En lo que sigue,
no pretendo otorgar una visión omnicomprensiva de un fenómeno desbordante como es
la alteridad, la pregunta por el otro y la necesidad de advertir su pertinencia
irrefutable para fundamentar cualquier gesto intelectivo. Eso, qué duda cabe,
escapa a mis capacidades. Deseo más bien referirme a algunos puntos desde los
cuales pudiera tal vez desplegarse una reflexión ulterior desde la peculiaridad
misma que nos constituye y que, en mi doble calidad de académico y literato,
creo poder justificar sin demasiada vergüenza e ignorancia.
Así, creo sin temor a equivocarme, que una de las formas más apasionantes
de experienciar la otredad, de advertir su llamativa y enigmática opacidad y su
evidencia siempre renovadora y transformadora para con nosotros mismos, ocurre
en el acto de la lectura.
Es vasta la tradición que retrata a alguien con un libro entre las manos,
ya sea leyendo o escribiendo sobre un escritorio. A las pinturas que abordan a
San Jerónimo o San Ambrosio en el acto de lectura y que se vincula a la pintura
de santos del barroco español o italiano, -o incluso con señas anteriores en el
renacimiento, tal como lo muestra la obra de Antonello Da Messina- es posible
agregar, con posterioridad, a pintores como Chardin y Courbet, por ejemplo,
quienes entre el siglo XVIII y el siglo XIX, permiten delimitar las
formalidades de este subgénero pictórico de “interiores” con una prestancia y
maestría insuperables. Es de sumo interés advertir la manera en que la
concepción del espacio interior se transforma: en las pinturas medievales
tardías como en las del renacimiento y barroco, sobre todo las referidas a
pinturas de santos, el fondo está configurado como la descripción de un espacio
bastante delimitado en sus convenciones de sentido: una abadía, una iglesia,
una biblioteca monacal. Representaciones que nos hacen pensar en lo sacral que encierra el acto de lectura
y, por ende, el acto de la escritura, como verdaderas reminiscencias de la
tradición sacerdotal pagana y sus servidores cultuales –augures, vestales,
pontífices- especialmente educados para preservar e interpretar una serie de acciones
y procedimientos ritualistas. Por otro lado, desde el renacimiento y, sobre
todo, desde el barroco del norte de Europa de cuño protestante y de raigambre
holandés y flamenco, hasta el neoclasicismo francés, es posible apreciar la
evolución profana del espacio interior hacia una concepción burguesa y
ciudadana de la representación del acto de lectura: en estos casos, ya no
estamos frente a un religioso o un santo ante un atril con folios y tintero,
sino frente a un hombre identificable como burgués: su atuendo, sus utensilios
de escritorio, la descripción de su entorno –una biblioteca, un estudio-. Pero
a pesar de las diferencias sustanciales que pueden apreciarse en la transición
de un estado a otro, sobrevive la idea o la concepción de la lectura como un
acto que no es fortuito o casual: hay una obsequiosidad, una dedicación, una
actitud, una cortesía para con el
ejercicio de pasar los ojos encima de las palabras plasmadas en el papel que
vuelven especial a este mismo acto, un acto plagado de una simbología vital e
intelectual que quisiera dejar en claro el carácter numinoso del acceso,
encuentro y uso del objeto libro y de las conductas casi ritualistas a él
adyacentes.
En contraste, la capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente.
Buscar una orientación oracular en un libro para que nos predisponga hacia el
encuentro de lo otro, ha dejado de ser un acto natural. Se desconfía de la auctoritas del texto porque precisamente
aspira a dirigir o señalar los caminos a seguir hacia el encuentro de esa otredad
que se halla referida en las puertas de la imaginación, la ficción, el
pensamiento o la acción. No escribimos el libro al ejercitar la lectura, pues
nos cerramos a la posibilidad de hacernos convencer que los encuentros internos
son transformadores y aún decisivos. Lejos están los ejemplos radicales de un
Lutero, de un Loyola, de un Voltaire, de un Goethe que vieron y vivieron la
textualidad de modo tal que conllevó a la reconsideración de sus propias
experiencias. Agregados a esa lista, nombres como los de Robespierre, Marx, Benjamin
o Freud no estarían de más. Nos harían recordar que la transformación y crítica
de la realidad son también un acto de comprensión lectora, son un acto
ejecutado por sujetos, hombres y mujeres, ebrios de textualidad, obsesionados
por el mundo del sentido y, aún más, envenenados en buena hora por su más que
deseable sentido posible. Pues como nos han enseñado decenas de poetas y
filósofos, toda crítica de lo real, toda crítica a una sociedad determinada,
empieza por una crítica al lenguaje que esa misma realidad y esa misma sociedad
sustentan en su cuerpo social, en su andamiaje político y en sus necesidades
imaginativas.
Así, quienes nos desempeñamos en las humanidades, enfrentamos el desafío
de ver el mundo en la mediación que implica ese ejercicio llamado lectura: nos
vinculamos con textualidades, nos configuramos con textualidades y esas
textualidades nos otorgan la imagen o, mejor dicho, la contra imagen de
nosotros mismos en la aventura más decisiva que pueda implicar la asunción de
la otredad como certificación de que es posible algo más allá del solipsismo.
La lectura es nuestro fundamento, la lectura nuestra puerta de entrada –o a
veces también de salida- hacia la constatación de la idealidad reflexiva y
punto de inflexión para dar cuenta de lo fáctico ante su seducción imperativa. Esto
suscita una pregunta estremecedora, ¿quién entre nosotros se molesta en
transcribir, en poner por escrito, por placer personal y por afán de
memorizarlas, las páginas que se han dirigido a él de forma directa, que le
“han leído” de forma más penetrante y le han inquirido a percatarse que su
mundo no es el suyo, que sus palabras no son propias, que su vivencia se halla
a distancia sideral de ser asumida como una experiencia que invite a la
diferenciación de aquello que configura una realidad distinta?
En el ejercicio de lectura que nos hace atisbar lo otro, que nos
interroga por el otro, la memoria es un elemento fundamental. Hay una trama
compleja, que es un desafío a todo intento semiótico de esclarecimiento, en
advertir la opaca equivalencia entre el texto, la comprensión y la respuesta
crítica a la auctoritas de las que
nos habla el acto de la lectura que depende estrechamente de las artes de la
memoria. Esas artes son de antigua data y esa misma antigüedad no es, para
nada, sinónimo de anquilosamiento. Más aún, esas artes nos enseñan que hacer de la memoria
el corazón de la lectura no sólo es acumular fragmentos de textos diversos para
dar con referentes oportunos para ocasiones específicas. En absoluto, se trata
más bien de apreciar una red invisible, densa y vasta, que solicita una
atención exigente y que puede ser correlato de nuestra propia respiración. Así,
la habilidad de saber versos de un poeta magistral, el reconocer una reflexión
de un filósofo que orienta nuestra acción presente, el advertir una cita de un
tratadista de tiempos remotos para que esclarezca nuestra comprensión actual de
la ley, el identificar en un hecho del pasado una actitud reveladora de toda
una sociedad que se repite abismante en las voces políticas del ahora y el
apreciar en las palabras de alguien el clamor por la justicia, la belleza o la
verdad, forma todo ello parte de una estructura secreta que apenas atisbamos,
una estructura secreta poseedora de una interioridad laberíntica, compleja,
hecha de ecos, de reconocimientos históricos, filosóficos y estéticos que se
vuelcan y formalizan en una idea o noción de subjetividad que se funda en el
lenguaje y que haya su razón de ser en su plasmación siempre diversa, en su
encarnación siempre cambiante.
La atrofia de la memoria es el rasgo dominante de nuestra educación y de
nuestra realidad política, cultural y moral. Esa atrofia es la destrucción de
la lectura y su reduccionismo a una tecnología articulada por la superstición
de la eficiencia.
No es posible ejercitar un reconocimiento del otro y de lo otro, sin una
pragmática de la memoria, es decir, sin una ética de lo que el filósofo
Emmanuel Levinas llamaba el Rostro como Palabra y ver en ello significativas implicancias
para con la comprensión de nuestra propia conciencia de sujetos. Creo que no
hay posibilidad real de emancipación, aún justificada en los movimientos
sociales de la índole que sean, si no se asume esa dialéctica que se establece
entre ese otro y su asunción como lingüisticidad operativa que no sólo es
posible entrever como un ejercicio de lectura funcional, sino como una
verdadera labor de responsabilidad en el sentido en que un poeta como Charles
Peguy podía otorgar, es decir como una lecture
bien faite. Nos dice Peguy: “Una lectura bien hecha no es otra cosa que el
cierto, el verdadero y sobre todo cabal realización del texto, la cabal
realización de la obra; como una coronación, como una gracia particular que
pone el punto final (…) así, es literalmente una cooperación, una colaboración
íntima, interior. Y también una elevada suprema, singular y desconcertante
responsabilidad. Es un destino maravilloso y aterrador”
La observación de Peguy me parece altamente pertinente por la radical
inactualidad de su planteamiento, donde lo inactual es invitación a pensar en
oposición a la época, en oposición a nuestro sentido común, a la doxa que se
asume como naturalización de ideologemas de índole diversa. Es una invitación
desafiante para volver a aprender y ensanchar el sentido que le damos a la
gramática, es decir, el ordenamiento racional y creativo, sutil y opaco con que
se concatenan las complejas tramas de todo discurso, no sólo a nivel verbal, pues
es verdad que existe una gramática y una sintaxis de lo histórico, una sintaxis
del pensar, un ordenamiento de lo visual y una jerarquía de lo simbólico.
Desdeñar o ignorara eso, no sólo redunda en una disminución de nuestras
capacidades intelectivas, implica también desoír ese llamado responsable -es
decir, esa capacidad para otorgar respuesta al llamado imperativo que se nos
hace desde las diversas formas en que encarnan esas diversas gramáticas- para
con ese otro que sólo puede emerger en las configuraciones posibles del
sentido, configuraciones que si no son leídas, desaparecen en la ignorancia, el
consumo o la vaguedad instrumental de lo “necesario”. Ahí veo que nuestra labor
como lectores trae desafíos, consecuencias, imperativos irrenunciables:
significa aproximarnos al entendimiento de un poema, significa asumir con
paciencia el esfuerzo por asir el fenómeno histórico con toda su compleja carga
de necesidad, significa plasmar más allá de la transitoriedad, lo medular de la
vivencia estética como, a su vez, asumir
humildemente la densidad, en ocasiones desmesurada, que plantea un concepto
reflexivo para con nuestra propia mismidad. Ahí se juega por entero el cara a
cara que ese otro pide y exige, petición y exigencia que conlleva la
contraargumentación de desplazamiento con que opera el sentido. En ese ámbito,
ciertamente no hay tecnología virtual alguna que pueda reemplazar por novedosa,
veloz o eficaz, la experiencia de palpar una hoja, hacernos pensar sobre la
implicancia de lo escrito y motivarnos para ir al encuentro de aquello que esas
palabras concatenadas, nos suscita. Ahí se juega, a mi modesto entender, la
articulación de esa pragmática de la memoria a que todo saber humanista no debe
renunciar, si no desea dejar de ser sí mismo.
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