¿Cómo caracterizar la escritura
ensayística? Quizás una forma posible sería comenzar a través del viejo modo
que nos enseña la teología negativa: ilustrando lo que no es.
De aquella manera pienso que todo
ensayo no pertenece a una instancia de conocimiento positivo acerca de los
temas y autores que abordan y, por lo mismo, si bien algunos han rozado la
frontera del mundo académico o, aún más, se han instalado en su circunscripción,
nunca han pretendido adentrarse en su debate con el afán de contribuir a su
esclarecimiento. Lo que uno pueda decir acerca de Novalis, Rilke, Webern,
Anguita o Huidobro, por mencionar algunos protagonistas de ensayos imaginarios
que me gustaría leer y escribir, creo que agrega poco o nada nuevo al
voluminoso edificio babélico que Georg Steiner ha denominado alguna vez como literatura
secundaria. Por ello me parece advertir que un ensayo no es un estudio
en el sentido corriente del término, es decir, aquel sentido al que nos tiene
acostumbrados el ámbito universitario como signo de profesionalización
intelectual y que hace, precisamente, de la palabra estudio, un eslabón más en
el camino hacia el tratado o la definición que se proclama certera o lúcida. Es
por eso que el ensayo no quiere abrir de modo directo el horizonte de
expectativas de significado que sí sería deseable en intentos de mayor
consistencia sistemática o con una apoyatura crítica al uso. Respecto a esto,
Martín Cerda aseveraba algo que considero preciso y definitivo:
El ensayo está, de este
modo, siempre “atado” al objeto que lo ocasiona (libro, obra de arte, “forma de
vida”), pero, a la vez, siempre lo sobrepasa sin llegar nunca a la fría
perfección del sistema. El ensayo es, en otros términos, siempre ocasional,
en el sentido que está regularmente ocasionado por un objeto, y, al mismo
tiempo, provisorio, en el sentido que no cesa nunca de buscar la forma
cerrada del sistema. Esto explica que en cada ensayo donde los demás descubren
valores, verdades, ideales y certezas, el ensayista sólo encuentre problemas,
incertidumbres y despistes [1]
No es necesario ampararse en tales argumentaciones o en otras para dar
una eventual “precisión explicativa” a lo que es la escritura ensayística: es
producto, ciertamente, de la motivación ocasional a la que hace referencia el
texto recién citado, ya por la exterioridad de su origen (apuntes de clase,
conferencias o solicitudes eventuales del mundo académico), ya por la
motivación gratuita de la reflexión permanente. Además, ese tipo de escritura
no busca la exactitud del conocimiento, sino las coordenadas deletéreas de la
fugacidad lectora que anidó en nosotros y levantó su casa para quedarse más
allá de sus propias expectativas.
Por supuesto que no anhelo definir
este género anfibio para justificar un tipo de escrito de extensión e interés
diverso. Pienso que hace falta una dosis de fina ironía anímico-estilística
para llevar a cabo tal proceder, cosa que, por lo demás, importantes y
significativos autores poseyeron de modo genial e insuperable, estableciendo
así las coordenadas de comprensión necesaria para esta peculiar forma textual.
De esto se deriva, por otro lado, algo a mi parecer, en extremo obvio, pero que
siempre se nos escapa u olvida: pues que sería redundante enumerar a esos
maestros de la escritura que, por ser tales, se muestran en una gama de
opacidad y transparencia únicas y que, por lo mismo, dejan en claro la aguda
percepción que implica el ejercicio lector. Sin embargo, nombrar es también un
modo de agradecer y de dejar constancia de fervores asumidos en la más íntima
solicitud del silencio o la soledad. Me parece que si nombrara a Georg Lukács,
Theodor Adorno, Walter Benjamin y J.M. Coetzee entre los europeos y a Martín
Cerda, Luis Oyarzún y Clarence Finlayson entre nosotros, aquel agradecimiento,
incompleto, sería el atisbo de una felicidad de rara factura, una felicidad que
no teme desdeñar la alegría y muy afecta al deslumbramiento. Se hace evidente
que aquel deslumbramiento es una vivencia (Erlebnis) que va unida a esos
instantes que –no me cabe ninguna duda, imposible son de calibrar
racionalmente- hacen posible la transfiguración del sentido, la exploración
abismante de la subjetividad o el esclarecimiento de un orden al cual no
habíamos arribado aún en nuestro ejercicio perceptivo. La única analogía de
relativa concordancia podría ser aquella que brinda el oír por vez primera
música absoluta (es decir, sin la intervención de la voz humana o de algún
sonido de la naturaleza). Pero tan certera, como a la vez pobre comparación, se
nutre de esa tragedia secreta que adivinamos al sólo plantearnos la posibilidad
de llevarla a cabo: la lectura siempre será un volver atrás, siempre será un
zigzagueo de nuestros ojos en la letra, siempre solicitará nuestra atención
como concentrada disposición y, por lo tanto, mostrará su vulnerabilidad al
instante de evidenciarnos poco fieles hacia su requerimiento. En cambio la
música intervendrá intensa y única en la continuidad que le hace ser ella misma
y que nos enrostra nuestra pertenencia al tiempo. En el oír música no existen
segundas oportunidades para intentar descubrir el sentido, es siempre un
devenir instaurado como ritmo, melodía y fugacidad, cosa que la convierte en
algo irrepetible y, en gran medida, ausente al mismo segundo de ser enunciada.
Pero en esta dicotomía entre el leer y el oír, más allá de atisbar una profunda
perplejidad entre la tragedia del instante y la permanencia de la letra, creo
que es posible rastrear un ejercicio de traducción que no se reduce a una
antinomia irresuelta, ejercicio que se expande como consideración fecunda del
trasvasije imaginativo-existencial de las producciones del arte y de la vida
que llevan en su más profunda interioridad aquella marca ineludible: la lectura
como traducción, pero no cualquiera, sino del modo en que lo manifestaba un
poeta como Novalis, es decir, como Verändernd, en otros términos, como traducción
transformante. ¿Qué querría decir esto? Pues que en el oír y en el leer,
despegados de todo contenido que certifique su individualidad, de todo contexto
histórico o psicológico e, incluso, de toda constricción formal, se eleva el
objeto de la meditación al estado de símbolo, en otras palabras, a una imagen
pura de sí mismo, imagen que conlleva procesos de identificación, rechazo,
complemento y comentario. Es de aquel modo que en la fluidez del narrar, el
talento poético se trasforma en la melodía del alma, en la visibilidad del
ritmo que la música manifiesta como autoconciencia invisible de sí. Quizás por
ello, pienso entonces, que a la escritura ensayística es posible remitirla, en
la diversidad de su índole y origen, a un tema común, obvio y explícito: al
tema que hace de ella ejercicio de entendimiento para captar al lenguaje y a su
sombra, el silencio, teniendo evidentemente a la música como el bajo
ostinato que subyace ondulante en su despliegue. ¿Una POÉTICA? En la medida
que manifiesten las mismas obsesiones que los hermanan con los poemas que nos
han sido dables leer de cientos, de miles de poetas de todas las latitudes y
tiempos imaginables, pues es muy probable.
En algún lugar de aquel libro
maravilloso que es El alma y las formas, el joven Georg Lukács decía que
hay vivencias que no podrían ser expresadas por ningún gesto y que, sin
embargo, ansían expresión, vivencias que hacen de la conceptualidad algo
sentimental (al modo de Schiller), es decir, como realidad inmediata, como
principio espontáneo de existencia. ¿No estaba refiriéndose acaso el pensador
de Budapest a ese ejercicio transformante y transformativo que nos hiere
amorosamente, como a Santa Teresa, y que se devela en el leer-oír? Escribir
como agradecimiento del leer-oír es, sin duda, una especie de Verändernd.
Ahora, en esta tarde de otoño, serena y plácida, mientras oigo tras la
mampara los acordes iniciales de la Cuarta Sinfonía de J. Brahms, viene a mí el
recuerdo de esos encuentros infinitos de fervor lector que incitaron en
desmedida ingenuidad, una respuesta. Todo ensayo lo es y ciertamente la
impresión que aquella vivencia trae a lugar sólo la puedo decir con un cultismo
que encierra de modo opaco lo que la música de Brahms expresa muchísimo mejor: melancolía.
[1] Martín
Cerda en La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, ed Universitarias
de Valparaíso, Valparaíso, 1982.
Borges decía lo mismo. No me acuerdo bien de la frase en sí, pero había dicho que la felicidad del lector es mayor que la felicidad de escritor.
ResponderEliminarSaludos