Como un reiterado comenzar, avanza veloz, nuevamente, este año 2012. Pero no sé diferenciar entre este febrero y el anterior: el mismo calor estival, las siempre imperiosas tareas inconclusas que desesperan en su inacabamiento, los dulces momentos familiares para huir de las responsabilidades, la permanente elaboración de proyectos siempre ilusos, el anhelo –una y otra vez interrumpido- de dormir hasta el hartazgo, el lujo ocioso de ver apetecibles programas canadienses y británicos de cocina por el cable, el convencimiento a nivel de dogma de la basura en que se ha convertido la televisión chilena.
Para huir –literalmente- de mi estancado trabajo doctoral, es que, sin proponérmelo, me he caído de bruces en la lectura de poetas que, obviamente conocía, pero que hace tiempo no volvía a releer. En algunos casos, más que una relectura, han sido un encuentro entre asombroso y meditativo. Así, por ejemplo, siempre mencionada en nuestras conversaciones e intercambio de correos por mi amigo, el poeta y ensayista, Marcelo Pellegrini, la poesía del polaco-lituano Czeslaw Milosz (1911-2004), venía a ser una especie de contraseña para ir al abordaje de un mundo a veces mágico y lúdico, otras, seriamente testimonial y con una fuerte conciencia histórica. De tanto en tanto, una especie de túnel a través del cual se hace posible volver al inhallable paisaje de la infancia y también una consideración para con el exilio, sea éste político, existencial o imaginario. Hace muchos años atrás, quizás en 1992 o 1993, leí El pensamiento cautivo, pero nunca imaginé que tras el agudo ensayista estaba el poeta. El círculo no se ha cerrado y espero alguna vez encontrar y leer su afamada novela El valle de Issa.
En el hermoso e informado prólogo de Xavier Farré a la antología Tierra inalcanzable que ha sido motivo de mi reencuentro con Milosz, hallo una especial referencia al poeta lituano-francés Oscar Vladislas de Lubicz-Milosz. ¿Por qué especial? No tanto por el detalle biográfico de ser primo de Milosz y haber ejercido una notable influencia en su formación como poeta en los años 30, en el París de entreguerras, ni tanto, solamente, por esa curiosa dedicación que nos seduce de ese tipo de poetas raros, excéntricos, de expresión francesa, notables y cosmopolitas, al modo de un Jean Moreas, un conde de Lautréamont o un Juan Larrea. Sino porque no pude dejar de pensar con una involuntaria sonrisa melancólica, en el venerable y desaparecido poeta quilpueíno Rubén Jacob: la primera y única vez que fui a su casa y me adentré en su mítica biblioteca, me deleitó a mí y a mis ocasionales acompañantes, de una deliciosa lectura de algunos poemas de Lubicz-Milosz, añadiendo, si no mal recuerdo, graciosos comentarios de aparente gravedad que volvían cercano, muy cercano –casi como si se tratara de un vecino con el cual Rubén tenía una querella por el pago injustificado de la cuenta del agua o el teléfono- al para mí en ese momento, casi desconocido poeta lituano-francés. He buscado por Internet datos biográficos y poemas de Lubicz-Milosz y he encontrado algo de información y varios poemas. Evocarlo y leerlo, me transporta a esa otra tarde de febrero donde tan bien sintonizaba mi curiosidad, la risa flemática del poeta del The Boston Evening Transcript y la certeza de esos poetas que, por azar o destino, escriben en una lengua que no es la materna.
Escribir en una lengua que no sea la materna: sin quererlo, cito de modo inconsciente, uno de los más famosos dictum de Huidobro y que, ciertamente, muchos poetas chilenos e hispanoamericanos han convertido en parte fundamental de su aprendizaje y trabajo. Es justamente en ese campo de las asociaciones libres provocado por esa línea de Huidobro lo que me motivó a buscar –de una manera un tanto desordenada- a esos poetas que cumplen aquel exilio lingüístico de modo inmejorable y que tienen el don de habitar dos mundos simultáneamente: guiado por unas lecturas que estaba haciendo del poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, es que caí, otra vez de bruces, ante la enigmática y mítica figura de César Moro (1903-1956).
Nacido como Alfredo Quispez Asín, nuestro poeta creció en Lima donde concluyó sus estudios secundarios en el colegio jesuita de La Inmaculada Concepción. Ya muy pronto, como buena parte de la juventud poética e intelectual hispanoamericana, efectuó el consabido viaje a París en 1925. En la capital francesa prueba distintas disciplinas artísticas en esa etapa: asiste a clases de danza en la Academia de Ballet (actividad que abandona por motivos de salud), pinta y escribe poemas –intensa actividad artística que me hace recordar a otro poeta malogrado en la esencia de su juventud, nuestro enigmático Jorge Cáceres (1923-1949), con quien Moro posee atractivas afinidades subterráneas en la maravillosa gratuidad de ese mundo onírico que posibilitaba expresivamente el surrealismo francés y que tan fecundo fue en la poesía hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX-. En 1926, Moro presenta su primera muestra pictórica y en 1927 la segunda y ambas son acogidas favorablemente por la crítica. Pero en vez de seguir una prometedora carrera de artista visual, en 1928 ingresa en el surrealismo y empieza a escribir poemas en idioma francés. En el periodo comprendido entre 1928 y 1934 continuará con sus actividades europeas tanto en el ámbito de la pintura pero sobre todo en el de la poesía (Ces poèmes), regresando a Lima a finales de 1933. En 1935 organiza con el poeta Emilio Adolfo Westphalen la primera exposición surrealista de Latinoamérica, en la Academia Alcedo de Lima y colabora en diversas revistas y publicaciones. En 1938 y por motivos políticos, Moro abandona el Perú y se refugia en México donde permanecerá 10 años en los que seguirá con sus actividades tanto pictóricas como poéticas. En 1940 organiza junto a Wolfgang Paalen y André Bretón la Cuarta Exposición Internacional del Surrealismo para la Galería de Arte Mexicano. Regresa a Lima en 1948, año en que trabaja como profesor en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde fue maestro de francés de Mario Vargas Llosa. En 1955 culmina una de sus obras principales, Amour à mort. En 1956 muere víctima de leucemia. Su amigo André Coyné continuó con la labor de recopilación, edición y difusión de su obra.
Tras estos fantasmagóricos datos, se esconde, sin lugar a dudas, uno de los más notables poetas secretos latinoamericanos: su obra, escasa, es también de poca difusión, rareza que se acrecienta con la elección del poeta de escribir, fundamentalmente, en francés: Le chateau de grisou (1943), Lettre d´amour (1944) y Trafalgar Square (1954), son lo medular de su obra, razón también por lo que es muy difícil encontrarla, pero es a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Carlos Germán Belli, André Coyné y César Vallejo que se puede descubrir el delirio que ilumina su escritura. En castellano, al parecer, reunió un puñado de poemas escritos en México entre 1934 y 1939, bajo el título de La Tortuga Ecuestre y que, por falta de fondos, no vio la luz en vida del poeta, siendo publicados, recién en 1976.
El caso de Moro no es el de un cosmopolita en búsqueda de celebridad o trasnochado glamour al modo de su también tristemente famoso compatriota José Santos Chocano, sino el de un poeta sediento de palabras, una especie de extranjero “profesional” cuyas nostalgias no se quedan enlodadas en el descubrimiento de una palabra insólita, ni en los paisajes de una infancia perdida en los laberintos de la memoria. Se trata más bien de un poeta que mana un verdadero entusiasmo por la aventura de la expresión, por la gratuidad órfica de las palabras concatenadas en el ritmo de la imagen. Semejante en esto a nuestro Rosamel del Valle, para Moro pareciera ser que la poesía no tiene tiempo, sino espacio y, por ende, tampoco puede tener patria, sino lugares habitables por el relámpago del lenguaje. Es así que Moro parece ser uno de esos poetas que habitan donde es posible arraigar en un decir, no en un sitio geográficamente dado y, por tanto, vagabundo de palabra en palabra, saltando del castellano al francés y del francés al castellano en una rica promiscuidad que vuelve únicos sus poemas. Mucho menos para que éstos puedan ser utilizados para adornar banderas o dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a una pelea sin cuartel.
Deseo finalizar este breve texto con la transcripción de un recuerdo de 1958 de Mario Vargas Llosa acerca de nuestro poeta: como futuro modelo del profesor que sale vilipendiado en la novela La ciudad y los perros, para Vargas Llosa, Moro es el símbolo del enigma, de lo que no puede ser asimilado, sino despreciado por incomprensión: "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".
Para un poeta como Moro, el escribir y vivir en otra lengua no era, como se ve, un acto gratuito de vanidad: era una estrategia de identidad y sobrevivencia.
La lengua extranjera puede ser también una metáfora de la lectura: entrar en un lugar extraño y no saber cómo sujetarse, o si hay que sujetarse siquiera. Pero al mismo tiempo estar volviendo a casa, y siguiendo nuestras propias pistas.
ResponderEliminarGracias por seguir compartiendo tus lecturas.
Abrazo.
Hola Marcela:
ResponderEliminarGracias por pasar por aquí, ¿cómo andas?, ¿muy terribles los fríos de Madrid?
Y bueno...César Moro es el poeta peruano más "extranjero" que conozco. Y claro, me imagino que para él, la lectura era inseparable de su "lengua", su lengua-otra. Incluso, por lo que he averiaguado, no lo he visto incluido en las clásicas antologías de poesía hispnoamericna...en fin, tal vez me equivoque, pero tengo entendido eso.
Un abrazo Marcela y nos comunicamos
Ismael
Ojalá tuviéramos el tiempo veraniego los profes de castellano para leer y releer en los tiempos de clases. Algo que se añora, pero con tus aportes siempre es bueno reencantarse. Lo difícil está en atrapar estos libros. Me estoy organizando para hacer un tour por las librerías de viejo en Valparaíso y Viña. Quedan algunas todavía?
ResponderEliminarUn abrazo, Pato Tapia.