Mon âme pour d’affreux
naufrages appareille
Paul Verlaine
Entre el ir y venir del otoño se
cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de
su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la
palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la
derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que
se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia
del medio, el error de la historia.
¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo
representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es
sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en
el espejo de lo real
o simplemente es el miedo a
comprobar el vacío de sus afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no
era tema a considerar:
era parte del orden del mundo situar
el sufrimiento a una escala humana
entre lo más banal y la experiencia
más espantosa.
Dar la espalda al desastre como el
labrador que sigue en su oficio
o el navío que sigue su curso de
modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay
indiferencia,
sino cumplimiento de algo en que
nadie podía intervenir.
Pero sin duda, para nosotros no hay posibilidad
de volver al hogar,
a ese pacto entre las cosas y su
expresión lingüística,
a esa asunción serena de la contradicción como parte de un
libro
del que no deletreábamos página
alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los
contornos.
Lo que resta, quizás, es redactar un
catastro con costumbres, usos,
hábitos, prácticas y pensar que con
ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros
comerciales,
hacer pasables moteles de quinta
categoría,
resignarse a hacer de una película
de fin de semana, una experiencia estética
y, en fin, todo ese catálogo de
lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio
necesario para conjurar el suicidio o la locura.
Mientras el otoño va y viene con su
dulce indolencia,
la calidez de sus hendiduras
imaginarias
levanta un relato legible con el
cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia
existencia
como asimismo la desconsideración
para con esas palabras que íbamos a resignificar.
Es verdad, tal vez no hay
posibilidad alguna de volver,
algo que los Viejos Maestros sabían
de antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como
símbolo de la soberbia.
Pero la distancia, la mudez del
espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros
cuerpos,
la proyección de esos apuntes
amarillos en las pantallas del sueño
son, cómo no, el desplazamiento
entre tu memoria y la inexactitud de la cámara lenta…
Pero la distancia
y esa mudez
siniestra.
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