En la literatura latinoamericana, el siglo XX bien podría ser llamado “el siglo del ensayo”. La variedad, intensidad y calidad de los textos circunscritos a este género anfibio y multifacético lo aseverarían. Por lo demás, en tanto escritura, el ensayo se ha consolidado con justicia al interior del campo literario contemporáneo, al verse convertido en la espina dorsal de la crítica en nuestro continente. Es de este modo que esta forma escritural ha posibilitado la creación de un espacio reflexivo atento a los disímiles avatares de nuestra modernidad tal como lo ha señalado el escritor hispano-uruguayo, Fernando Ainsa: “(…) el pensamiento latinoamericano se expresa a través de este género (ensayo) marcado por la urgencia y la intensa conciencia de la temporalidad histórica; elaborando diagnósticos socio-culturales sobre la identidad nacional y continental (…) El ensayo reflexiona sobre la diferencia y la alteridad, sobre lo propio y lo extraño en ese inevitable juego de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo que caracteriza la historia de las ideas en un continente enfrentado a contradicciones y antinomias (…) el ensayo ha propiciado también denuncias de injusticias y desigualdades y ha inspirado el pensamiento antiimperialista o el de la filosofía de la liberación con un sentido de urgencia ideológica más persuasivo que demostrativo y donde el conocimiento del mundo no se puede separar del proyecto de transformarlo. De ahí su intensa vocación mesiánica y utópica (…)”
En este entendido, ensayo y crítica van de la mano en un maridaje que rebasa los compartimentos especializados de la discursividad intelectual en boga, haciendo tanto de la literatura, la historiografía, la filosofía, la antropología, la estética y otros muchos saberes, sus fuentes fecundas y aleccionadoras, convirtiéndose simultáneamente en la respectiva disidencia de los mismos. De esta forma, el ensayo contribuye con la peculiarísima retórica de su enunciado a acrecentar los horizontes del sentido o a su cuestionamiento siempre necesario. Aún más, ha logrado una notable autonomía y no teme manifestarse como poseedor de un saber fundado en una actitud indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en el rendimiento estético de su gratuidad escritural en un gesto que pone en permanente entredicho sus múltiples referentes. Por ello el ensayo, convertido en escritura crítica, devela la articulación de las discursividades hegemónicas que se hallan en el sustrato mismo de la “ciudad letrada”, propiciando un correlato alternativo fundado en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es propia y característica.
Tal como manifiesta la ensayista mexicana Liliana Weinberg, esta manera que posee el ensayo de autoconcebirse como escritura crítica, proviene sin duda de la diferencia existente entre él y otras formas de la prosa, diferencia que radica en la ostensible densidad significativa de su puesta en obra, como a su vez, en su organización discursiva que une tanto la voluntad formal como el concienzudo trabajo sobre el lenguaje y el estilo que convierten al ensayo en un tipo de texto con su propia intransitividad. Esto le permite al ensayo revestirse de marcas textuales específicas que remiten a una condición dialogante de su propia configuración retórica, cosa que implica, en pocas palabras, hacer de él una representación, una auténtica poética del acto de pensar, de la experiencia intelectual, de la búsqueda de enlace entre lo particular y lo universal, entre la situación concreta y el sentido general. Es por eso que al ser poseedor de una capacidad de mediación entre discursos, el ensayo trabaja conceptos y símbolos tomados de distintas esferas del quehacer cultural, reexaminando sus posibilidades ciertas de sentido, sus opacidades transitivas y, por ende, subvirtiendo sus significaciones evidentes para inscribir su accionar en un horizonte de interpretaciones posibles sin cuya consideración resultaría imposible el acto de comprensión.
De esta manera, el ensayo es mucho más que un mero hecho de “comunicación”, es mucho más que la actualización de acontecimientos de referencia “abstracta” a un objeto exterior y congelado, viéndose convertido en un permanente enlace entre el productor del texto y la realidad extrasemiótica en una actividad que corresponde plenamente al ámbito de la interpretación. Al interpretar, el ensayista despliega a su vez dos operaciones: el conocer, que lo liga a la indagación conceptual y a la crítica; el entender, que lo liga a la producción de metáforas y símbolos. Aún más, como señala Weinberg, el ensayo es una verdadera hiperinterpretación, esto es, conforme él mismo la define, interpretación no filológicamente fundada. Citando a T. W. Adorno, Weinberg señala que el ensayo se vuelve entonces un desenmascarador de toda pretensión de existencia de conceptos absolutos.
Ciertamente que apreciar al ensayo como un proceso interpretativo es algo complejo y arduo y que requiere, al menos, de parte del ensayista, atravesar tres ámbitos interpretativos: el círculo de su propio campo intelectual en relación con el cual se vuelve crítico a la vez que creador; el círculo de su propia cultura y acervo enciclopédico de conocimientos y creencias y por último, el círculo de la tradición cultural que dicta las condiciones de inteligibilidad y que es en última instancia una determinada forma de ver el mundo y ordenarlo a través de categorías de tiempo, espacio y persona.
Finalmente es dable entender que el ensayo es una rica y excepcional posibilidad intermedia: el yo que a su vez piensa el nosotros; el yo que a la vez que habla, somete a examen las diversas condiciones de inteligibilidad. Por eso el ensayo, como hábitat crítico, despliega así una verdadera instancia de espacio público, una socialidad simbólicamente traducida como afirmación o como nostalgia de una vida comunitaria.
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