Hacia marzo o
abril de 2000, el poeta y crítico Cristián Gómez Olivares que aún no se
radicaba en EEUU, me invitó a participar en un ciclo de lecturas y
conversatorios que estaba organizando y que tenía a uno de los salones de la Biblioteca Nacional
como escenario y a una pared tapiada de libros como bellísimo telón de fondo.
Si mal no recuerdo, la idea era efectuar una lectura de a dos poetas para,
posteriormente, responder las inquisitivas preguntas de Cristian y así abrir un
diálogo con el público asistente. Recuerdo que en aquella oportunidad me tocó
leer mis cosas junto al poeta Julio Carrasco y entre escéptico y risueño,
inquirir al escaso público que, para variar, se mostraba poco ocurrente con su
silencio forzado. Como para constatar en los hechos la diversidad de la poesía
chilena contemporánea, Cristian enfatizaba “lo distinto” de las propuestas estéticas
de Julio y la mía, cosa que a simple vista, se mostraba como algo de todas
formas muy evidente. No dejó de ser gracioso en medio del casi parsimonioso y
teórico discurso de Cristian, la intervención de Julio matizada con su risa tan
característica: “¡Ya poh Cristian!, si ya cachamos que el Ismael y yo
escribimos distinto”.
Esta pequeña anécdota siempre la traigo a colación a la hora de querer
pensar un poco en la tan traída, llevada y vilipendiada “generación de los 90” llamada también, con
simpleza, “los poetas de los 90” .
Y es que cuesta aún armarse una idea clara –por no decir definitiva- de lo que
este grupo, promoción o escena poética ha traído y sigue trayendo bajo el brazo
desde que nos ha tocado vivir la llamada “vuelta a la democracia”. Porque,
ciertamente, ¿qué de común podría haber entre la verbalidad oceánica de un
Javier Bello, las agudas filigranas que han rozado el enmudecimiento tan
propias de Andrés Anwandter y los verdaderos montajes de esos fragmentos de
lenguaje que articula el ejercicio poético de Yanko González? ¿y qué de común
entre este último y las exploraciones formales y versiculares de un Rafael
Rubio, de un Juan Cristóbal Romero que aúnan escritura y experiencia?, ¿y qué
decir de Armando Roa y sus poemas, verdaderos palimpsestos que desafían todo
afán de lectura que se precie de esclarecedor o de ese vuelco a veces onírico,
a veces hermético, pero cifrado de memoria y sentido que es posible advertir en
los mejores textos de Marcelo Pellegrini? ¿Y acaso hay algo de común entre
todas estas propuestas, enumeradas con prisa y el trabajo de revisión y
traducción que efectúa en sus poemas alguien de talento indesmentible como
Germán Carrasco? ¿O es posible establecer puentes interpretativos entre todos
ellos y la reconversión de lo conversacional que acontece en la poesía de
Héctor Figueroa, o el aliento primario, casi primitivo de las vivencias preñadas
de nostalgia hecha arraigo que puede rastrearse en los poemas de Cristian Cruz
y la imaginativa y no menos densa experimentación en lo escrito por Gustavo
Barrera, junto a la trama en pos de la memoria que articula lo mejor de la
poesía de Leonardo Sanhueza? Nombres, nombres aparecen, deudores todos de un
poema, de un puñado de poemas que tienen y han tenido su tiempo, nombres que
cada día que pasa los veo junto a varios otros como puntales de una
arquitectura siempre rotativa, siempre móvil y que me parece aún no ha agotado
sus recursos. Nombres –y poemas, hay que decirlo- que configuran una
constelación que, en su desplazamiento, dibujan y transcriben un lenguaje que
no se presta para ser reducido a meros órdenes clasificatorios ni para ser
despachados en la liviandad de la no-lectura.
¿Generación?, ¿escena?, ¿grupo? La conceptualidad al uso para dirimir
pertinencias grupales en el contexto de una sociología literaria, ha tenido en
nuestro país, qué duda cabe, un movimiento espasmódico entre la autoridad de
modelos categoriales –como el propuesto por Goic en la estela de Anderson
Imbert y Henríquez Ureña y que hace del concepto de “generación” su principal
recurso- y la aprehensión de una conceptualización de raigambre intelectual
“postmoderna” y que hacen de Foucault, Lyotard y otros, el santo y seña de una
pretendida sofisticación analítica que, sin duda, en su despliegue teórico,
muestran una solvencia a todas luces irrebatible, pero que no necesariamente se
prestan con adecuada prolijidad al momento de efectuar una visión de conjunto
para explicitar tendencias y formas en un contexto siempre dinámico. A
sabiendas de la debilidad teórica que ello implica, me inclino a pensar que más
–o menos: eso depende del rigor de aceptar tal o cual nomenclatura de análisis-
que una generación o una pretendida escena, en los años 90 del siglo recién
pasado a lo que asistimos fue a una articulación grupal distendida -que no
uniforme ni unívoca- de una serie de poetas de registro diverso y con varias
coincidencias históricas, humanas y poéticas. Justamente en aquella década, se
llegó a configurar un grupo de jóvenes poetas por medio de la publicación de
sus primeros y segundos libros, la aparición de algunas revistas, antologías
varias, un puñado de actividades públicas –lecturas, encuentros- y la
maduración paulatina de sus creaciones, entendiendo todo esto como un fenómeno
cultural visible y cierto.
Hoy por hoy, más allá de la aceptación individual de alguno de ellos, se
ha querido ver como conjunto en la obra de estos autores y de varios más, el
rechazo a la emergencia epocal, enrostrando la preferencia que estos poetas y
sus escrituras han poseído y poseen por una serie de opciones de producción y
lectura que, en muchos casos, se intercambian y confunden con inusitada
prestancia y destreza -tales como la revisitación de la tradición poética
chilena del siglo XX con un marcado énfasis, pero no exclusivo, en torno a
figuras tales como Rosamel del Valle, Eduardo Anguita, Mandrágora, Carlos de
Rokha por ejemplo; el ejercicio de traducción, en lo fundamental desde el
inglés; la configuración del poema como espacio gravitatorio del sentido y por
ende la factura artesanal del texto en un entendido oficioso y alejado de
alicaídas posturas mesiánicas y, por ello, un distanciamiento de cualquier
espontaneísmo traducido como sospecha de toda inmediatez que identificara de
modo irreflexivo, poema y contexto en la ingenuidad de borrar la mediación para
así constatar el carácter intransitivo de toda escritura
La práctica de la poesía en los poetas de los 90 es y era un oficio que
se adquiere, un oficio que se ejercita y se transmite, un oficio que se discute
y se medita porque, ni más ni menos, la hipoteca del lenguaje establecida por
el espurio blanqueamiento del contexto socio-político en que nuestro país
firmaba y constataba sus contratos de exclusión y alienación, hacía perentorio
volverse hacia los fundamentos constatables de idealidad que radicaban en la
conciencia de las palabras en un gesto entre ascético y crítico, en un gesto a
fin de cuentas, necesario: más que los hijos del arco iris, éramos y somos, los
hijos del escepticismo, los hijos de la traición de la utopía concertacionista
y del fin de una sensibilidad épica. A fin de cuentas éramos y somos náufragos más que miembros de un oscuro
apostolado mesiánico, militante y justiciero.
Tener presente eso y la diversidad de proyectos escriturales que se han
configurado en estos poetas y en varios otros más, se vuelve un verdadero
desafío crítico, un desafío que la escasa bibliografía al uso –artículos,
reseñas, prólogos- no ha podido o no ha
querido esclarecer y que ha cristalizado, salvo excepciones, en opiniones
generalizantes, de escaso tacto analítico y de lecturas apresuradas y
superficiales.
A modo de bosquejo mínimo, me parece que una lectura eventual de los
poetas de los 90 debiese, entre otros elementos, hacerse cargo de dilucidar
algunas coordenadas como las siguientes que, en todo caso, se entremezclan
entre sí, fundiéndose una, alguna o todas en buena parte de la escritura de los
poetas de los 90.
En primer término, esclarecer un asedio a la memoria que dibuja la
apropiación de un imaginario –no sólo literario- que fue devastado por la
dictadura y que en su gesto de aprehensión es posible advertir como un gesto
político de reinvención tanto poiética como cultural. No es gratuito, ni
azaroso el rescate, la lectura, la discusión y la apropiación de una serie de
poéticas y posturas estéticas que ayudaron no sólo a un proceso identificatorio
de los poetas de los 90 en tanto cohesión grupal, sino más bien en advertir que
en tal apropiación lectora lo que había era un esfuerzo por inquirir, un
esfuerzo por tender lazos y comprender la necesidad de obviar por espúreas las
pretensiones neofundacionales de los agentes dictatoriales y sus adláteres en
lo referente a inaugurar o instaurar una sensibilidad no conectada con el
pasado, visto éste como algo malévolo y equívoco en sí mismo. De alguna manera,
el “sentido de tradición” de la poesía chilena del siglo XX, en los poetas de los
90, no es una recuperación monumental de íconos de una supuesta
representatividad, sino más bien un esfuerzo por esclarecer una genealogía, un
contacto vital y no amnésico o museal con poéticas tales como las de Rosamel
del Valle, Mandrágora, Carlos de Rokha, Humberto Díaz-Casanueva, Boris
Calderón, Gustavo Osorio, entre otros.
En segundo término una desconfianza hacia el confesionalismo en la poesía
que venía desde los años 80. Esa desconfianza, nacida por un lado como
contrapunto estilístico ante la necesidad de diferenciación epocal, era también
una desconfianza más profunda ante la irregularidad del texto como receptáculo
o amalgama de la “vida” y la “escritura”. Desconfianza por identificar al
sujeto del enunciado con el sujeto de carne y hueso, desconfianza de
identificar lo mentado en el poema con la realidad misma –si algo así era o es
plausible- y, por ende, desconfianza ante la inmediatez comunicativa de la
experiencia que todo lenguaje, en primera instancia, pretende poseer. Asimismo
era y es posible rastrear en buena parte de los poetas de los 90, un cauteloso
y crítico repliegue del “yo”: con diversos instrumentales teóricos –Barthes, Blanchot, Foucault, etc- se pone en
entredicho justamente la validez de la figura autorial como figura activa en el
desenvolvimiento de la “voz del poema”: quien habla ahora ahí es un sujeto
descentrado, apartado o mudo en su identificación perentoria. Pero ello no
significa una anulación del sujeto en tanto protagonista del poema. En una
lección aprendida, sin duda en el ejercicio de traducción y en la lectura de
diversas tradiciones poéticas, uno de los elementos más característicos de los
poetas de los 90 es un tono impersonal de los diversos enunciados: aparecen
distintos personae que asumen de un
modo ventricular las disposiciones y modulaciones existenciales y
experienciales en los poemas, como a su vez, la escritura se densifica con un
cúmulo de referentes culturales, literarios y filosóficos que hacen del
pastiche, la traducción, la paráfrasis y el collage, sus vehículos favoritos de
expresión. El viejo dictum mallarmeano de que la poesía está hecha con palabras
y no con sentimientos, se actualiza de modo inusitado en buena parte de la
escritura de los poetas de los 90. La textualidad del poema se complejiza, se
densifica en múltiples significados y referentes, se hipostasia y se vuelve un
verdadero palimpsesto.
En tercer término me parece que asistimos en buena parte de los poetas de
los 90 a
la articulación de una especie de “teoría del traducción”. Ciertamente en la
poesía chilena, al menos del siglo XX, la traducción de poemas desde otras
lenguas nunca ha sido algo raro o escaso. Pero la sensación de desarraigo
epocal, la sensación de desarraigo vivencial en un contexto socio-cultural de
desolación y desamparo ante el descampado de un Chile en procesos vertiginosos
de desmarque de su propia memoria histórica y ante el auge cierto del
neoliberalismo, es altamente probable que todo ello propició la búsqueda, en la
traducción, de un camino identitario en pos de un “lenguaje” que fuera lo
suficientemente espeso y abarcador en su experiencia significante, como para
ver en ese proceso, una instancia de interiorización verbal e imaginaria
altamente decisiva como para hacer de la traducción, un ejercicio más en la despersonalización
del discurso poético que la mayoría de estos autores ha llevado y lleva a cabo
en el contexto general de la desconfianza ante la identificación no mediada
entre realidad y lenguaje. Aquella identificación, políticamente sospechosa,
mediaticamente fantasmal en su transparencia, sin duda que sirvió de estímulo
para llevar acabo por parte de los poetas de los 90, las exploraciones y las
traducciones que consideraron necesarias para sus propias búsquedas expresivas.
En ese sentido, no es posible aún calibrar en toda su vasta densidad, las
consecuencias que pueden advertirse en las poéticas y en la producción misma de
autores tales como Germán Carrasco y su lectura y traducción, entre otros, de
Ashbery; de Armando Roa y su lectura y traducción de Browning y Pound, de
Andrés Anwandter y sus lecturas y traducciones de Valerio Magrelli y Mark
Strand, de Marcelo Pellegrini y sus versiones de Shakespeare, Michael Palmer y
Czeslaw Milosz; de Leonardo Sanhueza y Juan Cristóbal Romero y sus diversas
versiones de los poetas clásicos latinos como Catulo, Horacio y Virgilio; de la
“intratraducción” que Rafael Rubio efectúa de la poesía del Siglo de Oro
Español, etc
Ciertamente estas son algunas coordenadas que la crítica actual, entre
varias otras, debiese tomar en cuenta a la hora de intentar caracterizar de
algún modo, la producción de los denominados “poetas de los 90” . Triste o preocupante sería
que no lo hiciese: el arsenal teórico está disponible, no hay escasez de
talento analítico, las obras de estos y otros autores de los 90, circulan con
relativa regularidad, al menos no son “incunables”…pero.
En toda sociabilidad literaria que se precie de su sanidad intelectual y
espiritual, todo esto seguiría el curso de lo necesario y hasta de lo natural.
El no efectuarlo o desdeñarlo, demostraría, en mi modesta opinión, que el
esfuerzo verbal, vital e imaginario de todos estos poetas sigue,
paradójicamente, vigente: contra lo que se opusieron y distanciaron, contra lo
que han criticado y levantado sus ídolos –y por ende con sus errores y
aciertos- contra lo que consideraron sospechoso, espureo e inauténtico, contra
todo eso, pues sigue vigente su actitud, su gesto: contra la destrucción de la
memoria histórica, social e imaginaria que nos mantiene aún entumecidos y
pasmados entre el grito y el silencio.
Haciendo un resumen de todo esto me cuesta pensar seriamente, es decir reflexionar con interés sobre un grupo tan dispar que sentó cabezas sobre las cabezas ausentes. Creo, no sin varios reparos a su escritura, que de los mencionados Yanko escapa a lo que te señalo el párrafo anterior. Habría que preguntarse, cuestionar críticamente o bien disentir, del enmudecimiento de Anwandter. Dejar la Verbalidad oceánica de Bello ahí, en el océano, junto a otros cuerpos; porque es eso su escritura también, no?
ResponderEliminar¿Qué es eso de aunar escritura y experiencia sino una de las formas –precaria quizá- que podemos utilizar para definir la poesía? Ahora, la imaginativa y no menos densa experimentación de Barrera, que si bien coincide con tu descripción, lo lamentable es que se convierte asimismo en su límite, su campo de acción. O no, no su campo de acción, su espacio. Respecto a Germán, y que lo he oído muchas veces, ¿qué se quiere decir cuando se alaba su “talento”?
Un abrazo, Ismael.