domingo, 6 de octubre de 2013

Lo ajeno como propio: breve nota a las traducciones de Alfonso Alcalde

Nunca nos cansamos de descubrir cosas que los poetas que nos han dejado mantenían en su archivo secreto. Sobre todo si su suerte editorial ha sido abrupta, accidentada o precaria. Es lo que acontece con las traducciones de Alfonso Alcalde, poeta muerto por mano propia hace ya más de 20 años y del que gracias a los esfuerzos de Cristian Geisse y el editor Patricio González de Ediciones Altazor de Viña del Mar, estamos apunto de conocer bajo el título El árbol de la palabra. Subo ahora al blog, la nota que escribí a modo de prólogo a mentada edición que en las próximas semanas verá la luz. Al final incluyo algunos poemas en las versiones de Alcalde para que nos hagamos una idea de sus traducciones o más bien recreaciones. Vale la pena tener entre manos ese libro.

*
“Todo gran poeta poetiza sólo desde un único Poema. La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza a este único Poema y por hasta qué punto es capaz de mantener puro en él su decir poético”. Con esta frase, ya famosa en el horizonte de interpretaciones heideggerianas sobre poesía, el pensador de la Selva Negra introduce en uno de sus ensayos que se halla en De Camino al Habla a la aventura de leer y dilucidar la obra poética Georg Trakl. Aventura que lleva en su apasionante y lúcida arbitrariedad, a explorar el ámbito posible en que es dable la poesía, el ámbito en donde es dable la configuración de todo  poema. Porque, de todos modos, vale la pena indagar, atisbar ¿cómo un poema puede ser, cómo puede configurarse en la apropiación de lo ajeno? Eso tal vez requiere un apronte, una disposición especial para con todo poema que lleva dentro de sí, en su vientre, sus significaciones posibles. Eso, a su vez, requiere quizás, volver a los usos que todo poeta hace de las palabras, las propias y las ajenas, las vertidas desde la peculiaridad de su idioma, como de las que puede aprehender desde un horizonte de pródiga generosidad.
El caso del poeta chileno Alfonso Alcalde (1921-1992), cuyas traducciones son publicadas aquí por primera vez, responde a esa inquietud, a esa singular manera de requerir en su uso, la apropiación singular de esa ajenidad que se encuentra en la intemperie del idioma: en lo ajeno de esas otras palabras, en lo ajeno que las configuran. Varias interrogantes podrían surgir al respecto: ¿qué traduce un poeta de otro poeta?, ¿cuál es el énfasis de esa traducción?, ¿acaso un  afán divulgativo?, ¿acaso el fervor de hacer de lo ajeno algo propio?, ¿quizás la exploración de los recursos que volcará luego en sus propias creaciones? Un poeta no traduce a otro sólo por la gratuidad del encanto eufónico que en él suscita ese poema que le seduce. Tampoco por un afán arqueológico o pasatista de ocupación varia en espera de la mal traída inspiración. Quizás tampoco sólo por el hecho de explorar en el secreto laboratorio de la escritura, un hallazgo expresivo que sirva para sus propios fines. Probablemente por todo eso y por muchas otras cosas: por cansancio y consuelo ante los límites del propio idioma que él mismo conoce tan bien, quizás por conjurar a través de la lengua ajena y en el poema ajeno, esas obsesiones que no puede concretar en su propia búsqueda.
Por lo demás, la poesía chilena que va desde el siglo XX, ha sido pródiga en traducciones varias, pero no sólo a un nivel cuantitativo, sino más bien por esa capacidad para haber densificado en un sugestivo mestizaje, una lengua capaz de explorar los rincones de la vida y la imaginación más diversa. Es difícil calibrar en unas cuantas líneas lo impensable que sería Huidobro sin Reverdy o Apollinaire; o Neruda sin Baudelaire o Whitmann; como asimismo Mandrágora sin el surrealismo; Gonzalo Rojas sin Catulo y Rimbaud; Anguita sin Eliot o Valéry; como a su vez Millán sin William Carlos Williams; Teillier sin Esenin o Trakl o Parra sin Shakespeare. Pareciera ser que en el ejercicio de traducción, el poeta cumpliera ese dictum del conde de Lautréamont la poesía será hecha por todos. Sin duda que eso tenía en mente un magistral poeta como Gonzalo Rojas con su oído casi infalible cuando escribió ese maravilloso poema titulado Concierto.
Pero no se trata solamente de constatar filiaciones e influencias varias en un listado largo e inabarcable: el cuerpo de la poesía chilena siempre ha sido plural, contradictorio y carente de centro –a pesar de Neruda, Parra o Zurita- y donde esa dispersión, bien puede ser atribuida, entre otras razones, por su puesto, a la labor seminal de la traducción para configurar un escenario móvil, amplio y carente de fronteras fijas. Una poesía de cuerpo plural que se otorga a sí misma la ruptura de sus límites expresivos y que ha hecho de la exploración mediante la traducción, uno de sus pilares más relevantes en lo que va de su paulatina consolidación a través del tiempo.
Dicho esto, ¿dónde inscribir entonces las traducciones de Alfonso Alcalde? Ciertamente –y es lo que creo- no en el libro de las referencias cultuales al que todo poeta brinda, aún en secreto, tributos como hacia una deidad mágica. Tampoco en el gesto que redunda en explorar los recursos lingüísticos en aras de una teoría de mayor o menor calado acerca de lo que es o no es la poesía. Pero, lo esencial, creo que menos para dejarse llevar por los caminos sin retorno del palimpsesto seductor a que arriba, tarde o temprano, todo poeta con oficio de traductor. Me explico.
Pienso que en líneas gruesas, dos pueden ser las actitudes de un poeta para con la traducción: volverse ajeno de sí mismo en las exploraciones que un idioma distinto al suyo propicia en el marco de la aventura expresiva a que invita toda escritura, buscando una identidad poética en la dispersión más amplia y productiva que pueda haber o, de otra manera, efectuar un ejercicio centrífugo: aclimatando lo más posible hacia la propia divergencia interior de la expresividad lingüística que ese poeta busca para sí, los hallazgos que vislumbra en los poemas que más le seducen, en las tradiciones que más le asientan en su gusto. Entre ambos extremos, claro que hay variantes y contradicciones, algunas fecundas, otras altamente reflexivas. Pero de lo que no me cabe duda es que Alcalde pertenece a esos poetas que traducen para constatar su propia exploración, para naturalizar en sus usos peculiares, la música ajena que le llega por todos los rincones. Esa naturalización es radical: llega incluso a negar o, al menos, a contrariar lo que de modo habitual, entendemos por traducción, en tanto fidelidad –real o ficticia- hacia ese “original” que siempre está a la base de toda apropiación de sentido.
Esa naturalización, en Alcalde, es quizás más certero llamarla recreación, reescritura o, tal vez, con un término con el cual nuestro poeta no habría estado para nada en desacuerdo, como variación, es decir, como una apertura personalísima hacia un horizonte de significados que, respetando el texto original –pero ¿qué es lo original acá?- nos presenta un poema totalmente otro, distinto, ajeno, pero propio, dispuesto en unas coordenadas alejadas de toda precisión, pero significativas para entender el mundo de Alcalde con sus fantasmas, obsesiones y logros. Así, creo que en la traducción –por llamar de algún modo tradicional, su ejercicio tan peculiar-, Alcalde vuelve suyos esos encuentros singulares con aquellas escrituras que le son afines: invita a vivir a su casa a las visitas ilustres que se creían de paso, invita a convivir en su propia escritura lo que ha descubierto o admirado. Ve en los poemas ajenos, ramas de un árbol único, partes de ese Poema que consta una experiencia singular del mundo, una experiencia singular de la vida y su sin/sentido.

Eso es lo que aprecio al leer sus poemas que evocan enamorados, niños muertos, noches de mágica ensoñación, amistades nobles y decidoras, maravillamientos en torno a la naturaleza y la vida misma. Pues no importa que el poema sea escrito por un poeta alemán del siglo XVII o un anónimo poeta aymará perdido en tiempos inmemoriales, pues el ejercicio de traducción de Alcalde los trae a presencia en una actualidad que está al servicio de sus propias inquietudes, de sus propias obsesiones: la vida, el amor, la muerte. Por eso, si bien es rastreable una predilección por poetas de origen anglosajón e italiano, ello no significa que tengamos que ver un plan de traducción o un sistema de apropiación de tal o cual lengua. Para nada. Como a su vez, tampoco es posible advertir un regodeo por poemas que no estén en sintonía con las búsquedas del propio Alcalde. Sería iluso, tal vez equivocado. Pues por eso, que no se busque aquí una perfección formal o lingüística en aras del poema bien traducido, del hallazgo exacto o la palabra certeramente encontrada en sus deslumbrantes equivalencias. No, eso sería totalmente equívoco y desmerecería al propio Alcalde: quien busque aquello en estas traducciones –o variaciones más bien-, yerra rotundamente. ¿Y qué puede hallarse entonces?
Me atrevo a decir que un testimonio. Sí, un testimonio de solidaridad y sobre todo de hermandad para enfrentar su singular destino de poeta solitario. Porque no sabemos a ciencia cierta las razones por las cuales un poeta traduce tal o cual poema. A lo más poseemos aproximaciones, indagaciones. Sólo creo intuir que Alcalde traduce para no sentirse solo en esa comunidad poética que, en su propio idioma, tanto le esquivó, llevándole a su trágico final. La traducción como prolongación fantasmal de sí mismo hacia un otro para mantener diálogos virtuales que, en verdad, son monólogos intensos, singulares, cargados de lo mejor de su propia imaginación, cargados de su propia fascinación y pavor ante la vida.
En las traducciones de Alcalde, lo ajeno se vuelve propio, no en un gesto de apropiación injustificada y violenta, sino como acogida para ser generosos con quienes fueron generosos con él: esos poetas de latitudes infinitas y distantes con los cuales dialogó en su  fértil ensimismamiento.

Noche invernal
George Trakl

La nieve, pez simultáneo, en acecho.
Como una campana, cae, blandamente.
Y al otro extremo del titubeante silencio
la familia se reúne en torno al pan.

Regresa el lento peregrino de la noche
y toca la puerta y a través de los cristales
interroga cada uno de los rostros buscando
la dicha y la abundancia completa de la tierra
y los abuelos que sollozan a esa hora
en la plenitud de su olvido y la edad completa.

Y al traspasar el umbral del fuego
el nido de brasa humana de cada corazón
parece serenar su dolor petrificado
apurando el calor errabundo del vino.


Deja tu corazón en el mío
Elizabeth Barret Browning

Aléjate de mí aunque siempre estaré
dentro de tu sombra. Me levanto solitaria
en los umbrales de las puertas.
No puedo controlar los impulsos de mi alma,
saludar al sol con la misma serenidd
de antaño. Entonces descubro que mis manos
siguen encadenadas a las tuyas
y todo lo que hice por separarlas
fue en vano.

Tierra anchurosa que intentó superar
nuestro destino
deja tu corazón en el mío
porque en todo lo que hago y sueño estás presente
como el sabor de la uva en el vino.

Y cuando pido clemencia a Dios
tu nombre sigue naciendo en cada palabra
y no puedo evitar que dentro de mis ojos
tus lágrimas sigan cayendo junto a las mías.


Hora nocturna
Karl Kraus

Noche de las noches, huyendo
tan pronto como la tocamos
ave de tal velocidad que ciega
su adelanto y anticipo: el día.

Noche de las noches, llegando
aposentándose en todos los temblores
y en la claridad de su parpadeo
la muerte cambia de estacionamiento.

Noches de las noches, volando
como si el hombre detuviera
la porfía de la existencia
y vida y muerte fueran solo indivisibles.



2 comentarios:

  1. Sólo puedo darte las gracias a ti por el texto y la lucidez. A Geisse también por su tezón inagotable. Aquí uno viene y puede aprender. Saludos, abrazos agardecidos, C

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  2. Estimado Cristian
    Gracias por visitar mi blog y el comentario. Y más - o menos- que lucidez, pienso simplemente en el asunto como dedicación. Los que son lúcidos aquí son Geisse por su porfía y el editor de Altazor Patricio González por su gratuidad y tesón.
    Abrazos
    Ismael

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