martes, 21 de febrero de 2012

Prosa de poeta


Para Osip Mandelstam, “la instrucción es el nervio de la prosa” y aún agrega que “lo que tiene sentido para el prosista o ensayista, al poeta se le antoja carente de él por completo”. Para Joseph Brodsky –y, en general, para todo poeta- la poesía es el verdadero modelo de percepción, capaz de dar cuenta del “verdadero asunto” que es ni más ni menos “los objetos y sentimientos absolutos”. Ampliando la tradicional imagen de Valéry  –la prosa es a la poesía lo que la marcha a la danza- , para el autor de la Gran Elegía a John Donne, la poesía es la fuerza aérea y la prosa es la infantería. Y no deja de ser diferenciador el que declare que el acto del poeta que elija la prosa como medio de expresión, es “como pasar del galope tendido al trote”.
Es apreciable que detrás de estas declaraciones –y de muchas otras de índole parecida- se halla una idea de poesía y poeta que, sin duda, arranca desde el romanticismo y que se encuentra matizada por la sensibilidad que desarrolló el simbolismo entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Ideas que insisten en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa, donde esta última es identificable con lo “prosaico”, es decir, con lo insípido, lo trivial, lo insulso, lo común y carente de vuelo, imaginación o fantasía. En una estela decididamente romántica –bajo la sombra de Shelley y Hölderlin- la necesidad de defender a la poesía de su enclaustramiento asocial frente a las exigencias del mundo, desemboca en una consideración especialísima de la misma: se considera que la poesía es una forma del lenguaje y del ser, es un ideal y un logro supremo de intensidad, nobleza y esclarecimiento de lo real, incluso fundándolo y otorgándole sentido. De ahí hasta lo que podemos leer respecto a este asunto en Heidegger, Celan, Gadamer y Char –es decir, poetas y filósofos ampliamente vigentes en la configuración de nuestra sensibilidad contemporánea-  media un paso y nos muestra la actualidad –contra todo pronóstico- de una manera de concebir la poesía que sigue alimentando no sólo nuestra imaginación, sino también la manera misma de comprender en la lectura, la complejidad de este fenómeno.
En la república de las letras, el poeta ha ocupado de modo tradicional, el mismo lugar que esos aristócratas ilustrados, como el conde de Mirabeau, en la Asamblea Nacional en la época de la Revolución Francesa: como defensores de la libertad desde el candor absoluto de su nobleza y haciendo del inconformismo, la rebeldía, el individualismo y el espíritu utópico, el santo y seña de toda transformación, sin parar en mientes en el trabajo de zapa realizado por ellos mismos contra sus propios privilegios. Por eso es natural que los poetas insistan en ese carácter total de la poesía como instancia para cambiar el estado de las cosas, instancia que puede arrastrar, paradójicamente, su propia eliminación: un Robespierre no dudó en exiliar al duque de Eighem o consentir la decapitación de Chénier como asimismo Stalin no dudó en perseguir a Pasternak, Mandelstam o Maiacovski o Castro humillar a Padilla. Después de todo, al Poder no le gusta la disidencia de ningún tipo, sea de donde sea que provenga aunque haya facilitado su acceso en las candorosas etapas prerrevolucionarias.
Estas y otras disquisiciones no son tan arbitrarias como uno podría creer, pues presuponen de una forma u otra, lo que la prosa es o significa para un poeta. Dejo a un lado, a propósito -tema que tal vez aborde en otra oportunidad-, la escritura creativa en prosa de los poetas, es decir, cuando éstos se convierten en invitados de piedra en el mundo de la novela. Casos hay varios como los de Rilke y Los cuadernos de Malte Lauridds Brigge; Paternak y Doctor Zhivago, Breton y Nadja y más cerca de nosotros, Huidobro y Mio Cid Campeador; Lihn y La orquesta de cristal;  Oyarzún y La infancia o Arteche y La disparatada vida de Felix Palissa. Por supuesto que hay otros nombres y otras obras, pero estas se me vienen a la cabeza de inmediato.
Claramente no me refiero a las novelas escritas por poetas –no sé si existan rasgos específicos que diferencien a éstas de las “novelas” de novelistas- , sino a esa otra prosa que rotulamos bajo el nombre amplio y genérico de ensayo.

Esto, que parecería aclarar el asunto, lo enreda aún más, pues ¿qué semejanza por ejemplo, puede haber entre la desapasionada e irónica –y no menos intensa- prosa ensayística de, digamos, Luis Cernuda –que aquí le guiña un ojo a la prosa de T.S. Eliot- y esas evocaciones plásticas y sugerentes de la escasa, pero hermosa prosa de Gonzalo Rojas?, ¿o entre esos luminosos laberintos de suscinta prestancia que son los artículos de crítica literaria de Lezama Lima con el adusto e irónico tono de los mejores ensayos de José María Valverde?, ¿o dentro de nuestro ámbito estrictamente nacional, qué puede haber de común, salvo el intento de descripción genérico –la palabra “ensayo”- entre la vigorosa y aguda prosa crítica de Enrique Lihn y el carácter profundamente evocador y hasta deliciosamente cursi de la prosa de Jorge Teillier?
Si nos tentamos por el camino de la clasificación, pues tendremos tantos “tipos de prosa” como “tipos de poesía” posibles. Y ya sólo el pensar eso, pues lleva al desquicio o el absurdo. Quizás se trate de otra cosa, una cosa que tenga que ver cómo lo escrito en prosa –de modo general en tanto ensayo, sea de la índole que sea-, fija un correlato necesario para con su labor en verso. ¿Y en qué consistiría ese correlato? Si bien, todo poeta que se precie ha ejercido con mayor o menor prestancia, dedicación o talento, la crítica literaria o de artes visuales o el comentario cinematográfico, me parece que es el único tipo de escritor, por decirlo así, que vuelve su ejercicio intelectivo un ejercicio interesado. Me explico: no se trata de creer que ese interés, da cuenta de presupuestos pragmáticos o teóricos que anteceden la emisión de su juicio –aunque eso tampoco es descartable, en sí mismo, pero en fin-, sino más bien que ese interés representa el compromiso más que virtual que el poeta posee con el lenguaje, un compromiso no sé si mejor o peor, más amplio o maduro que el que posee cualquier otro ser humano que se precie de intentar escribir con afanes de obra, pero un compromiso que da cuenta de una interiorización no sólo experiencial respecto a las palabras, sino también, una interiorización imaginativa, social y gnoseológica acerca de las mismas como también su uso y su abuso. Como decía el viejo Auden, comentar un mal libro hace mal para el carácter. Y me parece relevante, sobre todo para aquel poeta -si se las da de crítico o prosista devenido crítico- que ese dictum del poeta inglés, adquiere un tono de especial consideración.
Soy de los que piensa que la relación entre poeta y lenguaje es básicamente amorosa, es decir, con plenitudes y desiertos en la anchura de toda experiencia, pero también amorosa, por cuanto hay una fidelidad respecto a su comprensión y especial entendimiento convirtiéndose en piel y carne en virtud de ese compromiso. Esa fidelidad, que adquiere rasgos de la más diversa índole, -a veces agresiva, otras cautelosa, otras juguetona, etc- devela la vieja sapiencia del poeta respecto a las cosas, en este caso respecto a las palabras, sapiencia que hace referencia a una especie de autoconciencia respecto a ese saber ancestral y mítico y que, en otros términos, el poeta conoce: sabe de su fidelidad para dar cuenta del significado profundo de las palabras y se halla dispuesto a pesar de sí mismo, a responder no sólo imaginativamente, sino actitudinalmente ante el estímulo que implica ver a esas mismas palabras articuladas en discursos ajenos en los cuales él no ha tenido, en tanto creador, ingerencia inmediata, pues es sólo lector. Y en esa limitante –rara paradoja: quién quisiera ser creador u otorgar significado a las siempre mismas palabras que otros han convocado tanto o mejor que uno- es donde radica a mi entender uno de los motivos primordiales para la escritura de la prosa por parte de un poeta: una verdadera proyección casi sentimental que el poeta efectúa por puro amor o fidelidad (interés) hacia aquello que lo obsesiona y no puede poseer, escapándosele siempre de las manos. 
Puedo comprender a un poeta que odie la escritura de otro poeta por no sé que raros motivos de envidia o impotencia o por una desazón moral ante el eterno infantilismo de la conducta de tantos autores. Pero me parece que en la prosa –ya crítica y/o ensayística- de un poeta, no hay lugar para el mal entendido, es decir, para la “mala fe”, para la odiosidad gratuita. Es paradójico, dado que la prosa ha sido el receptáculo de la diatriba –salvo formas poéticas muy específicas, como la sátira de origen latino y poco cultivada en tanto forma, hoy por hoy-  entre poetas y otros habitantes de la república de las letras desde tiempos inmemoriales. 
Pero dejando a un lado los motivos, siempre recónditos y psicológicamente arcanos de la repulsa hecha prosa, lo que hay de cierto a mi parecer es el modo en que cada poeta, en ese correlato necesario que tiene de su propio vigor imaginativo y verbal, raíz y sentido, hace de la prosa su intensificación o aclaramiento y en algunos casos hasta el complemento ideal de su escritura en verso.
Siempre he pensado que en los esclarecedores ensayos de Octavio Paz o en la punzante prosa crítica de Enrique Lihn o en las evocadoras situaciones que atrae de lo escrito por Jorge Teillier, -por mencionar un puñado de ejemplos ampliamente significativos- más que advertir la insolvencia de una pretendida explicación clasificatoria de todas esas prosas, lo que en verdad vale y asombra es pensar la profunda fidelidad que cada uno de ellos posee para con las palabras que han creído posible convocar en su íntima configuración. Esa fidelidad habla mucho de estos poetas, más que el mero dato biográfico o crítico. Habla en ellos, y en tantos otros, de esa capacidad para hacer hablar a las palabras lo que ellas a veces desean dejar en silencio para justificar su autoexilio de nuestra mal traída humanidad.

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