En general, no es muy común en nuestra pequeña escena crítica, establecer vínculos entre la producción poética llevada acabo por nuestros autores nacionales y las tendencias, movimientos, autores y poéticas extranjeras, tanto del idioma o fuera de éste. Por supuesto que hay excepciones que de inmediato nos asaltan como son, por ejemplo, el caso de Huidobro y su vinculación, por más polémica que pueda ser, con Reverdy, Apollinaire o las teorías cubistas en general, como también el caso de Neruda que ciertamente ha sido leído teniendo como referentes aclaratorios tanto a Withman como a Baudelaire como asimismo a poetas del Siglo de Oro Español tales como Pedro Soto de Rojas o el conde de Villamediana.
Dentro de estas coordenadas el caso de Gonzalo Rojas –cuyas permanentes declaraciones para invitarnos a leerlo aguzando, como dice él, tanto el oído moderno como el oído clásico- refiere interesantes e intensas alusiones para que establezcamos contacto entre su escritura prodigiosa y un lenguaje poético cifrado de modernidad que se plasma desde Rimbaud hasta Breton, por un lado, como con el reluciente oro viejo –luminosidad e intensidad de siglos- que habita el decir de la elegía erótica latina con su vasta presencia desde Catulo y Ovidio hasta Propercio y Tíbulo, por otro. Y por eso quisiera ensayar en esta oportunidad no una lectura erudita, sino más bien tantear algunas posibilidades de encuentro, de relectura, de interpretación entre maneras y, eventualmente, entre poéticas que al momento de ponerlas frente a frente, creo que se acercan y distancian como el sístole y diástole que siempre puede haber entre ironía y seriedad, entre experiencia y artificio.
Para comenzar creo pertinente bosquejar en una gruesa mano alzada, los puntos que me parecen relevantes: en primer término constatar el impetuoso “realismo” carnal -su intensa inmediatez- que circunscribe el discurso poético tanto de los poetas latinos como el de Rojas, estableciendo una distancia perentoria respecto a una idealización del objeto amoroso. En segundo término, rastrear la sugestiva y productiva ambivalencia que pueda establecerse entre trascendencia e inmanencia como esferas de significación necesaria para la clarificación de la experiencia lírica. Desde ahí, en tercer lugar, intentaré derivar una consideración “retórica” del poema, ¿cuál es el contenido de “verdad” del discurso amoroso?, ¿es el “yo” que enuncia una máscara de habilidad para facilitar la exposición o es acaso rastreable una eventual “sinceridad” del sujeto que enuncia? Finalmente, todo esto lleva a la consideración del poema como objeto cultural, como receptáculo y amalgama de diversas tradiciones que sirven al propósito, a veces no tan explícito, de una estética del efecto y que ciertamente tanto los latinos como Rojas, manejan de modo magistral.
Tal vez la idea que nos hacemos comúnmente del género lírico como el mejor medio de expresar nuestra subjetividad y todo el carrusel de emociones que ello implica, puede verificarse, al menos, desde la poesía latina que, por primera vez en la historia, hizo del “yo” una instancia de enunciación poderosa. No es menor aquello, si pensamos en el vendaval de emocionalidad y el amplio registro experiencial que es posible advertir en Catulo y Ovidio, por ejemplo. Pero sin duda, aquella inmediatez emotiva, revierte en un punto de no menos relevancia y que tiene que ver con un así llamado “realismo” de la experiencia y que significa, ni más ni menos, una eventual transparencia de lo aparentemente vivido en una sintonía muy peculiar con un concepto de mímesis. Presentar el “tapiz de la vida” sin exclusiones, sin falsas expectativas, desde lo más nimio y cotidiano, hasta lo más dramático y patético de la circunstancia vital, sería, al parecer, una manera propia de esta poesía. Si ajustamos más nuestra percepción, nos daremos cuenta que en la elegía erótica latina, el objeto de deseo, la efigie femenina se nos otorga con una deliciosa brutalidad: las heroínas de los poemas de Catulo, Ovidio, Propercio y Tíbulo se balancean entre la seducción y la procacidad, entre la intensidad y el desengaño, entre las más sugestivas artes amatorias y el desdén más electrizante. Una primera impresión es de constatar que el poema es un registro de la pasión sin, aparentemente, rastros de idealización o de sublimación. Todo, al parecer, se nos muestra al natural como un verdadero tobogán de emociones fuertes, donde los implicados aceptan el juego amatorio con sus reglas de fidelidad e infidelidad que pone a toda prueba nuestros nervios y sensibilidad. El repertorio es amplio y generoso, al punto que a Catulo poco le faltó erigir una verdadera taxonomía de las regiones erógenas femeninas o la disposición de los cuerpos amantes como, en otro sentido, Ovidio por poco satura el abanico de posibilidades de seducción tal como lo muestra aquel verdadero inventario de estrategias amatorias que es el Arte de amar. En otro extremo, la poesía elegíaca de Tíbulo nos muestra al amante sufriente, en un después de la pasión, perturbado por la nostalgia y el recuerdo del deseo y añorando la serenidad de una vida idílica y campestre como la que Virgilio describe en su poesía bucólica.
Bajo estas señas, es posible apreciar cómo Gonzalo Rojas arremete ya desde sus inicios en La miseria del hombre hacia un verismo que la crítica más informada a vinculado a un expresionismo, algo tardío, pero muy eficaz en su asunción realista y sin aspavientos, de la experiencia inmediata que al hablante le toca articular en el discurso poético. Pero ese verismo rojiano no sólo se nos muestra en la encrucijada diríamos existencial de sus devaneos subjetivos, sino más bien se afianza en una carnalidad amatoria que posee no poco de audacia. Pienso sobre todo en poemas como “Perdí mi juventud en los burdeles”, “Siempre el adiós”, “Los amantes” y “El fornicio”, por ejemplo, donde es hallable una atrayente inmediatez experiencial y que hace de la descripción del objeto del deseo como, a su vez, la letanía de su pérdida, aparejada con el goce, una singular cartografía de la emoción que no se disfraza de la mediación sentimental o de la retórica del buen sentido: aparece el cuerpo y su goce, su intensidad y su pérdida, pero en ningún caso es posible entrever una virtual idealización: el despojo, el desdén, los celos y la apetencia se vuelven parte integral del discurso, un discurso apelativo y cercano, con un verismo experiencial que justifica, tal vez, la popularidad de la poesía erótica de Rojas entre tantos lectores.
Por otro lado, el poeta chileno siempre se ha declarado a sí mismo como un místico concupiscente, en el camino que entrecruza a Georges Bataille con San Juan de la Cruz. Ciertamente el gesto rojiano de identificar la experiencia sensual con la mística para establecer una fecunda relación entre el eros y lo numinoso, es un campo de exploración altamente revisado por la crítica más enterada del autor de El relámpago. Sus fuentes son ubicables en la mística cristiana y el sufismo, pero ¿es posible rastrear coordenadas de este afán rojiano de trascendencia desde el cuerpo en la elegía latina?
Creo que es dable establecer un punto de contacto significativo referido a este tema, por más que no acredite a primera vista una relación tal vez forzada. Y ese punto posee un arranque en Propercio que, pasando por Francisco de Quevedo, desemboca en nuestro poeta chileno, estableciendo así, una interesante revisión de lo que denominaría el gesto de persistir desde la materialidad del cuerpo como instancia de una trascendencia vacía o más bien inmanente.
La séptima elegía del Libro IV del poeta latino nos muestra una visión sorprendente: la amada Cintia ha muerto y ha sido incinerada. Precisamente a la hora en que su amante la recuerda, el fantasma de la mujer se presenta en su lecho solitario. Es la misma de siempre, pero más pálida, además sus ropajes y su cuerpo muestran atroces evidencias de la cremación, volviendo para reprocharle al poeta sus infidelidades. Una verdadera alma en pena. Al final de la entrevista, se escapa de los brazos de su amante, no por voluntad, sino porque amanece, repitiéndole una y otra vez: serás mío y mezclaré el polvo de tus huesos con el polvo de los míos (mecum eris et mixtis ossibus ossa teram). No hay que ser un comparatista avezado para apreciar que esta intensa escena posee un despliegue posterior en el famoso poema de Quevedo Amor constante más allá de la muerte y que se constituye en uno de los referentes decidores de la poesía erótica de Rojas, sobre todo en lo que significa el entrelazamiento entre eros y tánatos y más que la superación de la muerte, el desafío que implica la relación ambigua y deseada entre la corrupción del cuerpo y su goce sensual que trasciende su propia configuración física en una anhelo que se materializa hasta el límite de su consumación.
Me parece que entre la elegía de Propercio y poemas como “Perdí mi juventud” , “El amor” y “Todos los elegíacos son unos canallas”, entre otros, puede establecerse una vinculación no sólo a nivel temático, sino más bien en lo que significa esa experiencia de dar cuenta de lo otro en el arrobamiento que vuelve indistinto el deseo en su afán apropiativo. Un verdadero misticismo material por llamarlo de alguna forma, pero que es uno de los más importantes elementos configuradores de la poética del autor chileno.
Hasta aquí, sin duda, la pertinente intensidad del discurso amoroso-poético, logra una notable fruición enaltecedora que apela a nuestra complicidad lectora: embebidos de la pasión que se nos muestra, damos por sentado el valor de verdad de los referentes a los que hace mención el texto mismo. ¿Pero acaso el “yo” que enuncia en el poema es una máscara de habilidad para facilitar la exposición o se vuelve posible el rastreo de una eventual “sinceridad” del sujeto implicado? La consideración retórica no es vana, pues permite clarificar la representación a un nivel de mímesis que en la elegía latina ha sido un tema largamente debatido, específicamente la ficcionalización del sujeto del enunciado. Esto no es menor, pues nos ayuda a comprender de qué modo un género literario puntual articula su propia retoricidad en un sugestivo claroscuro de ocultamiento y exposición, entre alusión y elusión.
De esta manera se ha establecido que la elegía erótica latina es un verdadero palimpsesto que amalgama una serie de discursos de una alta convencionalidad cultural y literaria gracias a una serie de estrategias compositivas que mantienen al “yo” del enunciado como un actor en medio de una mascarada, posibilitando de aquel modo su simultánea emergencia y ocultamiento. ¿Quién habla en la elegía?, ¿cómo dice lo que dice?, ¿bajo qué condicionantes culturales lo dice de aquel modo? ¿y hasta dónde lo que manifiesta el amante respecto de su amada responde a la ficción que esa misma amada propicia?, ¿qué se ama cuando se ama en un poema elegíaco de Catulo, Ovidio o Propercio? Por su puesto que no pretendo responder estas interrogantes en esta breve exposición, pero me parece que son preguntas altamente necesarias no tanto para constatar el alto grado de retoricidad de ese tipo de texto perteneciente a la antigüedad, sino más bien son preguntas que pueden ser perfectamente efectuadas a la poesía de Rojas, sobre todo en el concepto tradicional de recepción que implica una poesía que ha jugado siempre a apostar por la inmediatez de la experiencia, al menos en lo que a lo erótico se refiere. Intentaré esbozar una respuesta provisional por más breve que sea
Me parece que en la poesía de Rojas se manifiesta una inteligente mezcla entre astucia y sabiduría respecto a la efigie de poeta que se consuma en la gracia superior de mostrarnos, embebernos, seducirnos y mantenernos a la expectativa, fundamentalmente debido a una serie de recursos lingüísticos, rítmicos, alegóricos, metafóricos e imaginativos de una alta complejidad acerca de “algo” que rotulamos como “experiencia” y que nos provoca una más que virtual identificación como lectores, quiero decir una gustosa identificación que nace en mi opinión, tal vez, de la forma en que esta poesía en tanto lenguaje, zahiere nuestra líbido como imaginación deseante, imaginación para la cual, querríamos cierta y palpable, la intensidad que promete y anuncia en los recursos convocados por su propia textualidad y que, ciertamente, organiza de un modo magistral para provocar en nosotros, en tanto lectores, una reacción aprobatoria o de consentimiento, sea a favor o en contra, de lo explicitado en tanto trama, en el cuerpo del poema.
Todo esto lleva, finalmente, a la consideración del poema como objeto cultural, como receptáculo y amalgama de diversas tradiciones que sirven al propósito, a veces no tan explícito, de una estética del efecto y que ciertamente tanto los latinos como Rojas, manejan de modo magistral: la mitología, otros textos del mismo idioma –castellano o latín- o de otros conocidos por los autores –griego e idiomas modernos respectivamente-, el uso felinamente audaz y sugerente de la cita culta o recóndita, la oblicuidad de las referencias léxicas, la sofisticada articulación de símbolos y elementos alegóricos en lugares claves del poema, las alusiones ya explícitas, ya veladas a otros géneros, la incidencia retardada de la experiencia misma, retardo calculado para causar la impresión de inmediatez, en fin, todo ese amplio repertorio de maneras y formas del que disponen estos autores en tanto poetas cultos, pero aún más si se piensa que tal disposición sólo es dable en tanto se les considere poetas de ciudad, poetas urbanos. Concluyo este evanescente texto con esta sugerencia –que de buenas a primeras no posee nada de original- y que, ciertamente, permite leer a los elegíacos y a Rojas en la hermandad necesaria de sus búsquedas expresivas: la comprensión que la poesía, en tanto discurso, nos hace retrotraer hacia lo que la imaginación propicia y la realidad adolece y que nos hacen ver y sentir a esos poetas latinos como verdaderos contemporáneos y que un poeta nuestro, como Rojas, supo hacernos entender y actualizar en el gesto más intenso que la poesía, en tanto arte, posee: en la traducción interna de sus propios pulsos imaginativos.
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