Es característico de la herencia romántica pensar al escritor, al poeta,
como un maestro privilegiado de la lengua. Es en su experiencia fundamental con
las palabras de su idioma materno, que la fuerza de ese idioma alcanza las
configuraciones de sentido más plenas y vigorosas: sus implicancias
etimológicas, su prestancia imaginativa y su seguridad léxica y existencial, se
afirman y evidencian con una intensidad que se vuelve ejemplar para dejar
constancia de ese ineludible maridaje entre el poder creador del acto
lingüístico y la cosmovisión específica de la historia, cosmovisión que está
marcada por una consecuente idea de ligar territorio, lengua e invención en un
solo gran constructo que se legitima a los ojos de la comunidad que lo concibe.
Así, lo que se deja entrever en esta trama es una especie de familiaridad
necesaria del poeta con su lenguaje, familiaridad que insta al acto creativo a
ser radical e inventivo, como a su vez, comprensivo con el arraigo que le es
inherente a su propia condición.
De ahí, como constata George
Steiner, la extrañeza de imaginar a un poeta, a un escritor “lingüísticamente”
sin casa, sin arraigo, marginado o expuesto en la frontera misma de la lengua y
que haga de aquella experiencia, el fundamento mismo de su decir como poeta.
Esa extrañeza se vuelve paradójica si el lenguaje desde el cual efectúa su
ejercicio imaginativo, no halla asidero en la comunidad humana que le acoge y que
le posibilita su existir. Paradoja que se expresa en el vivir y escribir en una
lengua que se habla, pero que no comunica. Paradoja que se expresa al escribir,
en una lengua que se sabe propia, la experiencia que se vive en una lengua
ajena. Paradoja de escribir en una lengua que otorga un atisbo de realidad para
certificar la huida de toda quimera, para creer que uno está vivo, sabiendo
además que, al final del día, es una lengua inoportuna y hasta carente para
mostrar la fractura de todo convencimiento: el amor y el desamor, la soledad y
la ambigüedad, la duda y la rutina, la querella siempre a flor de piel para ver
si no es del todo inútil invocar a Dios.
Quizás esta sea la impronta más relevante y llamativa que develan los
poemas de 2323 Stratford Ave, tercer
libro del poeta chileno Marcelo Rioseco (1967), poemas que están marcados por
un sugestivo tono intimista y que vuelve a esta poesía poseedora de aquel
adjetivo a veces tan esquivo, pero siempre tan necesario: una poesía lírica que dibuja un mapa subjetivo de
conflictos y anhelos, de indecisiones y esperanzas, de ironías y soledades; una
poesía lírica que padece el desplazamiento de su propia extraterritorialidad,
una poesía que menta la experiencia de aquel sentir ajeno en la mismidad de su
propia expresión.
En este libro, Rioseco se nos muestra con una escritura muy distinta a lo
que hasta acá ha cultivado con esmero: frente a la sofisticada mascarada
culterana de origen greco-latino que hacía del gesto coral, una de las características
más relevantes de Espejo de enemigos
(2010), su libro anterior, o distante también de los juegos verbales e
imaginarios de Ludovicos (1995)
emulando una épica cósmica en la estela de Altazor
de Huidobro o de los Sea Harrier de
Maquieira, lo que los poemas de 2323
Stratford Ave nos presentan no es la escenificación de la experiencia
equidistante entre el lujo estético de la parodia y el fragor imaginativo de la
aventura, tal como registran de modo inmejorable los libros antedichos, sino
más bien, presenciamos un tono doliente que se construye con los fragmentos de
una memoria asediada, con los restos de representaciones cotidianas que se
hunden en la densidad de una subjetividad que dibuja un pulso vertiginoso al
verse socavado el piso de la lengua entendida no sólo como comunicación, sino
como posibilidad de afinidad existencial. En lo mejor de estos poemas se nos
evidencia el despojamiento de cualquier fantasmagoría de cariz esteticista y se
nos enrostra la frágil consistencia que concierne a la experiencia de un hablar y escribir disociados. Esta extraterritorialidad, puesta al límite de
la expresión, no es privativa de la poesía de Rioseco, sin duda: es parte de un
cosmos poético que ha sido muy poco explorado y que hace mención a todo un
sector de la poesía chilena contemporánea que se cultiva en el extranjero y que
hace del castellano su medio de expresión recurrente frente al asedio cotidiano
del inglés como habla comunicativa. ¿Quién leerá esos poemas que no están escritos
para ser compartidos en la comunidad donde se desenvuelve el poeta? La poesía
de Rioseco, esta poesía al menos de sus últimos plazos, creo que entra en ese
sentido, en diálogo con lo escrito por autores tan distintos y hasta disímiles
como lo son Marcelo Pellegrini, Luis Correa Díaz, Cristian Gómez Olivares,
Carlos Trujillo y varios otros más que, viviendo en EEUU, tienen, al parecer en
mente, a un lector chileno o latinoamericano que, desdeñoso, a veces ni
siquiera sabe de su existencia o conoce sus textos. El hecho mismo de escribir
en castellano en el extranjero, vivir cotidianamente en inglés y publicar fuera
del entorno inmediato del idioma, vuelve sugestiva la manera en que todos estos
poetas y en particular Rioseco, entienden el lenguaje de su poesía, volviéndose
necesarios una serie de procedimientos de comprensión para aprehender las
coordenadas de sentido que mentan sus diversas producciones.
En el caso de Rioseco, es la comprensión de una lengua que se articula
con una economía de medios, sin expresiones grandilocuentes, sin la potestad de
un tono imperativo, ni menos con el sortilegio de la seguridad campante de la
metáfora pletórica: en un tono de rasgos conversacionales, a veces recursivo,
repetitivo y sin desdeñar cierto prosaísmo de cariz emotivo, los poemas de este
libro se entreabren como un rumor que se dispone a la enunciación de una
subjetividad vacilante, a veces desesperada,
otras quejosa y la más de las veces, dubitativa y hasta escéptica, maneras que
reflejan un modo de entender las palabras en la cristalización de su sentido y
que se aventuran incluso a preguntar sobre la pertinencia de que sean
convertidas en poesía. Porque más que un gesto metapoético en tal acción, lo
que vislumbramos es un preguntar, un indagar, un explorar los recovecos tanto fónicos
como lexicales que los poemas van planteando para no verse a sí mismos como
meros datos o figuraciones inútiles de un lenguaje carente de arraigo en la inminencia
de la incomunicación. Un poema como Gramática
de los días me parece decidor al respecto. “Esto que considero no es una
palabra/ no es decir “considero” y luego olvidarse/ es aire, aire, efímero/
circunstancial y sin embargo, sorprendido./ Creo que cierro las ventanas y
obstruyo las puertas./Existiendo como soy, me niego, me defraudo/ de puro
torpe, parecido a una palabra mal pronunciada/ y escucho golpes como de
muertos/ repercutiéndome, pero con cariño a veces/ (…)
En 2323 Stratford Ave encontramos,
asimismo, poemas que volatilizan una disolución, una fractura de toda
posibilidad de arraigo, una exposición a
la intemperie de parte de un hablante que se halla disociado de sí mismo,
entregado a una épica de lo mínimo, donde es apreciable la renuncia a toda
máscara de consuelo estético para así, abrirnos hacia la desconsolada certeza
de la precariedad y hasta del abandono como en el poema Yo es todo lo contrario: (…) Y camino por entre las galerías y abro
el diario/ y me canso de lo orgánico, de los huesos/ de todo este polvo humano
tan frío, tan castigado;/ (…) Estoy aquí y todo lo entiendo al revés/ como
yendo en sentido contrario, infringiéndome,/ como si yo mismo fuera un papel
legal/ o un a ley norteamericana/ y esto naturalmente, ¿sabes?, se llama
marcelo/ porque soy de contextura y disposición propia-/ (…).
Ciertamente la circunstancia que es posible articular para un decir
poético que se las tiene que ver con el riesgo de su propia clausura, está
otorgada por la frontera desde donde los poemas de este libro enuncian su
discurso: en el habitar ajeno de un país extranjero que refiere un habla
inasimilable para constatar su propia extraterritorialidad. Tal vez por eso, el
título de este libro es decidor: hace referencia a una dirección, a una calle,
a un sitio localizable en la geografía umbrosa y fértil del país del norte,
pero que también revela una impersonalidad que abruma en su disposición
cotidiana.
Sin embargo, los logros expresivos de varios poemas de este libro
resultan notables, tanto por el despojo existencial que nos comunican, como por
la forma de decir que aquel mismo despojo adquiere en un tono de hondura y
meditación que no rehúye la exposición desnuda ante los ojos de cualquier
lector. Forma de decir que se arriesga en pulsar las cuerdas de una
subjetividad para nada paciente, acomodaticia o segura de sí misma. Como
lector, me gustaría imaginar este tercer libro de Rioseco, no tanto o
exclusivamente como un contraste formal y estilístico respecto de sus libros
anteriores, cosa que ciertamente puede hacerse. Me gustaría, en todo caso,
imaginarlo en una estela de contrastes complementarios, tal como Cantos de vida y esperanza no se opone a
Prosas profanas, sino más bien
estableciendo ámbitos de experiencia que ahondan las visiones originales que el
camino culterano del nicaragüense poseía in nuce y que no anulan sus búsquedas
de un lenguaje que le fuera propio o característico. Así, creo que los mejores
poemas de Rioseco que conforman 2323
Stratford Ave son el necesario complemento de una manera de asumir la escritura que amplia su registro expresivo y
coloniza una región difícil de asir, aquella que hace de la inmediatez
experiencial, una peculiar manera de estar en el mundo y que implica una
asunción de lo poético como un modo de dejar constancia de una biografía escritural que significa, nada
más ni nada menos, ver la posibilidad de verbalizar incluso, la exposición
extrema de una lengua que se escribe, pero que no se habla.
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