Sala de lectura es el nuevo título en
prosa que Pedro Lastra agrega a un corpus formado por Relecturas hispanoamericanas (1987); Leído y anotado (1998) e Invitación
a la lectura (2001). Como bien indica su subtítulo, el libro reúne una
serie de notas, prólogos, apuntes y discursos, constituyéndose en un volumen
misceláneo que abarca temas y autores diversos, en un marco temporal de casi
diez años. Material seleccionado y antecedido por un prefacio de Patricio
Lizama, el nuevo libro de Lastra se articula en dos grandes secciones: la
primera titulada “Sobre literatura chilena e hispanoamericana” y la segunda
llamada escuetamente “Otros escritos”.Y no es que en un gesto como aquel se
pretenda predisponer la lectura por una orientación temática o estilística, más
bien es apreciable una ordenación, diríamos, modulada con una flexibilidad que
invita más a la aventura lectora que al ensimismamiento circunscrito. Ciertamente
los títulos de ambas secciones son amplios e inclusivos, rastreando obras y
autores, tendencias y momentos de la más variada índole, abriendo un horizonte de
múltiples expectativas en el dinámico espacio literario hispanoamericano y
chileno. De esta forma se dan cita en el libro de Lastra el interés por
revistas fundacionales de nuestra historia literaria como fueron Revista de Valparaíso y El Crepúsculo en los albores del siglo
XIX; asimismo una predilección por indagar el sugestivo mundo fantástico y
mágico que anida en la obra de Leopoldo Lugones, Francisco Contreras y José
María Arguedas; el regreso siempre cargado de detalles vivenciales y sugerentes
observaciones interpretativas que plantea la relectura de Huidobro, Mistral,
Neruda, Rojas, Lihn, Teitelboim y Cortázar; la fijación tan característica de
Lastra por dar noticia, información o articular una “imagen de situación” de
autores ubicados un tanto al margen de las corrientes principales y que vuelven
a darnos una sorpresa no menor en sus aciertos como lo son Jorge Teillier y
Eliana Navarro; las observaciones en torno a poetas como Eugenio Montejo y Oscar
Hahn que permiten entrever la búsqueda de un lenguaje que se precie de cabal y
exacto en la puntualidad de sus diversas experiencias. A esto agregar el
diálogo nunca interrumpido allende el Atlántico y que encarna en una serie de
textos que evocan la presencia de Grecia en la poesía hispanoamericana y a
figuras señeras de la poesía española del siglo XX: Rafael Alberti, Juan Ramón
Jiménez, Luis Cernuda, autores, tendencias y culturas con las cuales Lastra
indaga no tanto una pretensión “originaria”
sino más bien un mapa de referencias que da cuenta de un idioma, pero a
su vez de una imaginación y pertinencia epocal que se traduce en encuentros siempre
fecundos y aleccionadores.
La autodefinición de Lastra –tomando prestado un término de Enrique Lihn-
como “escrilector”, tal como señala Lizama en su prefacio, establece la marca
con que esta diversidad de textos se plasman frente a nosotros: pues no estamos
ante textos sancionados por el academicismo al uso, aquel que pretende ofrecer
interpretaciones certeras o emitir juicios categóricos en la autoconciencia de
su estatuto “investigativo”. Nos hallamos más bien, ante una escritura móvil y
versátil, una escritura que teje una trama ininterrumpida de referencias,
testimonios, alusiones y aperturas de sentido que no se enclaustran en la
pretensión definitoria de lo comprobable y que es justificada en grado sumo por
el asombro, la curiosidad, el cuestionamiento y el placer. Desde esta perspectiva,
los textos de Lastra son invitaciones de lectura, gestos persuasivos motivados
por el asombro o la complicidad, textos que se prestan a la evidencia de
nuestra propia fragmentación emotiva e intelectual en la medida que nos
reconozcamos como sujetos inmersos en un océano de situaciones contradictorias
plasmadas por el azar y a las que la literatura otorga refugio o desazón.
Ahora bien, toda forma de escritura conlleva una manera de abordar o
entender la lectura. Por antonomasia, ello implica dejar constancia de un
pensar, de un modo de pensar. “La forma –decía Karl Kraus- es el pensamiento”.
Porque cuando se escoge, por las razones que sean, un medio de expresión
determinado, no sólo se está escogiendo un “estilo” o abordando un género
literario de las características que sean, se escoge un modo inconfundible y
preciso de pensamiento, un modo peculiar de entender la escritura respecto a lo
leído como en relación a otras escrituras que desearían mentar sobre lo mismo
de manera diferente para hacer resaltar cosas semejantes o diametralmente
distintas. Así, por ejemplo, escribir sobre la obra de un poeta con
pretensiones de ver en ella un “objeto de estudio” que necesita ser auscultado
analíticamente es bastante diferente a escribir sobre esa misma obra desde la
perspectiva del recuerdo memorioso, la impresión primigenia o desde la soltura
del ensayo de apreciación que pretende preguntar sobre significados posibles que
sobre el levantamiento de un cerco definitorio. El talante de cada escritura,
por decirlo así, muestra o deja evidentes, las distintas maneras con que se
articula ese pensar que encarna en la forma y que se define por ella.
En este sentido, si bien estaríamos tentados a utilizar la palabra
“ensayo” para caracterizar los textos de Lastra, lo que nos indica el autor y lo
que su propia escritura deja entrever es la recurrencia permanente a un término
que bien podría ser considerado una “forma simple” al decir de Andre Jolles: la
nota.
Es singular la elección que para su escritura en prosa efectúa Lastra de
tal denominación, pues lo que en ello se advierte no es tanto un repliegue
hacia los ámbitos de la “intimidad lectora” de parte del sujeto de la
escritura, ni tampoco una minusvaloración de la forma, sino que de modo muy
sagaz, se aprecia una elección consciente de lo que puede significar aquella
forma escritural en tanto una constatación que busca en la sugerencia, su
sentido amplio y caracterizador. De todas maneras la nota difiere
funcionalmente del artículo como a su vez del ensayo y no es, como pudiera
creerse, un artículo corto o un esbozo abreviado de un escrito superior o de
mayor amplitud. Más bien, como lo ha señalado con lucidez Martín Cerda, la nota
es un texto que se encierra a partir de una función específica: notar –o si se
prefiere, anotar- algo que transcurre en el mundo, en el cuerpo o en la
conciencia del escritor. La nota es dejar una huella escrita del proceso de
lectura y más aún, es evidencia de su entrelazamiento singular, la prueba de
que una depende de la otra, sirviendo de soporte para dejar testimonio del
juicio que suscita en la conciencia aquello que la misma escritura motiva,
cuestiona o plantea. La nota es la evidencia dejada por la lectura como proceso
de un deleite inteligente. Por ello no explica nada, ni certifica nada,
encontrándose alejada de ese tipo de escritura académica que pretende para sí
misma la exhaustividad y la pretensión de la demostración teórica. De aquello
pueden sustraerse una serie de interesantes implicancias para optar, valorar y
decidir sobre eventuales significados críticos cuya exploración rebasaría los
límites de la presente reseña.
Baste apuntar que esto, sin duda,
conlleva a reflexionar acerca de lo que hay en la prosa de Lastra en tanto
meditación reflexiva del hecho literario con sus aristas diversas de
convergencia y amplitud, pero no como un ejercicio sistemático a modo de un
tratado, ni siquiera buscando la reflexión palmaria que se cuestione a sí misma
a manera de una eventual poética de la lectura. Porque si bien es cierto,
aquello sería deseable, lo concreto es que tenemos ante nuestros ojos una serie
de textos breves, precisos, sugerentes y circunscritos a su propia experiencia
de producción como una especie de excepción significativa, menos articulada
hacia el dogmatismo esclarecedor que hacia la necesidad de disuasión que
encierra todo texto que, como la nota, se precie de su propia red de
referencias. Por eso, no deja de ser relevante que en los textos de Lastra
reunidos en este volumen, se nos invite reiteradamente a fijarnos en los
detalles que una visión de conjunto, más total o totalitaria, haría de ellos, caso omiso. Así sucede por ejemplo
cuando se nos hace llamar la atención hacia la personalidad literaria de
Francisco Contreras, otrora famosa, hoy olvidada y que bajo la lectura atenta y
singular de Lastra puede ser leída como una personalidad mucho más vasta y
compleja de lo que en apariencia es, al rastrear en el “Proemio” a su libro El pueblo maravilloso, un antecedente
preclaro de las aventuras imaginativas de un Carpentier y toda su descendencia “real-maravillosa”.
O cuando de modo inmejorable en su brevedad y agudeza, establece una filiación
inesperada, pero rica en resonancias entre James Joyce y Vicente Huidobro. O
cuando nos invita a leer a un escritor como Volodia Teitelboim como un
memorialista en la estela americana de Mariano Picón Salas o en la estela de un José Victorino Lastarria o un Vicente
Pérez Rosales, abriendo con ese solo gesto de lectura, perspectivas posibles de
interpretación que en su fineza y detalle dicen mucho más que decenas de
páginas sobre el autor de Hijo del
salitre.
Desde esa perspectiva, me parece que la escritura en prosa de las notas
de Lastra son más que nada una “lectura del detalle”, es decir son un gesto
escritural que implica la práctica de un riesgo, pues ponen en peligro una idea
monolítica del libro, en tanto se
considere a este último como portador sistemático de una idea apriori de lo que
debiese ser la crítica literaria y, por ende, un tipo de texto cercado en sus
fugas de sentido para que éste no huya de su propia monumentalidad. La nota,
como lectura del detalle violenta esa pretensión y desencadena un aparente
desorden y confusión, en tanto éstos son básicos para comprender el movimiento
que toda lectura hace de sí misma. Ese movimiento en la prosa de Lastra reunida
acá, posee una sugestiva economía en su despliegue de significados, pero una
generosa amplitud de registros posibles que permiten entrever no sólo un
talante testimonial nacido de un profundo amor a los libros, sino una reflexión
más que pertinente acerca de la literatura, su ejercicio y su goce de sucinta
lucidez.
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