O soleil c’est le temps de la
Raison ardente
Apollinaire
Habíamos dejado de estar
arrimados a la marea
que el fragor cotidiano ofrece
como una promesa lapidaria
para desplazar todo intento de
irremediable certeza.
Era verano sin duda,
era la estación que semejaba un
pequeño dibujo
como esos arabescos que seducían
nuestra niñez ¿recuerdas?
esas entradas ígneas que
avizoraban una especie de ritual
al que muchas veces nos
negábamos, no por la insistencia
de nuestra incredulidad, sino por
esa disposición de que era capaz
la exageración del sentido -su
ausencia probable- una deriva
que plasmaba como en un cuadro de
Bacon la descomposición
de las facciones, la disolución
de la mirada, la ironía suprema
de las manos carcomidas por la
espuma,
los señuelos que giraban como en
espiral para derrotar nuestra astucia
o esa cruel opacidad que se
filtraba en el ramaje nocturno.
Habíamos dejado de estar arrimados
a esa marea,
también a la transformación
fascinante de los espejos que daban vueltas
una y otra vez sobre sí mismos,
como queriendo representar
un diseño de Vasari o una
disposición ceremonial
de una época anterior y prohibida
que indicaba la necesidad de ajustar,
detalle a detalle, el
desbordamiento imaginario de toda escritura.
En el mejor de los casos era la
afirmación de un modelo pensado
como referente de nuestra
memoria, una especie de autorretrato
empujado por su propio impulso
hacia una finalidad
que se perdía en la indistinción
de su horizonte
que, llegado el momento, asumía su
luminosidad extraviada
como un anciano ciego atravesando
una tierra estéril
o como ese naufragio de nuestra
conciencia que Gericault
había simbolizado de modo maestro
con los recursos clásicos
de una textura reconocible.
En la disonancia de ese principio,
radicaba tal vez la extrañeza soberana
que el arte pone en tensión,
obligándonos a superar nuestra interioridad
como si fuera un ejercicio de perspicacia
donde el “mundo” o “lo real”
se preciarían de ser símbolos,
alegorías; designaciones ambiguas
de una ilusión permanente que
pudiera certificar nuestro cuerpo,
nuestra desesperación o ese musgo
que carcome sueños y viejos hábitos.
Pero el verano avanzaba sin
necesidad de corroborar aquella experiencia,
sin necesidad de plantearse a sí
mismo como condena o escapatoria
donde ese laberinto que toma
razón de todo preámbulo
era el apunte movedizo de una
verdad que vegeta
al alero de nuestra doliente
incertidumbre.
El verano avanza, gira, toma
impulso, abre una brecha
entre lo real y lo imaginado,
descubre los intersticios de la piel,
seduce la legibilidad del dolor
como un juego adolescente,
configura los espacios requeridos
para el placer,
restituye la humedad del humor
melancólico, pronuncia palabras
que prevalecen en la fantasía del
tacto, ilumina oscuramente
la caída de nuestra fragilidad en
la música de toda anulación.
El verano siempre se iguala a sí
mismo
en esa perfección que sería
envidia de un paisaje de Turner,
una señal cierta que bosqueja
altiva las fronteras
dentro de las cuales nos movemos
entre indiferentes y deseosos,
con la indolencia de exponer en
el lenguaje
aquello que el propio lenguaje
abominaría,
el indigesto vuelco contra
nosotros mismos
donde la referencialidad que nos
hace creer como verosímil
el sagaz encantamiento de
cualquier fábula es una cantinela subjetiva
erigida en el non plus ultra de toda configuración,
de toda forma que se precie
vívida a pesar de su fracaso.
Es verdad que habíamos dejado de
estar arrimados
a la seguridad del equilibrio, a
sus promesas irregulares
como creyendo en banderas de
reinos de celofán que, cuando niños,
aseverábamos conocer en sus
íntimos detalles, parafraseando
en la inocencia del juego, un
ensayo del poder.
Es verdad que los espacios
abiertos por la percepción
invitaban a explorar un territorio
de imágenes, de rostros
o de simples gestos que demasiado
a menudo se confundían
con la presunción de conocer lo
real por medio de un exceso físico
cuando su única satisfacción era
la embriaguez del enmudecimiento
o ese deseo vano de captar la
imposibilidad de decir algo a alguien.
Sin duda nuestra experiencia se
halla corroída
como el barniz de un mueble
antiguo,
pero en la necesidad de plasmar
ese viaje imaginario
con que todo poema se justifica,
la realidad puede tolerar la irrealidad
como su doble necesario, puede
simular la fantasmagoría
con el sagrado rencor de las
resonancias metafísicas,
puede sobrellevar esas gotas de
locura que vuelven amables
el incidente siniestro con que
rotulamos lo que no es posible significar.
No hay otra manera:
símbolos, inscripciones o
representación metafórica del Leteo,
del silencio, la mudez o de cualquier
otra prevención
que se agita mineral en las
playas del olvido
como esos escondites bajo el
árbol o al fondo del patio
que reservábamos para huir de los
adultos o de nosotros mismos
y que retornan como el vértigo
existente frente la página en blanco.
Lo que se mueve en el espacio
difuminado de una fotografía rota,
en el crujido del aire que
entumece labios y sangre
y que en la variación del miedo
permite la agonía de nuestras certidumbres,
es, en verdad, el enrarecimiento
de la distancia entre palabra y acto
una significación vacía que
dibuja una oscuridad ajena
que apabulla al mirlo y extravía
al estornino
que simula un cortinaje metálico que
vuelve obsesivo el afán del suicidio
y que es el guiño con que la vida
se desprende de sí misma para persistir.
Nada nuevo:
esto siempre sucede cuando un
olor intenso se desgaja
de los restos amurallados, de los
restos que articularon palabras
cuando la sed oscurecía las ciudades.
Era evidente, ningún misterio,
ningún secreto profesional por
ocultar: todo se develaba
en la convicción de experimentar
nuevas formas,
en la inercia que motiva el
desprendimiento bajo la intuición
de instalar un fragmento
encendido, alguna figura precipitada
bajo su propio peso rotatorio y
que antecede a esas preguntas incómodas
que la distancia emplea como
representación de la nostalgia.
De esa manera, verás que el
zumbido del abejorro
y el filo azul del pedernal
prepararán el advenimiento
de algo más vasto que el
silencio, algo semejante a esos cuerpos
plasmados en un lienzo de Egon
Schiele
que expresan la queja de su dolor
con la mirada extraviada y sin labios
y donde ninguno de nosotros puede
aseverar un goce estético placentero.
En el dictum de Adorno, aquello
es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso,
ciertamente, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la
proporción de una belleza ideal
es la inversión del espejo y el
despojamiento de la luz
como la proyección en una pieza
oscura de una sombra redondeada
por su propia distorsión
inverosímil.
Nada nuevo:
en la sucesión de los días se
desplaza la disolución
de lo que parecía conforme a esas
leyes antiguas
que facilitaban puntos de referencia
como cuando una palabra
adquiría para un niño, una
prestancia casi mágica que no era equivalente
a la transparencia, ni a la
necesidad de comunicar sentido:
con nuestro cuerpo tan
acostumbrado a las nubes
donde el movimiento mismo se
convertía en ceniza de la velocidad celeste,
el dominio del tacto aseveraba
conocimiento, no caída,
curiosidad o maravillamiento, no
escepticismo.
Hay quien huye del designio en la
marca arbitraria de las inscripciones.
Ahora el verano avanza a pesar de
todo desorden
porque se debe a sí mismo esa
idealidad
que habita en su propio
transcurrir, en su fidelidad
que reproduce lo que nuestra
condición errante
ha deletreado en la proximidad de
su propia consumación
y donde lo que parecía perfecto,
es ahora eco y apariencia.
Por eso, quizás, esto se trata de
algo más sencillo,
se trata, tal vez, sólo de iluminar
la inestabilidad del conjunto
que puede ser un primer paso para
alcanzar una serenidad interior
o para delegar en un puñado de
gestos arcaicos
un refugio un tanto exótico de un
mundo agotado:
esa cristalería ficticia, pero
bella, de una serie de televisión británica
que no estaba explicitada en ninguna
novela de James o de Proust,
pero que simboliza el viejo
compromiso de Orfeo respecto a todo ser vivo
y con el cual, el suicidio, sólo
es una nota a pie de página
de una pureza demasiado opaca
para horadar su propia claridad.
En la transición que implica
meditar la posible huida
desde el lenguaje hacia algo no
asumido lingüísticamente,
el polvo del exilio se vuelve
sinónimo de pobreza, desquicio o enfermedad.
Pero probablemente, no hay otra
manera de referir esa herida
que se hunde de espejismo en
espejismo: hipotecar las huellas del laberinto
sería, ciertamente, apostar a ese
beso que Eurídice aguarda
en el sabor salino de nuestros
labios para, en su ceguera,
no confundirlos con ceniza.
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