Si la filosofía,
en genial ocurrencia de George Steiner, puede ser considerada como la poesía del pensamiento; la música podría
ser tal vez la expresión del pensamiento
en el sonido. Tal aseveración, marca sin duda, la comprensión que podríamos
hacer de la música del compositor greco-francés Iannis Xenakis. Nacido en la frontera rumano-griega en 1922, estudió ingeniería en Atenas
hasta que sus estudios fueron interrumpidos en 1941 por la invasión nazi de
Grecia. Como muchos otros de sus compatriotas, Xenakis ingresó al movimiento de
resistencia antifascista, cosa que le llevó a militar en el Partido Comunista
griego y terminada la Segunda Guerra
Mundial, a participar en la guerra civil que surgió de inmediato en su patria. En
enero de 1945 recibió una grave herida de obús en el lado izquierdo
de la cara que le puso al borde de la muerte, provocándole la pérdida de un ojo
y desfigurándole parte del rostro. En 1946 pudo finalizar sus
estudios obteniendo el título de ingeniero, pero fue perseguido debido a su
activismo político y condenado a muerte. Logró escapar y, gracias a un
pasaporte falso, cruzar la frontera rumbo a Francia en 1947.
En París, ingresó en 1948, al famoso estudio del arquitecto Le Corbusier
y durante cerca de diez años, colaboró activamente en varios proyectos
arquitectónicos de relevancia como las unidades habitacionales
de Nantes (1949), Briey-en-Forêt y Berlin-Charlottenburg (1954),
los diferentes edificios constitutivos del plan de urbanismo de Chandigarh en India (1951)
y el Centro Deportivo y Cultural de Bagdad (1957). Asimismo, Xenakis
diseñó además dos importantes obras de la arquitectura del siglo XX: el
Convento de Sainte-Marie-de-la-Tourette (1953) y el Pabellón
Philips de la Exposición Internacional de Bruselas de 1958.
Paralelamente a estos trabajos y proyectos, Xenakis estudió composición con
Arthur Honegger y Olivier Messiaen de forma regular hasta 1952. A partir de 1955, su música empieza a tener
reconocimiento internacional, sobre todo gracias a la labor de difusión del
director Hans Rosbaud que presenta sus obras en el Festival de Donaueschingen y
a los artículos que le publica Hermann Scherchen en la prestigiosa revista de
crítica musical Gravesaner Blätter. Así, para fines de los años 50,
Xenakis ya es considerado un compositor de fuste y un interesante y polémico
teórico musical que va exponiendo, unas tras otras, sus ideas y reflexiones
filosóficas, científicas y musicales en varios libros, revistas, charlas y
cursos. Como si esto fuera poco, su curiosidad científica le lleva a explorar el
uso de la computadora en la composición musical bajo rigurosos
preceptos algorítmicos, diseñando complejas formas de notación que
desafían los postulados serialistas más ortodoxos. En 1966 Xenakis funda el
EMAMu, conocido a partir de 1972 como CEMAMu (Centre d’Etudes de Mathematique et Automatique Musicales),
instituto dedicado al estudio de las aplicaciones informáticas en la música.
Estos datos, ciertamente, nos hacen ver la estatura intelectual y
artística de Xenakis, visualizando en su actitud vital y humana, una virtud que aúna ciencia, técnica y
humanidades a partir del doble proyecto vocacional de la arquitectura y de la música;
proyecto que materializa y encarna de forma asombrosa toda su labor
infatigable: a la vez ingeniero, arquitecto, músico, conocedor de la matemática
y de las ciencias naturales; conocedor
de las ruinas que subsisten de música antigua, griega o de los tratados que nos
han llegado de esas épocas. Un gran enamorado, por lo demás, de la cultura
griega arcaica, micénica, homérica; de la filosofía presocrática, especialmente
pitagórica; del mundo trágico de Sófocles, Esquilo y Eurípides y de la gran filosofía
de Platón. Porque lo que puede rastrearse en Xenakis es la profunda convicción
de que la música no puede quedar encerrada en sí misma bajo la fantasmagoría
ideológica del “oficio puro”, como si de un mal juego alquímico se tratase. Al
contrario, la música debe expandirse hacia horizontes de sentido siempre más
altos, siempre exigentes, pero absolutamente inteligibles, pues su razón de ser
es otorgar forma, orden, proporción, en un equilibrio aspirante a la armonía
perfecta entre sí misma y el mundo. Y aquí, la palabra mundo implica una
comprensión pitagórica de la realidad, es decir, una comprensión que busca
entender el curso de la vida y de las cosas en un orden inteligible y
aprehendible por medio de nuestra razón, pero nunca limitada ésta a un
ejercicio instrumental y causalista, sino más bien en un amplio concepto que
conlleve sensaciones, percepciones y sobre todo, la experiencia física del
sonido. Por ello a Xenakis mal le viene la carátula de compositor “intelectual”
o “de escritorio”, mal le viene el prejuicio de hacer una música abstracta.
Para nada: Xenakis, en su música, apela a una inmediatez singular con la cual tengamos que vérnosla
con el sonido como parte intrínseca de nuestra verdad humana, como parte constituyente
de la experiencia que configuramos respecto de la vida. La música es sonido y
el sonido es una experiencia física, palpable que, sin embargo, no puede quedar reducida a una mera
superficie articulada de sonidos, ni tampoco encerrada en la especulación que
la vuelve ajena en sus pretendidos laberintos invisibles.
En este sentido, las búsquedas de Xenakis apelando a la matemática, a la
ley de probabilidades, a la física, a los principios arquitectónicos más
reveladores y a la ciencia en general, son búsquedas que están al servicio de
inscribir al discurso musical dentro de una noción de amplitud y pluralidad que
rebase el estereotipo que nos hacemos con la así llamada música clasica o
seria. Por supuesto que aquel gesto no es exclusivo de Xenakis: basta pensar,
por ejemplo, en esos grandes músicos del siglo XX que, en su segunda mitad,
evidencian esa congenialidad con los grandes avances de la ciencia: Pierre
Boulez explica el carácter definitivamente inacabado de muchas de sus
composiciones, refiriéndose al universo en continua expansión que toma como
modelo especulativo las modernas teorías cosmológicas decantadas por la física
posteinsteiniana. Por otro lado, la figura lúdica y radical de Karlheinz Stockhausen
cuando habla de la necesaria recreación del quadriviun medieval, y
compara alguna pieza suya a una constelación galáctica en espiral, o a orbitas
de soles y de planetas en torno al eje central del piano o promovida por combinación
de banda electromagnética e instrumentos de percusión. O pensemos en un gran
precursor como lo fue Edgar Varese que se anticipo a todos ellos al comprender
como creación de soles y de constelaciones su celebre obra lonization, para
orquesta de percusión.
En Xenakis, de aquel modo, la música es una exploración pitagórica, una
verdadera experiencia de la proporción y el orden, motivo por el cual el valor
de los números es el principio generador de su mundo sonoro, ya que en ello se
vislumbra algo para este músico, primordial: que la causa de que esta concepción
sonora pudiera ser captada por la inteligencia, sería la manera más adecuada
para que se pudiese determinar su razón y proporción. De este modo sería posible
hallar armonía y orden en el cosmos para así exorcizar el primigenio caos (en
rigor apertura, abismo o fondo sin principio ni fundamento). Ese desorden
siempre temible y amenazador podría ser conjurado en virtud del Número y de la
cualidad que éste posee de introducir un principio de razón en el universo o
una inseminación de armonías aritméticas, geométricas, astrales. Así, lo
irracional quedaría espantado y encantado. Se lograría sublimar su potencia
destructiva.
En la vieja tradición pitagórica
la tierra, los planetas, la esfera de las estrellas fijas, todos los cuerpos
del cielo giran en torno a un fuego central, de naturaleza invisible. La propia
tierra no esta fija, inmovilizada en el centro del universo. También ella da
vueltas en torno a ese centro de fuerza y energía que Platón, en el Fedro,
evocaba con el nombre mitológico de Hestia, la diosa vestal, o diosa del hogar.
Ella mantiene vivo ese fuego del centro del cosmos, de naturaleza invisible,
alrededor del cual gira la tierra. Xenakis se propone justamente visibilizar
en el sonido esa idea, es decir, hacerla palpable en la naturaleza corpórea
de la música. Eso es lo que podemos descubrir en la compleja y fascinante
textura de sus piezas musicales, en sus obras sinfónicas, en sus obras de
cámara, en sus notables piezas para piano e instrumentos solista. En la música
de Xenakis nos hallamos en las antípodas de un sentir romántico, oscuro y
enfermizo. Al contrario, se nos devela una sensibilidad alerta, dispuesta,
generosa en señalarnos los camino de la luz por un sendero de sonidos que, aún
en su vastedad de compleja factura, nos señalan que las Hespérides son una
vivencia factible en nuestro mundo moderno y desencantado.
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