Primero fue curiosidad, luego asombro, posteriormente lucidez y agudeza, al final, placer nacido de todo lo anterior, para desembocar, hoy por hoy –y muy modestamente- en un infantil e imposible afán de emulación. Esos serían los estadios que tendría que reconocer en mi paulatino conocimiento y reconocimiento de la escritura crítica de Peter Szondi. Estadios que comenzaron hacia 1997 cuando cayó en mis manos de forma casi accidental un libro de título fascinante y enrevesadamente descriptivo: Poética y filosofía de la historia I: antigüedad clásica y modernidad en la estética de la época de Goethe. La teoría hegeliana de la poesía. No fue menor mi admiración el percatarme de qué forma tan sutil, erudita y amena, Szondi tejía una filigrana conceptual llena de referencias y guiños al interior de la tradición literaria alemana para establecer y exponer con bastante precisión y convencimiento, la tensión entre antigüedad y modernidad y cómo ésta, buscando arraigo en una serie de teorías, preceptos y reflexiones de un puñado genial de autores –Lessing, Winckelmann, Goethe, Moritz, Schelling, Hölderlin y Schlegel- se desenvolvía plagada de conflictos, claroscuros irresueltos y posturas teóricas a matacaballo entre el placer estético y la erudición severamente germana. Ya en esta lectura inicial advertía algo tal vez no muy evidente a primera vista, pero significativo: la valentía de ir desde la literatura hacia la filosofía y la estética para luego regresar a la literatura con el propósito de mejor entenderla e interpretarla, no con el afán de esclarecer la multitud de preguntas que suscita, sino más bien, para intentar captar el sentido que de ellas se desprende.
Años después, me topé con sus Estudios sobre Hölderlin y no cabe duda que la lectura de sus páginas fueron determinantes para tomar distancia –que no dejar de amar: imposible- de la interpretación heideggeriana de la poesía del autor de Patmos. Más aún: la lectura de Szondi me complementaba la de Heidegger y la de otros autores que siempre han rondado mi cabeza cuando de Hölderlin se trata…Beda Alleman, Otto Bollnow. Pero más allá de estos fantasmas eruditos, me percataba de la agudeza de Szondi para interpretar himnos tardíos como lo son Como en un día de fiesta o Fiesta de la paz o cuando aborda el espinudo asunto de leer la así llamada Carta a Böhlendorff del 4 de diciembre de 1801 y nuestro crítico intenta desentrañar la compleja reflexión sobre el sentido que posee la poesía para nosotros los modernos en un contexto sellado por el ocaso mismo de Occidente. Tal severidad interpretativa, unida a una lucidez expositiva de tan abstruso tema, sólo hallaría emulación, al menos para mí, cuando asistí a los seminarios sobre Teoría del Arte que dictó el filósofo chileno Pablo Oyarzún en el Instituto de Arte de la PUCV a fines de los años 90 y que abordaron aquel mismo texto hölderliniano. Pero pienso que uno de los ensayos más relevantes para mi comprensión del pensamiento crítico de Szondi, fue la lectura de Acerca del conocimiento filológico y que vuelve, en lo medular, a plantear o proponer una manera de abordar la literatura y, por ende, la poesía, de una forma tal que no se detenga en el detalle filológico huero o carente de significación, es decir, que se atreva a congeniar la rigurosa necesidad de buscar constataciones materiales en la lectura con la también necesaria amplitud reflexiva que tanto la filosofía como la estética entregan bajo un cariz hermenéutico con tal de hacer posible la búsqueda del sentido. Búsqueda que en todo caso no implica su hallazgo, ni mucho menos su autocomplacencia. En otras palabras, sin renunciar a la literatura, aventurarse en otros ámbitos del saber humanista para intentar hallar ese algo que la mera lectura formalista no entrega de las obras. Y, por supuesto, renunciar a la pretensión de ciencia que implica el acto de leer. Aquí, como en otros sitios, Szondi es primo cercano de un Gadamer o de un Jauss y, sin duda, uno de los primeros teóricos en tratar de unir algo que hasta su época, al menos en Alemania, parecía imposible. La especulación interpretativa con la exactitud del dato filológico.
Pero no se trataba de ver solamente a Szondi como un heraldo del romanticismo y de las teorías estéticas de la época de Goethe. En su Teoría del drama moderno podemos observar un afán no menor en efectuar un intenso desmentido referido a la concepción ontológica de los géneros literarios, poniendo sobre el tapete, la polémica y necesaria afirmación de entender aquellas representaciones discursivas como virtualmente cargadas de una dosis de historicidad que llevan en su interioridad a semejanza de una semilla secreta, todas las formas artísticas. De ahí que en ese libro –su tesis doctoral, publicada en 1956- partiendo de Ibsen y Chejov, Szondi hace una escalada en el teatro de Piscator, Brecht, O Neill, Wilder y Miller, efectuando una serie de preguntas capciosas sobre si es viable en nuestra época moderna un teatro épico, si acaso es pertinente la existencia de un yo en la representación dramática o si es cierta o valedera la afirmación que manifiesta que se han superado las concepciones espacio-temporales de la representación en el teatro actual. No deja de ser impresionante y a ratos, abrumadora, la cantidad de datos, relaciones y parentescos que Szondi establece para intentar esclarecer la modernidad de lo dramático, en contraste con la disolución de lo trágico. Pero lo que llama la atención es nuevamente la valentía del modo de plantear el hecho: en esta genial obra crítica de juventud –Szondi tenía 27 años cuando la publicó- se articula el principio rector que será evidente en su escritura posterior. Acá, Szondi dialoga y polemiza con el Theodor Adorno de la Filosofía de la nueva música y contrapone sus propias conclusiones a las del Georg Lukács de Teoría de la novela. Pero, de todos modos, la piece de ressitence es el diálogo con Walter Benjamin y su Origen del drama barroco alemán, una de las más difíciles y complejas obras críticas que haya salido de la pluma del pensador berlinés. Con un ímpetu, tal vez debido a su juventud, vemos a Szondi articular una teoría del drama moderno cuyo eje epistemológico viene a ser la posibilidad de pensar los géneros literarios desde una perspectiva histórica y cómo al interior de aquello, es posible todavía ver una salida a lo trágico. Todo esto, sintetizando y asimilando de modo muy personal, una serie de reflexiones que parecieran estar, salvo Benjamin, bastante alejadas de lo convencionalmente aceptado por los estudios teóricos centrados en lo dramático. Es que ahí está lo interesante de Szondi, el ver cómo desde la literatura puede plantearse una serie de reflexiones que desbordan lo tradicionalmente aceptado como literario y en comunicación permanente con otras esferas del saber humanista.
De modo tardío, a pesar de conocer su existencia desde casi la misma época que vine a leerlo por primera vez a fines de los años 90, me he acercado a otro Szondi, el Szondi amigo de Paul Celan y al que debemos un puñado de entre los más geniales ensayos de apreciación en torno a la vida y obra del poeta de Chernowitz. Los Estudios sobre Celan es una recopilación póstuma y devela un nuevo Szondi que se supera a sí mismo como crítico y lector. Entre esos ensayos, uno de los más célebres quizás es el dedicado a la traducción que Celan efectúa del soneto 105 de Shakespeare: la agudeza de Szondi es tensada al máximo y más que un ensayo de crítica literaria, lo que hay ahí es una verdadera poética de la traducción. Ni más ni menos, una especialísima pieza reflexiva que está a la altura de lo escrito por Benjamin o Steiner acerca del mismo tema. Una teoría de la traducción donde no sólo importan las eventuales búsquedas de equivalencias lingüísticas, sino también el contorno cultural, la apropiación de una sensibilidad y el talante que nos otorga la percepción de una lengua vertida a otra y que significa nada menos que la autocomprensión del poema desde una escritura también poética. Como haciéndose eco del dictum de Lautremont, pareciera ser que Szondi constata que la poesía será hecha por todos, viendo en la traducción de Celan, el ejercicio superior que un poeta puede hacer respecto del lenguaje.
Siempre he pensado que cuando un crítico literario te hace llegar a esos límites deja de ser crítico literario: se transforma a mi gusto en un sujeto reflexivo que especula sobre la posibilidad de conocimiento que otorga el lenguaje a través del más extraño, paradójico y enaltecedor modo que puede hacerlo un lector fervoroso: pues haciendo que el objeto de su amor y dedicación diga lo que éste parece que desea decir y no lo que él quiera que diga y con la incertidumbre de no saber si aquel decir es el decir. Es la creencia –sí, creencia- que la lectura ilumina al objeto, a la obra en su posible sentido y que en esa iluminación es dable la interpretación. Y que ésta es como dice Rilke en la Séptima elegía de Duino un gesto de solicitud suprema: “Mi llamar/ es como un brazo extendido. Y su mano, que para coger/ se abre hacia lo alto, permanece abierta ante ti,/ como defensa y advertencia,/ tú, allá arriba, inasible.”
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