domingo, 28 de agosto de 2011

El último cisne rojo: sobre Alfred Schnittke

La música ruso-soviética del siglo XX es sin duda una de las más relevantes de la música occidental. No es posible hacer un catastro feliz sin dejar de mencionar a compositores como Serguei Prokofiev, Dmitri Kabalevski, Aram Katchaturian o Dmitri Shostakovich. Relevante no tan sólo por la calidad excepcional de muchas de sus composiciones que, de no existir, harían el repertorio de la música del siglo XX mucho más pobre, sino también porque en la música ruso-soviética es dable apreciar una lucha sostenida por la expresividad en un contexto de dramática represión para con cualquier manifestación sensible que escapara al así denominado “realismo socialista”. Hoy nos cuesta entender cómo era posible eso, cómo era aplicable a un arte como la música, normativas referentes a lo que era musical o no musical, a lo que era música proletaria o música decadente y burguesa. Es tal vez una cosa de locos, pero era así. De modo análogo a lo que sucedía en el mundo de la literatura, existía una Unión de Compositores Soviéticos, organismo burocrático que velaba sobre la pertinencia de tal o cual obra o vigilaba la conducta de tal o cual compositor. Esta organización hacía de referente crítico oficial –manteniendo revistas y periódicos especializados, subvencionando concursos de composición, otorgando franquicias monetarias a músicos, consiguiendo las mejores oportunidades para estrenar las obras que consideraba más representativas de la así llamada música soviética y haciendo de manager de distintos compositores-  y podía elevar o denostar una carrera profesional, censurar o inducir a la autocensura. Los famosos y conflictivos casos de Prokofiev y Shostakovich son sólo un pequeño ejemplo de lo que acontecía a cientos de músicos ruso-soviéticos como asimismo a notables intérpretes como fueron Oistraj y Richter. De más está decir que cualquier afán de llevar a cabo una música experimental era mirado con muy malos ojos. Pero no sólo eso: hasta muy entrada la década del 50 e incluso hasta los años 60, las obras de Schönberg, Webern y Berg eran producto de un serio seguimiento censor. No tan sólo referido a oírlas, sino a leerlas: sus partituras eran raras y quien las poseía para su estudio, corría el riesgo de ser tildado ya no de reaccionario, sino que podía incluso sufrir una temporada en la cárcel. Basta imaginar entonces con la debida justificación el desconocimiento de parte de la comunidad musical soviética de buena parte de lo más granado de la música vanguardista occidental desde mediados del siglo XX. El serialismo integral de un Boulez o Stockhaussen como la música concreta de un Cage o la experimentación electro-acústica de un Ligeti, un Donatoni o un Scelsi, pues, salvo contadas excepciones, no eran tema de estudio en los Conservatorios de Leningrado o Moscú.
En este ambiente enrarecido y sofocante, la generación más joven de compositores ruso-soviéticos se vio en la difícil y múltiple misión de, por un lado, no llamar la atención de las autoridades musicales soviéticas, cumpliendo los rituales oficiales necesarios: música para efemérides solicitadas por el Partido que fuese monumental, asequible y sin complicaciones técnicas mayores o entregarse a la composición de piezas para la vigorosa industria cinematográfica rusa. Por otro lado, dedicarse a la pedagogía en sitios remotos, perdidos en Siberia o en algún punto de la extensa llanura euroasiática, alejados del mundanal ruido de Moscú o Leningrado. En otros casos, asumir el riesgo de estudiar clandestinamente las partituras que pasaban de contrabando desde Occidente para intentar no perder el hilo conductor del desarrollo más actual de la música contemporánea. Un puñado de afortunados podía darse el lujo de viajar a Finlandia o Suecia o desde Europa Oriental, atisbar algo de la vida musical centroeuropea, fundamentalmente de Alemania Federal y Austria. Pero todas estas limitantes no restaron creatividad alguna y la necesaria búsqueda de rumbos para la expresión musical en los más diversos compositores.
Alfred Schnittke (1934-1998) fue justamente uno de esos compositores pertenecientes a la más joven generación que empezó su vida creativa después de la muerte de Stalin, en la segunda mitad de los años 50 y que recorrió todos los caminos descritos anteriormente: compuso música para las celebraciones oficiosas del Partido, contribuyó con generosidad a la música de cine y ejerció docencia en diversos lugares de la Unión Soviética para intentar llamar lo menos posible la atención. Paralelamente a esto, sólo a partir de los años 60 pudo estudiar y conocer –siempre de manera clandestina- la principal tradición vanguardista europea desde Schönberg hasta Ligeti y se aventuró en experimentar en sus propias composiciones los descubrimientos y técnicas que iba paulatinamente conociendo. Es así que durante los años 50 y durante buena parte de los años 60, Schnittke compone a base de estructuras seriales a semejanza de Boulez o el joven Ligeti, densificando su música de modo inusitado. Siempre en conflicto con las posturas oficiales del Partido, Schnittke se aventura hacia una música cada vez más experimental y concentrada, pero donde ese experimentalismo no rehúye la posibilidad de conservar un atisbo de melodía que fuera identificable por el oyente. Poseedor de una destructiva ironía, su modelo a seguir en ese camino es el del viejo Shostakovich, dejando en evidencia uno de sus talentos mayores: la capacidad para concebir la música como un bufonesco pastiche no carente de una densidad trágica. En el ambiente musical de la sombría seriedad soviética, el arte no es una broma, ni menos da para la burla: es más bien un vehículo ideológico de primer orden que, entre sus múltiples razones, aborda la educación sensible del “nuevo hombre”, acorde a las directrices insoslayables del Partido. En ese entendido, todo atisbo de disidencia –comprendida como pesimismo cultural- no tiene cabida: la misión del artista es dar cuerpo a la utopía colectiva encarnada en una supuesta sensibilidad revolucionaria.

Ante tal contraste, era inevitable el choque: el estreno de la Sinfonía n° 1 de Schnittke en 1974 conlleva su censura y la prohibición de ser interpretada, reviviendo por algún tiempo los más tristes y demoledores recuerdos de la época stalinista. Pero será a partir de ese momento y de esa experiencia que nuestro compositor va abandonando paulatinamente las estructuras seriales demasiado rígidas y acentúa lo que sus mismos críticos le censuran: un impulso musical que se asume con un sentido del humor excéntrico, cada día menos interesado en la originalidad y mucho más atento de reinterpretar la historia de la música occidental como sólo un músico soviético puede hacer desde su rincón marginal. Será a partir de mediados de los años 70 hasta su muerte que Schnittke compondrá en lo que se ha denominado poliestilismo estilizado que, de buenas a primeras, es convertir en repertorio buena parte de la tradición occidental, pero de una manera tan especial que es imposible hablar de recreación, plagio o imitación burda. Desde la literatura, llamaríamos a aquello “intertextualidad”: pareciera que Schnitke nos manifestara que la música remite siempre a otra música, que una pieza es citable en el cuerpo de otra y que esa actitud no debe ser para nada de un anquilosamiento monumental, sino más bien de un modo mucho más libre, risueño y hasta paródico se trataría de poner en entredicho el aura de cualquier tradición, incluida aquella que es rotulada como vanguardista. Esto no es menor en la música occidental, música que se ve a sí misma como herencia patrimonial de larga data y donde es muy fácil caer en la tentación monumentalizadora. De eso ya Theodor Adorno escribió bastante en esos ensayos reunidos bajo el título de Disonancias: música en el mundo administrado y donde es posible advertir el callejón sin salida al que puede conducir el formalismo extremo de toda aventura estilística.
Por eso es relevante la actitud de Schnittke: dadas las condiciones sociales  e históricas de donde proviene, su apropiación de la tradición occidental es un genuino anti-homenaje en la estela más vanguardista, aquella que hace de Dadá su non plus ultra. Cosa curiosa: Schnittke no atenta contra una idea de melodía o tono como sí lo hicieron de forma recalcitrante los más aventureros músicos y tendencias europeas de los años 60, pero basta con oírlo par percatarse de la demolición interna que este compositor soviético lleva a cabo burlescamente de toda forma musical y el modo genial con que emplea el pastiche y la cita como herramientas de desarticulación de todo aquello que huela a canon cristalizado. Una doble e incómoda tarea puede verse en esto: en su música Schnittke pone en entredicho la seriedad como valor inherente a una más que virtual moralidad musical, cosa muy propia del mundo artístico soviético, pero también pone en entredicho o devela más bien la vacía entelequia emocional y artística que se esconde en todo vanguardismo occidental que desemboca en un formalismo ya cristalizado en academicismo autorreferencial.

Para mí, la obra que representa mucho mejor que mis burdas palabras ese humor de Schnittke – y sin desmedro de sus geniales Concerto grossi- es la cantata Fausto de 1983, para solista, coro y orquesta. Esta obra pone música a la última parte del primer libro publicado sobre el doctor Fausto, Historia von D. Johann Fausten (anónimo, 1587) en la que éste confiesa a sus pupilos el pacto que realizó con Mefistófeles en el pasado y les informa de que está a punto de cumplirse el plazo. Aunque los estudiantes le piden que se arrepienta, Fausto se niega y por fin muere, desnucado, a manos de Mefistófeles durante la noche. Por la mañana, los estudiantes encuentran su cadáver y reflexionan sobre el error cometido por su maestro al ser incapaz de resistir la tentación diabólica. La parte de Mefistófeles es cantada con voz de contratenor y nos narra la escena de la horrible muerte del doctor Fausto y lo hace con un sorprendente pero convincente e inquietante ritmo de tango a lo Piazzola. El efecto es impresionante: una siniestra ligereza a cargo de una orquesta que bambolea rítmicamente para acompañar a una voz nasal, casi asexuada y que se burla del destino de Fausto con una carcajada aguda realmente siniestra.
¿Es acaso esta música la burla hacia la posibilidad del conocimiento y la racionalidad y, por ende, hacia toda tentativa utópica de buscar el sentido? No lo sé. Sólo atino advertir que el Inferno es la contrapartida de esa misma búsqueda.



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