron los antiguos estudiantes que ahora son académicos de esa misma universidad? Parece ser que la historia –o el Mercado- se los tragó con zapatos y todo y lo que sobrevive es sólo una sensibilidad cortoplacista de almacenero de barrio que tiene miedo que le cuestionen sus migajas materiales. No escribo esto con deleite, ni con rabia, ni con animosidad, en absoluto: más bien, con nostalgia y tristeza, más que mal, la PUCV , es mi alma mater y saber de su situación me deja caviloso.
Lo que piden los estudiantes, es ni más ni menos que lo que cualquier sentido común puede pensar: educación de calidad, fin al lucro desvergonzado de las entidades que otorgan el servicio educativo y que el Estado vuelva asumir la responsabilidad que le corresponde en todo esto. Ello significa algo también muy evidente: reformar –u abolir – la Constitución del 80 para establecer un marco legal legítimo a todas esas demandas y que esa misma Constitución no garantiza para nada, hacer una reforma tributaria real y significativa y establecer un control efectivo de los avatares administrativos de los procesos educativos. Parece tan sencillo y sin embargo cómo cuesta llegar a solo realizar una de esas propuestas. Si esto lleva a la polarización de las opiniones, no sólo del gobierno, ni de los estudiantes, sino también de otros actores sociales y del ciudadano de a pie, pues no me parece malo para nada: de tarde en cuando hay que definirse frente a algo, respecto a algo y ante algo.
Leo estas últimas líneas y pienso en mi propia generación, generación gestada en Dictadura y que vio la luz a principios de los 90 bajo los primeros gobiernos concertacionistas. Pasados los efímeros entusiasmos de sentirnos en “democracia” con una alegría que se esfumó con la velocidad del rayo, arribamos, pasados los años y nuestra “educación sentimental” al más delirante de los mundos posibles: académicamente formados a la antigua usanza –donde el valor de la lectura, el sentido de las humanidades y el esfuerzo paciente tras la forma, la minucia filológica y la certeza del “buen Dios” escondido en el detalle de un poema eran nuestra razón de ser- , salvo muy contadas excepciones, no heredamos el mundo intelectual de nuestros mayores, mundo intelectual que había que reconstruir pasada la Dictadura y que, a todas luces, se anquilosó en una gris rutina mantenida por los mismos que se apernaron de una u otra manera con las leyes de amarre de Pinochet. Así, veo hoy a mi generación entre la espada y la pared, educados intelectualmente en la lectura de Benjamin, Adorno, Ricoeur, Celan, Steiner, Derrida o Foucault, poseedores de una sofisticada sensibilidad para intentar comprender una teoría, vislumbrar el sentido de las palabras o admirar el despliegue estético de las representaciones de la realidad, un puñado de frases y palabras tales como tolerancia, libertad y espíritu crítico, se convirtió en nuestro telón de fondo, en nuestra caja de resonancia donde pensamos era posible poner en perspectiva muchas cosas. Sin embargo, terminamos en la brevedad de la treintena desencantados o escépticos prematuramente: los que no claudicaron y son en diversos sitios “profesores asociados” entregados al establishment universitario, viven –y vivimos- una vida precaria, juntando los pesos para llegar a fin de mes con algo de dignidad, convertidos en “profesores taxis” y sin sentir arraigo, pero exigidos por ridículos “compromisos institucionales” en un fingimiento de sobrevivencia, poseedores de postgrados sacados con sacrificio personal y mucho insomnio, sabiendo que los estudiantes a los que hacemos clases tienen la razón de su parte aunque cometan errores, pero donde estamos incapacitados de tomar una acción más decisiva dado el sistema perverso en el cual nos encontramos instalados y que nos arrincona, sistema donde una virtual libertad de cátedra es frágil como ella misma o en verdad casi inexistente, donde el permanente cuestionamiento –o mera ignorancia desdeñosa- hacia nuestro conocimiento aprehendido en un camino de altos y bajos no coincide con palabras tales como excelencia, emprendimiento o eficacia, nuevo shibolet administrativo que se esparce como un cáncer en todos lados junto a la conciencia de saber que nuestra opinión pesa menos que la de un paquete de cabritas ante la de un tecnócrata especializado en “aprendizaje” y que nos ve como jóvenes dinosaurios. El saber que a los 37 o 38 años, puedes ser prescindible, pues hay un puñado de chicos de 29, recién llegados del extranjero con un doctorado de nombre altisonante y que están dispuestos a recibir la mitad de tu paga si llega a ser necesario.
Con mi amigo, Christian Miranda conversábamos todo esto y al final del día sólo atinábamos a reírnos: no hay situación por desesperada que sea que no amerite citar alguna escena de alguna película de los hermanos Marx como aliciente o consuelo filosófico o metafísico. En estos momentos en donde al parecer se están removiendo –un poco nada más, pero eso ya es suficiente- los cimientos de este estado de cosas, veo a los estudiantes y con ellos a mis hijos, Deysha y Gonzalo, como portadores de una posibilidad: este movimiento es de ellos, no mío y por ende, siento una envidia que sólo su libertad puede asumir. Los costos para nosotros serían en cambio paradójicos. Cesantía, pérdida de lo logrado en todos estos años. Como conversaba con un estudiante, alumno mío en la universidad antes del paro: ambos estamos en lados distintos de la barricada. Y tal vez sea justo así, después de todo, no deseo hablar de la esperanza: escéptico como soy del lenguaje, tal vez tenga que hacer mi camino de Damasco para reconvertirme a la utopía.
Por ahora, entre conversación y conversación, a la expectativa de los acontecimientos, quizás vale la pena recordar a Kafka cuyas palabras sirven de epígrafe a este breve texto. Y en ese recordatorio, asumir con humildad que después de todo, en una de esas, a mí, a mis amigos y colegas, a mi generación, le resta una tarea no menor: como decía Walter Benjamin, “organizar el pesimismo” tras la primera línea de batalla para recibir a los heridos que resulten de esa locura que llamamos historia y que todos estos chicos desafían.
Queridísimo Ismael: es una crónica llena de lucidez y sentimiento. Separo aguas en aquello de que ésta no es nuestra revolución, de que somos espectadores. Tal vez tu situación laboral en particular te pone en una situación mucho más difícil que a otros, pero yo sería más optimista, Más ingenuo también, probablemente: pero llevo demasiado tiempo dándomelas de Cioran. Un abrazo agradecido por leerte con placer como de costumbre,
ResponderEliminarCristián
Caro Cristian.
ResponderEliminarGracias por pasearte por aquí. Sí, tal vez soy algo pesimista, en verdad nunca lo he dejado de ser. Y en el caso puntual de este movimiento, mi admiración va hacia mis hijos y sus amigos que ciertamente se la están jugando. Comparto contigo que quizás mi visión es parcial, muy parcial: es lo que me toca ver y conversar con varios amigos y conocidos. Salvo contadas excepciones, ser academico de universidad privada es algo raro: compartes todo o casi todo lo que reivindican los estudiantes, pero sabes de antemano que si te arriesgas más de la cuenta, eres totalmente prescindible. Habrá quienes critiquen eso y tacharán mi conducta de burguesa o cobarde. Me da lo mismo, mi conservadurismo ético me impele a preocuparme de crear las condiciones materiales minimas para que estos chicos, mis hijos y sus amigos, puedan dar la pelea sin preocuparse del frente interno. Así de simple. Tal vez me reconvierta a la utopía, quien sabe.
Un abrazo
Ismael