Cuando se menciona la palabra tradición,
una de las primeras imágenes que se nos viene a la mente es de lo inmóvil y
anquilosado, lo carente de imaginación empotrado en repetitivas prácticas
autoritarias y que adolece de argumentos racionales para justificar su propia condición
que no sea la imagen que ella misma articula de sí en un gesto tautológico y
opaco. Al menos esa es la idea que sotto
voce puede circular como opinión en diversos medios y contextos.
Pero cuando abordamos la literatura y a la poesía en específico,
referirse o dar cuenta de la palabra tradición
es, al menos, redundante, incluso cuando la legítima pretensión de toda ruptura
instaura un perpetum mobile de
gestos, actitudes y maneras que vuelve la búsqueda de lo “nuevo” y “original”
en un recurso de actualización permanente, haciendo guiños cómplices a lo que
aparentemente desea superar o dejar abandonado a la vera del camino.
Hoy por hoy, ya es un lugar común hablar o referirse a los “clásicos de
la modernidad” o a la “tradición moderna” en un delicioso oxímoron que, más
allá de develar una excentricidad retórica, muestra la aprehensión y versatilidad
que el término posee en un vitalismo duro de apaciguar. Y no deja de ser
interesante advertir cómo la “tradición moderna” –con nombres tan
representativos como Joyce, Kafka o Beckett- es tal vez una relectura, un comentario
y una apropiación sanamente contradictoria en su manera, de la así también llamada
“tradición clásica” y que vuelve a la herencia grecolatina en sus aristas casi
infinitas, uno de sus puntos de apoyo ineludibles. En la modernidad, la
“tradición clásica” se actualiza y se recrea. Como ha manifestado Gilbert
Highet, ni el griego ni el latín son lenguas muertas, puesto que, directamente
o a través de las traducciones, dicen todavía su mensaje, deleitan, inquietan,
conmueven y apasionan. Sin duda que la “tradición clásica” ha sido un estímulo
y un desafío para generaciones enteras de escritores modernos y contemporáneos.
En la tarea de emulación, superación y recreación ha consistido, justamente, la
grandeza de innumerables obras del pasado y de nuestros días.
En el contexto de la poesía escrita en nuestro país, la “tradición clásica”
ha ocupado un lugar subsidiario, pero no menos relevante, opacado sin duda por
la preeminencia de otras tradiciones y aventuras de la imaginación y el
lenguaje. Pero aún así, hay una estela fluctuante, densa y ante todo,
persistente por hacer de aquella tradición, referencia primordial para los
ejercicios imaginativos de varios poetas nacionales. En un arco que va desde
principios del siglo XX con Egidio Poblete, el magistral traductor de La Eneida
hasta la presencia clásica latina en diversos poemas de autores tan disímiles
como Gonzalo Rojas, Alberto Rubio y Armando Uribe como, asimismo, en libros que
se han vuelto verdaderos puntos de referencia como lo es Mecenas de Antonio Cussen, hasta llegar a las traducciones actuales
de Horacio y Catulo efectuadas por Leonardo Sanhueza, Juan Cristóbal Romero y Oscar
Velásquez, es posible bosquejar no sólo un simple marco de referencia o un mapa
de sutiles gustos extemporáneos, sino más bien puede advertirse una interesante
motivación para dar cuenta de un modo de entender o abordar la escritura, una
escritura traspasada, en lo fundamental y sin temor a agregar otras
características, por un no menor rigor formal, una predilección por un lenguaje
directo, cuidadoso de su adjetivación, cierto laconismo expresivo y la
importancia de una actitud meditativa que no se desdiga de su propia
articulación retórica.
Es bajo estas coordenadas, a nuestro parecer, donde es posible situar la
publicación en 2010 de Espejo de enemigos
de Marcelo Rioseco, un poeta del que no teníamos noticia desde su celebrado Ludovicos o la aristocracia del universo
que, a mediados de la década del 90, fue sin duda, uno de los libros más
relevantes para dar cuenta de esa sensibilidad pletórica de imágenes y de
indagación lingüística que sería uno de los pilares de la así denominada generación de lo 90. De vuelta de siglo,
el retorno de Rioseco a los avatares de la publicación, no viene a ser
precisamente una sorpresa –pues ha estado entregado a menesteres tan
complementarios de la escritura poética como puede ser la traducción y el de
fungir de antologador-, sino más bien es una especie de asunción crítica de ese
primer impulso verbal que significó Ludovicos.
Ciertamente es relevante constatar no tanto una ruptura en el tono asumido por
un ejercicio escritural dispuesto en poco más de una década, sino que es dable
rastrear la decantación de una poética
que viene desde una eventual aventura épica en las fronteras de la imaginación
y el vuelo, hacia la indagación crítica de su entorno bajo el ropaje fructífero
y diverso de esa tradición clásica de la que, al fin de cuentas, este libro es
tributario.
Pero una salvedad de esta relación de la poesía de Rioseco con la “tradición
clásica” es que no viene dada por un mero ejercicio de mímesis o una traducción
en el sentido sancionado por el uso. Para nada: nos encontramos en presencia de
un libro que recoge libremente a esa tradición, se la apropia y la vuelca en
una serie de poemas de plena libertad compositiva, donde es primordial una
relectura vigilante y crítica de ese rico repertorio representado por la poesía
latina. En esto Rioseco, a semejanza de Ezra Pound, Robert Graves o el Ricardo
Reis de Pessoa, está menos interesado en la exactitud filológica e histórica de
sus referentes que en establecer un escenario flexible para hacer “hablar” a
una serie de personajes que parafrasean temas, motivos, símbolos y figuras que
se han desplazado desde su virtual encasillamiento “libresco” hacia una
reactualización vivaz y crítica que, el poeta chileno, asume con inteligencia y
desfachatez.
De esto resulta un libro coral de voces entrecruzadas donde los diversos personae que lo componen, asumen un
discurso que va desde la más ácida crítica al poder en sus diversas formas –ya políticas,
ya acerca del establishment de la cosa
poética-, hasta la declaración desinhibida de la entrega total a una vida
artística, pasando por una verdadera apología del placer y el sexo,
maledicencias varias y una serie de agudas y pertinentes reflexiones en torno
al sentido y sinsentido de la poesía y el rol del poeta en una, a veces, más
real que imaginaria sociedad plagada de cortesanos, apariencias concertadas y
damas de honestidad dudosa. Bajo los nombres ficticios de resonancia latina que
traen un dejo de exotismo culterano a los poemas del libro, vemos circular en
él a Suetonio, a Máximo Valerio, a Quinto Fabio, a Marco Marcelo y a varios
otros personajes que en su evocadora nominación latina, marcan una aparente
distancia con el lector, sobre todo, si éste cae en la tentación recurrente de
buscar una pretendida exactitud histórica en estos nombres. Aquello, de todas
formas, le guiará a un callejón sin salida, pues más que esa pretensión de
veracidad, lo que la poesía de Rioseco busca es la expresión plural, por medio
de todas estas voces, de un temple o más estrictamente de una disposición hacia
el poema en tanto objeto artístico que logre dar cuenta de esa peculiar práctica
que la distancia y la cercanía nominan como parodia, es decir, como un
simulacro estético que, gracias a su gratuidad expositiva, no renuncia a la
evocación, sino que se sirve de ella para entregarnos un diagnóstico feroz de
esa dialéctica entre lo que es real y la apariencia de eso que asumimos como
real.
De esta forma, en la poesía de Rioseco es posible vislumbrar una
despersonalización altamente productiva a la hora de hacer del poema, un objeto
ya no de la confesión personal o del juicio abstracto teñido de moralismo
denunciante, sino un objeto donde el lenguaje, pretendiendo una virtual
transparencia –aquí los juegos verbales e imaginarios de Ludovicos están a distancia sideral, no así, pienso, su pretensión
de escenificación de la experiencia-
se queda en eso: algo virtual que articula su ganancia de significado cuando
nos invita a recrear y leer a contrapelo las figuras entre serias y risibles
que posibilitan la puesta en escena de sus convenciones retóricas. Porque
ciertamente, aquí, la parodia no se sirve de un lenguaje hiperbólico o de
degradación, sino más bien, con una ironía de sabia factura, los poemas de Rioseco,
en ningún momento bajan el tono de su lenguaje elevado que, curiosamente, no
busca la pomposidad de la expresión barroca, sino la llaneza aclaradora como de
la engañosa superficie de un lago cristalino que, besado por la luz del sol
veraniego, esconde bajo su efigie de serenidad, la densa contradicción de sus
giros verbales a modo de una conversación inteligente de la que hay que oír,
entre líneas, el trabajo de desmantelación del sentido.
Por todo esto, la poesía de Rioseco, en su aparente llaneza, no es
accesible a la inmediatez de una recepción plagada de prejuicios: ver en ella
mero “culteranismo escapista” o lo que es peor, cierta “pedantería” que no
oculta su predilección por sus fuentes clásicas es, qué duda cabe, errar la
mirada de tan interesante libro en lo que va de la poesía chilena
contemporánea. ¿Un esfuerzo en solitario acaso? Para nada y no sólo por la red
de referencias que mencionábamos al principio en tanto la existencia de una
“atmósfera” en nuestra poesía más actual que respira la “tradición clásica”
–cosa cierta aquella-, sino también porque la poesía de Rioseco es dable
hacerla entrar en diálogo con aquellos esfuerzos que hacen de la lectura de la
tradición, una fecunda fuente de referencias críticas que no de mera comodidad
libresca para zaherir y cuestionar el campo literario del cual surge. El poema
como palimpsesto, pero no para recrearse a sí mismo en los deleites opacos de
la erudición sin arraigo, búsqueda más bien de ese mismo arraigo en tanto
exploración de una memoria asediada por la turbulencia amnésica de la hora
presente.
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