miércoles, 19 de diciembre de 2012

En agosto, el verano


O soleil c’est le temps de la Raison ardente
Apollinaire


Habíamos dejado de estar arrimados a la marea
que el fragor cotidiano ofrece como una promesa lapidaria
para desplazar todo intento de irremediable certeza.
Era verano sin duda,
era la estación que semejaba un pequeño dibujo
como esos arabescos que seducían nuestra niñez ¿recuerdas?
esas entradas ígneas que avizoraban una especie de ritual
al que muchas veces nos negábamos, no por la insistencia
de nuestra incredulidad, sino por esa disposición de que era capaz
la exageración del sentido -su ausencia probable- una deriva
que plasmaba como en un cuadro de Bacon la descomposición
de las facciones, la disolución de la mirada, la ironía suprema
de las manos carcomidas por la espuma,
los señuelos que giraban como en espiral para derrotar nuestra astucia
o esa cruel opacidad que se filtraba en el ramaje nocturno.

Habíamos dejado de estar arrimados a esa marea,
también a la transformación fascinante de los espejos que daban vueltas
una y otra vez sobre sí mismos, como queriendo representar
un diseño de Vasari o una disposición ceremonial
de una época anterior y prohibida que indicaba la necesidad de ajustar,
detalle a detalle, el desbordamiento imaginario de toda escritura.
En el mejor de los casos era la afirmación de un modelo pensado
como referente de nuestra memoria, una especie de autorretrato
empujado por su propio impulso hacia una finalidad
que se perdía en la indistinción de su horizonte
que, llegado el momento, asumía su luminosidad extraviada
como un anciano ciego atravesando una tierra estéril
o como ese naufragio de nuestra conciencia que Gericault
había simbolizado de modo maestro con los recursos clásicos
de una textura reconocible.
En la disonancia de ese principio, radicaba tal vez la extrañeza soberana
que el arte pone en tensión, obligándonos a superar nuestra interioridad
como si fuera un ejercicio de perspicacia donde el “mundo” o “lo real”
se preciarían de ser símbolos, alegorías; designaciones ambiguas
de una ilusión permanente que pudiera certificar nuestro cuerpo,
nuestra desesperación o ese musgo que carcome sueños y viejos hábitos.
Pero el verano avanzaba sin necesidad de corroborar aquella experiencia,
sin necesidad de plantearse a sí mismo como condena o escapatoria
donde ese laberinto que toma razón de todo preámbulo
era el apunte movedizo de una verdad que vegeta
al alero de nuestra doliente incertidumbre.
El verano avanza, gira, toma impulso, abre una brecha
entre lo real y lo imaginado, descubre los intersticios de la piel,
seduce la legibilidad del dolor como un juego adolescente,
configura los espacios requeridos para el placer,
restituye la humedad del humor melancólico, pronuncia palabras
que prevalecen en la fantasía del tacto, ilumina oscuramente
la caída de nuestra fragilidad en la música de toda anulación.
El verano siempre se iguala a sí mismo
en esa perfección que sería envidia de un paisaje de Turner,
una señal cierta que bosqueja altiva las fronteras
dentro de las cuales nos movemos entre indiferentes y deseosos,
con la indolencia de exponer en el lenguaje
aquello que el propio lenguaje abominaría,
el indigesto vuelco contra nosotros mismos
donde la referencialidad que nos hace creer como verosímil
el sagaz encantamiento de cualquier fábula es una cantinela subjetiva
erigida en el non plus ultra de toda configuración,
de toda forma que se precie vívida a pesar de su fracaso.

Es verdad que habíamos dejado de estar arrimados
a la seguridad del equilibrio, a sus promesas irregulares
como creyendo en banderas de reinos de celofán que, cuando niños,
aseverábamos conocer en sus íntimos detalles, parafraseando
en la inocencia del juego, un ensayo del poder.
Es verdad que los espacios abiertos por la percepción
invitaban a explorar un territorio de imágenes, de rostros
o de simples gestos que demasiado a menudo se confundían
con la presunción de conocer lo real por medio de un exceso físico
cuando su única satisfacción era la embriaguez del enmudecimiento
o ese deseo vano de captar la imposibilidad de decir algo a alguien.
Sin duda nuestra experiencia se halla corroída
como el barniz de un mueble antiguo,
pero en la necesidad de plasmar ese viaje imaginario
con que todo poema se justifica, la realidad puede tolerar la irrealidad
como su doble necesario, puede simular la fantasmagoría
con el sagrado rencor de las resonancias metafísicas,
puede sobrellevar esas gotas de locura que vuelven amables
el incidente siniestro con que rotulamos lo que no es posible significar.
No hay otra manera:
símbolos, inscripciones o representación metafórica del Leteo,
del silencio, la mudez o de cualquier otra prevención
que se agita mineral en las playas del olvido
como esos escondites bajo el árbol o al fondo del patio
que reservábamos para huir de los adultos o de nosotros mismos
y que retornan como el vértigo existente frente la página en blanco.
Lo que se mueve en el espacio difuminado de una fotografía rota,
en el crujido del aire que entumece labios y sangre
y que en la variación del miedo permite la agonía de nuestras certidumbres,
es, en verdad, el enrarecimiento de la distancia entre palabra y acto
una significación vacía que dibuja una oscuridad ajena
que apabulla al mirlo y extravía al estornino
que simula un cortinaje metálico que vuelve obsesivo el afán del suicidio
y que es el guiño con que la vida se desprende de sí misma para persistir.

Nada nuevo:
esto siempre sucede cuando un olor intenso se desgaja
de los restos amurallados, de los restos que articularon palabras
cuando la sed oscurecía las ciudades.
Era evidente, ningún misterio,
ningún secreto profesional por ocultar: todo se develaba
en la convicción de experimentar nuevas formas,
en la inercia que motiva el desprendimiento bajo la intuición
de instalar un fragmento encendido, alguna figura precipitada
bajo su propio peso rotatorio y que antecede a esas preguntas incómodas
que la distancia emplea como representación de la nostalgia.
De esa manera, verás que el zumbido del abejorro
y el filo azul del pedernal prepararán el advenimiento
de algo más vasto que el silencio, algo semejante a esos cuerpos
plasmados en un lienzo de Egon Schiele
que expresan la queja de su dolor con la mirada extraviada y sin labios
y donde ninguno de nosotros puede aseverar un goce estético placentero.
En el dictum de Adorno, aquello es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso, ciertamente, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal
es la inversión del espejo y el despojamiento de la luz
como la proyección en una pieza oscura de una sombra redondeada
por su propia distorsión inverosímil.

Nada nuevo:
en la sucesión de los días se desplaza la disolución
de lo que parecía conforme a esas leyes antiguas
que facilitaban puntos de referencia como cuando una palabra
adquiría para un niño, una prestancia casi mágica que no era equivalente
a la transparencia, ni a la necesidad de comunicar sentido:
con nuestro cuerpo tan acostumbrado a las nubes
donde el movimiento mismo se convertía en ceniza de la velocidad celeste,
el dominio del tacto aseveraba conocimiento, no caída,
curiosidad o maravillamiento, no escepticismo.

Hay quien huye del designio en la marca arbitraria de las inscripciones.

Ahora el verano avanza a pesar de todo desorden
porque se debe a sí mismo esa idealidad
que habita en su propio transcurrir, en su fidelidad
que reproduce lo que nuestra condición errante
ha deletreado en la proximidad de su propia consumación
y donde lo que parecía perfecto, es ahora eco y apariencia.
Por eso, quizás, esto se trata de algo más sencillo,
se trata, tal vez, sólo de iluminar la inestabilidad del conjunto
que puede ser un primer paso para alcanzar una serenidad interior
o para delegar en un puñado de gestos arcaicos
un refugio un tanto exótico de un mundo agotado:
esa cristalería ficticia, pero bella, de una serie de televisión británica
que no estaba explicitada en ninguna novela de James o de Proust,
pero que simboliza el viejo compromiso de Orfeo respecto a todo ser vivo
y con el cual, el suicidio, sólo es una nota a pie de página
de una pureza demasiado opaca para horadar su propia claridad.
En la transición que implica meditar la posible huida
desde el lenguaje hacia algo no asumido lingüísticamente,
el polvo del exilio se vuelve sinónimo de pobreza, desquicio o enfermedad.
Pero probablemente, no hay otra manera de referir esa herida
que se hunde de espejismo en espejismo: hipotecar las huellas del laberinto
sería, ciertamente, apostar a ese beso que Eurídice aguarda
en el sabor salino de nuestros labios para, en su ceguera,
no confundirlos con ceniza.



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