La tradición
alemana centroeuropea posee uno de los géneros más espléndidos y bellos para
dar cuenta de esa fusión mágica entre palabras y música: el lied. De origen campesino, sus ritmos de
aire danzado, se remontan a las postrimerías de la
Edad Media y recién a fines del siglo XVIII
y principios del siglo XIX, sobre todo gracias al romanticismo y su
reivindicación estilizada de lo “popular”, encontraría carta de ciudadanía en
el mundo de la música culta o mal llamada seria, de mano de la poesía más
exquisita hasta ese instante escrita: Goethe, Heine, Eichendorff, Mörike. En la
copiosa y genial obra de Franz Schubert, el lied
se asumiría como un género característico para dar expresión a la interioridad,
con todo el vuelo lírico que ello implica: exploración de los sentimientos,
descubrimiento de la percepción de la naturaleza, evocación y nostalgia de los
retazos de la memoria, añoranza de lo indistinto y volcamiento hacia un temple peculiar
que la palabra alemana sensucht describe del modo más apropiado.
El siglo XIX, es qué duda cabe, el
siglo del lied: a parte de Schubert,
las composiciones de Robert Franz, Karl Loewe, Robert Schumann, Johannes Brahms
y en las postrimerías del siglo, de Hugo Wolf, dejan en alto sitio la conjunción
entre poesía y música. En el desarrollo de este género, vemos un paulatino
desplazamiento desde una poesía con pretensiones de imitar o parafrasear lo
“popular” –como puede suceder con algunos textos de los hermanos Grim o de
Clemens Brentano y la famosa colección del Das
Knaben Wunderhorn- hacia el uso cada vez más recurrente de textos líricos
sofisticados y complejos. El caso del citado Hugo Wolf es ejemplificador al
respecto: sus lieder basados en
textos de canciones populares españolas e italianas conviven con otros de una
alta densidad melódica y maestría técnica que tiene a la música operística de
Richard Wagner como modelo y que toman como sustento textos refinados, cultos y
hasta excéntricos como pueden ser poemas de Goethe, Shakespeare y Miguel Ángel.
Pero Wolf (muerto en 1903) es sólo
un preludio de lo que iría a venir en el siguiente siglo y que implica una
renovación y reinvención de este género musical. Dejando a un lado las pretensiones
“nacionalistas” de algunos músicos que buscaban en la así llamada música
“popular” una justificación para dar cuenta de sus exploraciones, vemos que en
un mundo cada vez más urbano, donde la nostalgia por lo campesino y rural es
eso, una nostalgia, las exigencias de la música del siglo XX no se hacen esperar
para con este género en apariencia tradicional y conservador. Tal vez Gustav
Mahler fue el último compositor que advirtió lo imposible que era buscar una
ficticia filiación de raigambre campesina de los textos con los que se escribía
una música cada vez más compleja y para nada complaciente con el auditor. De
todas formas, el lied, como práctica
musical privada a manos de amateurs para la recreación de la vida hogareña, iba
siendo cada vez más dejada a un lado dada las nuevas características sociales
con las cuales se enfrentaba la música del siglo XX. En ese sentido y no sólo
por una deformación a modo de espectáculo, hay que pensar la necesidad de
Mahler de componer lieder sinfónicos,
pensados para el escenario y no para el salón de la tradicional casa burguesa.
Es quizás con Mahler que la tradición del lied
se asume por primera vez como una tradición que debe salir de las paredes del
hogar familiar y adquirir la mayoría de edad del concierto público de modo
expreso. Lo irónico de esto, es que los lieder
sinfónicos de Mahler son a su vez, un intento final por dar cuenta de la
pretendida naturaleza “popular” del género y es así cómo debemos entender su
predilección por musicalizar la colección Wunderhorn.
Pero será a partir de la llamada Segunda
Escuela de Viena (Anton von Webern, Alban Berg y Arnold Schönberg) que se
experimentará los límites de la forma, aplicando las búsquedas atonales y el
lenguaje dodecafónico a este singular género. Para los músicos formados
bajo la tutela de Schönberg, el lied es
un verdadero laboratorio donde es posible ensayar, explorar y experimentar los
más sutiles cambios en las fronteras de la cantabilidad para buscar nuevos
mundos estéticos por medio de las más audaces invenciones melódicas y tonales,
las concentraciones temáticas y sonoras más densas, ello por algo muy caro a
todos estos músicos: el lied representa
ya no la pieza de música familiar para el solaz del descanso burgués, sino el
campo de exploración musical más propicio que aúna brevedad formal con
intensidad expresiva y que facilita también la indagación de una subjetividad
altamente enmarañada, vasta y hasta desconocida que estaba siendo recién
bosquejada en el mapa que el naciente psicoanálisis realizaba de la psique
humana. Por ello veremos que los lieder de
estos compositores no son para ser cantados por aficionados, sino que exigen un
alto rendimiento de perfección técnica a sus intérpretes. Asimismo las
predilecciones literarias de estos músicos se dirigen a textos poéticos que en
ningún caso podríamos rotular de sencillos o populares. Todo lo contrario, la
propensión hacia autores herederos del simbolismo marca no sólo una inclinación
singular del clima finesecular de la
Viena de principios del siglo XX, sino también una meditada
elección por poemas cargados de una fuerte expresividad intelectual, de
complejidad lingüística y poseedores de una sintaxis estilizada.
Se establecen de aquel modo
singulares asociaciones que destilan en un puñado de obras insuperable:
Schönberg y sus lieder sobre poemas
de Stefan George Das Buch der hängenden
Gärten (1908) y Webern y sus lieder
sobre poemas de Georg Trakl entre 1914 y 1921. Y si bien los lieder más conocidos de Berg son sobre
poemas de un excéntrico poeta vienés, Paul Altenberg, es indiscutible la
maestría que el autor del Wozzek tiene al escoger poemas de Baudelaire para su
ciclo Der Wien (1928)
Ante nosotros tenemos un momento
clave de la música: la emancipación del material verbal que es recreado por el
material sonoro en una tensión que no se resuelve a favor ni de una ni de otra.
La autonomía de ese material se presta más bien para indagar las facultades
expresivas del significado, las alusiones del sentido que los poemas proponen y
donde es apreciable que la música no es mero acompañamiento: en la herencia de
Wagner se ve cómo ésta se vuelve comentario, preludio y paráfrasis, recreando
sonoramente una atmósfera de sugestión y predisponiendo al oyente para una
comprensión más vasta del texto. La música es invocada como correlato de la
sinestesia para producir efectos asociativos que las palabras, en sí mismas, no
serían capaces de evocar, sino en el esfuerzo concentrado de la lectura
imaginaria. Y es de aquel modo que la exigencia de estos lieder no da pie a la gratificación pasajera de un arte de
satisfacción “hogareña”.
En la estela de Schönberg y su
escuela, hallamos dos nombres altamente significativos en la reinvención del lied en el siglo XX: Egon Wellesz
(1885-1974) y Hanns Eisler (1898-1962). El primero compone exquisitas y
notables piezas sobre poemas de Hugo von
Hofmannstahl y Rainer María Rilke. A diferencia del acompañamiento
pianístico propio del lied, Wellesz
siente predilección por los conjuntos de cámara y aún orquestales, usando la
diversidad de las combinatorias sonoras de los instrumentos para sugerir en los
poemas seleccionados, una atmósfera sugestiva, de alta emocionalidad y profunda
meditación. Piezas maestras en este sentido son Lied der Welt (1936) sobre un poema de Hofmannstahl y el ciclo
sobre la version de Rilke de los Sonetos Portugueses de Elizabeth
Barrett-Browning (1935). El caso de Eisler es más heterodoxo: si bien fue uno
de los más notables alumnos de Schönberg, sus inclinaciones políticas de
izquierda lo hicieron renegar de la “torre de marfil” del artista hierático y
excéntrico para entregarse de lleno a la posibilidad de una música vanguardista
de compromiso político. De ahí su estrecha colaboración con escritores
marxistas como Bertolt Brecht y Kart Tucholsky y su incursión en canciones de
protesta y propaganda, como asimismo en la composición de música de cabaret con
una fuerte influencia del jazz. Pero Eisler también escribió una serie de lieder ya orquestales o con
acompañamiento de cámara o piano sobre poemas de Goethe y Hölderlin. Su
conjunto más famoso y pieza maestra donde se combina una acerba crítica
política, la técnica dodecafónica y un selecto grupo de poemas de Rimbaud,
Hölderlin, Brecht y otros poetas es el llamado Hollywooder Liederbuch compuesto por Eisler en el exilio en Santa
Mónica, Hollywood entre 1942 y 1943. Con una ironía demoledora, Eisler pasa la
cuenta a la cultura alemana que se ha entregado al nacionalsocialismo, critica
la situación del artista contemporáneo atrapado en la paradoja de entregar su
arte como símbolo de una comunidad y convertirlo en mercancía transable por
editores y la publicidad. En un tono de insufrible desparpajo, los lieder de Eisler son un esfuerzo por
volver la música un bien social, pero alejado de cualquier simplonería de
estilo o facilismo sentimental.
A
fines del siglo XX, si bien ha habido músicos notables que han continuado con
la tradición del lied como Hans
Werner Henze, se vuelve innegable que el género ha entrado en crisis y ello por
varias razones: la complejidad compositiva que ha llevado a los músicos a los
límites de la expresión, la misma exploración formal de los compositores que
dan como finalizada o agotadas ciertas formas y, sobre todo, los límites
expresivos, ya no de la música, sino de la poesía contemporánea. Y si bien han
habido una serie de exploraciones de diverso carácter al interior del mundo
poético para seguir indagando la vinculación entre las palabras y el sonido,
como pueden ser, por ejemplo, tendencias como la poesía sonora, la poesía
concreta y otras variantes experimentales, en verdad, una poesía que sedujese a
los músicos para dar cuenta de nuevos mundos expresivos, se ha vuelto algo
escaso. Hallar la conjunción entre un poema y una música que sea más que un
mero arreglo superficial es difícil.
Por
eso asombra que un compositor contemporáneo como Wolfgang Rihm (1952) pueda
sacarle partido a la vieja forma del lied.
Nadie diría que la música de Rihm es “fácil” o para ser cantada en una reunión
social cualquiera, sobre todo si pensamos en el poeta del que toma los textos
para sus composiciones: Paul Celan. La de Rihm no es una música que renuncia a
perpetrar las preguntas necesarias que todo arte efectúa en un momento
histórico como el nuestro. Así, en la colección de lieder titulada Atemwende,
Rihm no trata a la música y la palabra como si tuvieran un nexo único y
naturalizado. Todo lo contrario: la música es ahora un socio oscuro en la persecución
sutil de una lengua anárquica que a su vez persigue sus propios
fantasmas. En el lied "Fadensonnen”,
Rihm logra una especie de atmósfera delirante que causa escalofríos: el
pensamiento empuja al lenguaje a sus límites, a rozar la integridad de un
objeto más allá (o después) de su alcance. Del mismo modo, la música de
Rihm se vuelve álgida en tonos febriles, sólo para congelarse en una quietud
extraordinaria, como memorizando no un retrato, sino una lápida. El efecto
es trágicamente paradójico, donde resuena la afirmación de Celan que manifiesta
que la poesía podría "dar testimonio de una profunda ausencia de
testigos".
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