I
En una
sociabilidad literaria que se precie, resulta normal que toda generación que
acude a escena, prodigue desde sus filas un contingente de escritores y poetas
que cultive la crítica literaria. Más que el crítico en estado puro, ya en sus versiones
académicas o de difusión más amplia, el escritor y poeta devenido crítico es un
actor cultural asumido plenamente a las reglas del juego de nuestro medio.
Actor y parte que desde enfoques más puristas o cuestionadores, es visto como
protagonista interesado. Pero sin restar importancia a esa aseveración, sería
atractivo preguntar si acaso aquel fenómeno corresponde a una práctica
recurrente o a una excepción. Y si miramos la historia de nuestra literatura
nacional y aún continental, aquello no nos parece nada raro o ajeno: al menos
desde el modernismo rubendariano a falta de cuadros críticos preparados,
autónomos en su ejercicio y cultivados en su sensibilidad intelectiva –a pesar
de los elocuentes procesos de alfabetización y desarrollo de la cultura
letrada, con todos sus logros, miserias y fracasos ya en nuestro país como en
el continente- son los mismos poetas y escritores los primeros en tomar la
pluma para engarzarse en la disquisición crítica con mayor o menor acierto.
Pero dejando a un lado por ahora tal debate que, ciertamente, daría mucho que
hablar y bastante tela que cortar –sobre todo dadas las condiciones socio-culturales
que enmarcan el ejercicio de la crítica literaria en Chile- lo que se mantiene
como cierto es el surgimiento de un puñado de escritores y poetas que fungen
también de críticos en toda la línea, ya en el ámbito académico, ya en el de medios
de difusión más masiva. Sin duda aquello no es novedad: la crítica literaria
ejercida por Enrique Lihn, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Armando Uribe, Pedro
Lastra, Alfonso Calderón, Waldo Rojas, Oscar Hahn y más cerca de nosotros en lo
temporal por Eduardo Llanos, Jorge Montealegre y Andrés Morales, por ejemplo,
ha sido una práctica que ha ocupado espacios y géneros diversos: desde la
columna y reseña periodística, el ensayo de revista cultural o literaria hasta
el artículo de corte más académico y otras formas no tan comunes como es el
libro que reúne una selección de textos como los antedichos, como a su vez, el
libro de carácter monográfico y de largo aliento con mayor o menor densidad analítica
o interpretativa.
Así, el cultivo de la crítica es efectuado por un creador que reflexiona,
por un poeta crítico que ante la circunstancia epocal, la necesidad interna, lo
perentorio de su gesto autorreflexivo y hasta por razones materiales de
sobrevivencia, lleva a cabo este ejercicio. El comentar, el valorar, el contraponer
y razonar, el zaherir o discutir, el poner sobre la balanza el sentido posible
de los textos del presente y del pasado y su circulación en medio de la
sociabilidad que los sustentan y amparan es algo que, teniendo buenas o malas
épocas de desarrollo y difusión, de todas maneras, es un acto primordial para
que esa misma sociabilidad se legitime ante sí misma y el cuerpo social. Dadas
las condiciones de “operación” en el neoliberal Chile de la postdictadura,
aquel ejercicio como tendencia, se acrecienta o consolida cada vez más a partir
de los años 90. De aquel modo la crítica literaria cultivada por poetas y
escritores como Carlos Henrickson, Cristian Gómez, Bruno Cuneo, Matías Ayala,
Jorge Polanco, Leonardo Sanhueza, Javier Bello, Roberto Onell, Jaime Pinos y varios
otros, densifica una atmósfera, patentiza un gesto lector diverso y hace creer
que la partida crítica no está del todo derrotada o evanescentemente difusa. Ya
como norma permanente o acción esporádica, estos escritores y poetas y otros –algunos
más jóvenes como Víctor Quezada, Guido Arroyo, Diego Zúñiga, Rodrigo Arroyo o
Daniel Rojas, por ejemplo- llevan a cabo su escritura con variable intensidad y
agudeza.
Y es que a pesar de listados como éstos, tentativos y para nada definitorios,
lo que hay en el gesto crítico –al fin y al cabo, en el gesto de leer-
es un afán irrenunciable de desplegar aún a tientas, un espacio intelectual
donde pueda ser aprehendida la resonancia que prolonga o contradice la obra
literaria que suscita nuestra necesidad simbólica de cuestionamiento, sentido,
asombro o placer. El lugar común y bien pensante nos indica que en ese espacio
intelectual debería llevarse a cabo el encuentro de las obras literarias, su
posibilidad de diálogo, su más que pertinente intercambio, su radical
expectativa auscultadora de potenciales significados y su más que tensa
representación -contradictoria y problemática- respecto de lo histórico. Ese espacio
intelectual es frágil entre nosotros. Muy frágil, a veces hasta tentadoramente inexistente.
Y no porque los escritores y poetas arriba mencionados no posean cada uno a su
manera talento para discernir los eventuales sentidos que poseen las obras
literarias que se prestan a su anónimo y recurrente escrutinio -escrutinio
alejado del espectáculo en que muy a menudo deviene esa misma sociabilidad
literaria que dice sustentar sus ejercicios-, sino porque, tal vez, la práctica
crítica sigue siendo para nosotros casi cualquier cosa, menos un campo de
afinidades y oposiciones. En la violencia gratuita del comentario
irresponsable, como en la vaciedad discursiva que le da amparo o en el lucimiento
personal de enfant terrible, se encarna lo que en diversos instantes
aparece como grito desde el púlpito o insidia desde el fondo de la sala.
Obviamente nunca como razonamiento. Tal vez porque, como diría Octavio Paz, olvidamos
–o queremos ignorar con desidia e insolencia- que la crítica es lo que constituye
eso que llamamos literatura y que no es tanto la suma de opiniones bienintencionadas
en torno a textos variopintos, sino más bien es el modo en que opera un sistema
de relaciones.
II
En este contexto, la aparición a principios de este año 2014 en Editorial
Cuarto Propio de La ficción suprema: Gonzalo Rojas y el viaje a los
comienzos del poeta, ensayista y traductor Marcelo Pellegrini, es un caso,
a mi parecer, decidor de lo que estoy tratando de plantear acerca de la crítica
literaria actual. Por supuesto que el libro de Pellegrini no es un caso
aislado, ni mucho menos. Porque de un tiempo a esta parte, varios han sido los
libros de carácter monográfico o de reunión de textos diversos que han
aparecido en la escena crítica. Pienso, entre otros en Maquinarias
deconstructivas: poesía y juego en Juan Luis Martínez, Diego Maquieira y
Rodrigo Lira (2013) de Marcelo Rioseco; Constitución de un sujeto
sobreviviente. Una lectura a la poesía de Tomás Harris (2013) de
Mary Mac Millan y El paraíso vedado. Ensayos sobre poesía chilena del
contragolpe 1975-1995 (2010) de Sergio Mansilla. Pero no se trata solamente,
en mi opinión, de que el libro de Pellegrini sea una publicación “académica”,
algo de todos modos fácil de decir y despachar en la pereza lectora que carece
de discurso. Como los libros de Mansilla y Rioseco acá señalados y otros más que
han visto la luz años anteriores como los de Matías Ayala, Jorge Polanco y Luis
Correa Díaz[1], por ejemplo, es claro que
la ritualidad universitaria solicita sus gestos de legitimación, aunque cada
vez teniendo menos en cuenta al libro como soporte y transporte de ideas,
opiniones y reflexiones en aras de ese insípido texto llamado paper. Pero
de ninguna manera es posible considerar este libro en torno a la poesía de
Gonzalo Rojas pensado para los regodeos universitarios. Eso sería un
flaco favor para Rojas y Pellegrini. Más bien, este libro lo veo como una
plataforma giratoria de sentidos posibles que implican, entre otras varias cosas,
una manera de entender lo que puede ser una “lectura crítica” y, por otro lado
y de no menor relevancia, una forma de rendir cuentas a una memoria personal y,
por qué no, hasta generacional. Intentaré argumentar en torno a estos dos
puntos.
Ciertamente la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas (1917-2011), si bien
desde la aparición misma de su primer libro La
miseria del hombre en 1948,
ha suscitado una paulatina e intensa atención crítica,
sólo a partir de los libros inaugurales de Marcelo Coddou y Nelson Rojas -Poética de la poesía activa y Estudios sobre la poesía de Gonzalo Rojas,
respectivamente, ambos de 1984- podría decirse que despierta el activo interés
de la crítica académica que se ha prodigado en varios volúmenes monográficos,
homenajes, libros y en sinnúmero de artículos, notas, reseñas y ensayos. Rojas,
en ese sentido, nunca fue un poeta de cuya obra se desentendiese la versión
académica de la crítica literaria chilena. Aún más, desde la década de los 80,
esa obra poética siempre provocó la más ferviente recepción y la más elocuente
justificación interpretativa. Un gesto así, implica, sin duda, un acumulamiento
de material, una suma si no portentosa, al menos bastante significativa de
interpretaciones posibles –la
Babel de la literatura
secundaria en el decir de Steiner-: auscultada con minuciosidad en varios
ensayos, tesis y libros, la poesía de Rojas parecía aclarada, explicada y comentada
con una solvencia que ya se querría la obra de cualquier otro poeta chileno o
latinoamericano. Es así que su resonancia continental no ha dejado de ser menor
y sus lectores, desde el adolescente meditativo que busca en esta poesía una
manera de entender su propia experiencia vivencial, hasta el scholar de universidad estadounidense,
no han menguado, ni mucho menos han desaparecido.
¿Posee entonces una obra poética como ésta, acaso la resolución de sus
nudos críticos, la claridad de una interpretación ajustada y convincente? Pareciera
ser que sí. Pero, afortunadamente, sólo pareciera. Como en muchas otras cosas de
la vida, los consensos no son necesariamente pertinentes: las opiniones se
cristalizan, las lecturas se solidifican y devienen cualquier cosa y se corre
el riesgo cierto que monumentalicen a esa misma obra que pretenden valorar. La
crítica literaria en torno a la poesía de Gonzalo Rojas ha sido, justamente,
salvo contadas excepciones, una paulatina construcción de consensos críticos
que, en su claridad expositiva y densidad interpretativa, han ido constituyendo
el cuerpo de una opinión consolidada. Y eso, tal vez, no sé hasta qué punto
implica entender las aproximaciones a la poesía como una especie de
conocimiento acumulativo que se autocerciora a sí mismo una y otra vez: quizás
terminamos escribiendo sobre las opiniones de tal o cual ensayo que manifestó
tal o cual opinión o escribimos para defender, refutar o proponer tal o cual
tesis que un ensayo, un libro o un paper
dijeron, manifestaron o aseveraron. Y sin negar la necesidad que a veces eso
significa, vemos que la obra, el poema, queda en un horizonte cada vez más
difuso o alejado. Soy de los que creen –y no soy para nada original en ello- que
una lectura que monumentalice al objeto de su deseo, es una lectura que socava
los fundamentos dinámicos, variables y sorpresivos que la propia poesía posee
como parte de su manera de ser. Por eso, cuando aparece una nueva lectura de
esa misma obra que, siendo absolutamente respetuosa y comprensiva con el acerbo
bibliográfico de opiniones vertidas durante años y hasta décadas, pero que asimismo
pone en entredicho varias de esas opiniones, haciendo que la obra sea vista
desde otro ángulo, suscitando incluso, un cambio o modificación de la
perspectiva con la cual, finalmente, leemos,
pues esa nueva lectura, sin ser tal vez audaz en su gesto iconoclasta, baraja
el naipe de la interpretación con una nueva mano que nos deja, gozosamente,
fuera del juego, para reiniciarlo con atención, otra vez.
El libro de Pellegrini sobre Rojas, a mi entender, hace eso. Como en el Cuarteto
para cuerdas nº 1 de Arnold Schonberg, Pellegrini es un scholar aplicado y consecuente: nadie objetaría la rigurosidad de
corte académico con todo el aparataje teórico y de citas generosas que surgen
una y otra vez en el cuerpo del texto, rigurosidad que aparece en la superficie
de su escritura, pero ella misma no va en contra de sus argumentos, aún más, no
se queda detenida en sus fronteras, ni menos inmoviliza su trama que teje y
desteje con avidez. Sin duda otra es la rigurosidad del ojo crítico de
Pellegrini, una que tiene mucho de riesgo: el querer leer como si fuera la
primera vez. Pero su audacia y perspicacia de lector pueden más que cualquier
convencionalismo al uso: una amplitud de diseño, una secuencia prolija que no
renuncia a los detalles, prosa clara y bien argumentada que rehúye cualquier
idiolecto académico de corrección calculada, una prosa diáfana incluso en
pasajes que la hacen más que legible, incluso amena, una obra de crítica
literaria de cabo a rabo, donde su voluminosidad –más de 300 páginas- no se
nota con esa pesantez que lamentamos en tantas otras escrituras críticas. El
gesto de Pellegrini es cordial, pero firme: respetuoso de las opiniones y
pareceres de ese conocimiento acumulativo en torno a la poesía de Rojas,
nuestro autor las despacha según su necesidad interpretativa y según la
pertinencia de sus argumentos. Sin duda que este libro se haya atento a la crítica
anterior, pero se vuelve una y otra vez insistente y convincente en sus puntos
de vista sin renunciar a la prueba del poema mismo, a lo que la propia
escritura de Rojas manifiesta y dice. En ese sentido hay pasajes donde el
comentario de tal o cual poema aparece intenso, de una lealtad abrumadora para
con el poema mismo. Pienso por ejemplo cuando Pellegrini aborda la génesis y
exégesis de un poema ya clásico de Rojas como es Perdí mi juventud o como cuando explora el ámbito erótico/amoroso
en poemas como Oscuridad hermosa o
como cuando indaga los fundamentos de la genealogía del poeta en otro poema ya
clásico de Rojas como lo es Carbón.
Los ejemplos se podrían prodigar una tras otro. Pero lo que, insisto, resalta
de su tratamiento es esa manera de intentar ser fiel a lo que el propio poema
otorga en su significación posible. Por ello, acudir a los niveles fónicos,
sintácticos, prosódicos y rítmicos es esencial acá para llevar acabo una
lectura pertinente, pero de todas formas, no son los únicos caminos para
allanar el eventual sentido que Pellegrini busca para establecer las
coordenadas de la densidad de la obra rojiana. Pues no se trata sólo de ver al
poema como transmisor de información para justificar las propias opiniones que
se van vertiendo página tras página, si no más bien, estamos en presencia de un
gesto filológico que convierte el
acto de lectura en un encuentro amoroso que no vacila en discernir verso a
verso, palabra a palabra, el cuerpo textual que se ofrece a la mirada que
constituye el centro principal de los afanes interpretativos de Pellegrini. Ese
cuidado, esa forma de responder a los requerimientos del poema creo que, hoy por
hoy, es raro o muy poco común en la crítica literaria chilena. Porque no se
trata solamente de contar sílabas o describir la retórica de tal o cual imagen
empleando códigos preestablecidos del repertorio académico estándar. Pienso que
se trata de otra cosa: de ir deshilvanando nociones de sentido en la filigrana
espesa del poema, donde no cualquier opinión, aun razonadamente manifiesta, puede
ser cierta o valedera a pesar de tener de su parte la justificación de su
enunciado. Es, ni más ni menos, la dificultad de leer un poema, la conciencia
crítica de la dificultad del acto de leer.
Y con la dificultad añadida que esa lectura no se nos vaya de las manos o se
precipite al abismo de las significaciones redundantes o vacías del lugar
común. Eso es tal vez lo medular del gesto filológico que lleva a cabo
Pellegrini. Y ese mismo gesto hace que su lectura, en tanto conjunto, sea
coherente y creíble críticamente hablando. Este proceder, por supuesto, tiene
sus riesgos. Pues se tiene la impresión de estar leyendo una obra de crítica
literaria en el más tradicional sentido
del término –Pellegrini ha sido ávido lector de esa tradición que tiene a
Curtius y Auerbach entre sus mejores representantes- y ello implica, sin duda,
una manera inactual de vérselas en el entendimiento del acto crítico: su libro no
es sociología, ni estudios culturales, ni psicoanálisis postfreudiano o
postlacaniano. No vemos en él nociones de “margen”, “agenciamiento” o citas a
Foucault o Derrida. En el modo en que Pellegrini lee el detalle del poema
–haciendo de su libro una fascinante acumulación articulada de detalles-, es
posible advertir, por ejemplo, su filiación con la ensayística de Pedro Lastra.
En ello veo algo relevante ya que comprendemos mejor su accionar y proceder.
A veces, cuando leemos ensayos extensos que manifiestan afiliarse a una
noción de crítica literaria más amplia, con pretensiones de ser discursos de
crítica cultural, esa misma amplitud, generosa en correr el horizonte de
expectativas de comprensión, nos hace olvidar desde dónde estamos leyendo y qué
estamos leyendo: el poema, la novela, un texto literario. Tal vez ahí radica un
desvío que nos aleja de la conmoción que la lectura provoca de modo inusitado y
desde la cual se justifica, tal vez, todo ejercicio lector. El ensayista y
crítico argentino, Alberto Giordano, siguiendo una propuesta de Deleuze –“las
supersticiones son creencias que separan a un cuerpo (en este caso, la
literatura y el lector) de su potencia de actuar, que disminuyen esa potencia,
que limitan lo que ese cuerpo puede”- se ha referido a esto identificando los
“tics” que desplazan y aplazan esa conmoción denominándolas supersticiones del lector crítico: en
primer lugar, la superstición política
que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función
crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada
(todavía no podemos pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica que consiste en
creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en
el mismo medio de generalidad que ellos, que sólo actúa sobre ellos en tanto
los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular).
Por último, una superstición histórica
que consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de
los discursos sociales, que las morales con referencia en los cuales estos
discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite de sentido de
la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual)[2].
Puestas así las cosas, me convenzo cada vez más que este libro de
Pellegrini, el gesto de lector crítico que articula y sustenta es un gesto inútil, singular e inactual. Por
eso mismo su cariz filológico suscita una extrañeza, una extrañeza que se funda
no tanto en la peculiaridad de una lectura privativa, sino en el afán de
establecer un sistema de relaciones que nos permita situar del mejor modo a la
poesía de Rojas. Ese sistema parte de la materialidad misma de los versos de
Rojas: sus ecos, sus resonancias, su sentido entrevisto en referencias de
difícil acceso, en la construcción de una genealogía de mundos y referentes que
Pellegrini pone en evidencia y hace circular ante nuestra mirada. Lo
interesante, es que Pellegrini no sólo hace eso, sino que nos desea persuadir
argumentativamente que es así.
III
Ahora bien, si acaso es verdad lo que afirma el poeta y crítico Luis
Correa Díaz al decir que este libro nos ayuda a reexaminar el punto exacto en
que la biografía y el discurso literario entran en contacto y se fusionan,
creando una tercera dimensión que Enrique Lihn llamó “biopoética” –en tanto
esclarecimiento de los complejos juegos referenciales poéticos, lingüísticos y
filosóficos de una obra como la del poeta de Oscuro- aquello no sería posible si no atendiéramos a la propia
recurrencia de Pellegrini como poeta lector de Rojas. Me explico: manifestaba
páginas atrás que dentro de los sentidos posibles que se desprendían de un
libro como éste, estaba una forma de rendir cuentas a una memoria personal y,
por qué no, hasta generacional. Así, este libro es también una obsesión, una
marcada obsesión para articular una memoria poética en un contexto desolado y
cuyas referencias nos hacen pensar, nuevamente, en el modo en que los así
llamados poetas de los 90 han ejercido ya no tanto la crítica literaria con más
o menos fortuna, sino como manera de buscar en su naufragio, puntos de
referencia para ser ellos mismos y enfrentar la vorágine de lo histórico.
Puntales de escritura que no desaparecieran del horizonte y que pudieran ser
atisbados como una posibilidad de sentido. Creo que la lectura que Pellegrini
efectúa de la poesía de Rojas, cabe dentro de ese gesto mayor -o más amplio si
se quiere- que desea dar cuenta del afán por esclarecer un asedio a la memoria
que dibuja la apropiación de un imaginario –no sólo literario- que fue
devastado por la dictadura y que, en su gesto de aprehensión, es posible
advertir como un gesto político de reinvención tanto poiética como cultural. No
es gratuito, ni azaroso el rescate, la lectura, la discusión y la apropiación
de una serie de poéticas y posturas estéticas que ayudaron no sólo a un proceso
identificatorio de los poetas de los 90 en tanto cohesión grupal, sino más bien
en advertir que en tal apropiación lectora lo que había era un esfuerzo por
inquirir, un esfuerzo por tender lazos y comprender la necesidad de obviar por
espurias las pretensiones neofundacionales de los agentes dictatoriales y sus
adláteres en lo referente a inaugurar o instaurar una sensibilidad no conectada
con el pasado, visto éste como algo malévolo y equívoco en sí mismo. De alguna
manera, el “sentido de tradición” de la poesía chilena del siglo XX, en los
poetas de los 90, no es una recuperación monumental de íconos de una supuesta
representatividad de cariz espectacular, tan al uso hoy en día, sino más bien
un esfuerzo por esclarecer una genealogía, un contacto vital y no amnésico y
menos museal con poéticas tales como las de Rosamel del Valle, Mandrágora,
Eduardo Anguita, Carlos de Rokha, Humberto Díaz-Casanueva, Boris Calderón y
Gustavo Osorio, entre las cuales, la de Gonzalo Rojas es ciertamente relevante.
Como bien indica en el prefacio del libro, Pellegrini ha asumido ese afán
desde aquel lejano abril de 1989 cuando, siendo aún un joven adolescente, vio y
escuchó por vez primera a Rojas leer sus poemas en un acto en la Universidad Católica
de Valparaíso. Desde ese instante hasta este libro han pasado 25 años. Ahí
vislumbro un gesto radical, no sólo de fidelidad y obsesión para con una
memoria personal, sino para con esos cruces necesarios que toda “biopoética”
encuentra en el fundamento mismo de su constitución. En el ámbito de las
humanidades, en contra de los discursos que relegan la memorización al tacho de
las tecnologías arcaicas, no acordarse simplemente es no saber. En poesía es lo
mismo, pero como nos enseña en sordina este libro, no acordarse implica también
el olvido y, por ende, la muerte.
Viña del Mar, invierno de 2014.
[1] Jorge
Polanco: La zona muda, una aproximación
filosófica a la poesía de Enrique Lihn. Ediciones Universidad de
Valparaíso/ RIL Editores, Stgo, 2004; Matías Ayala: Lugar incómodo: poesía y sociedad en Parra, Lihn y Martínez.
Ediciones de la Universidad Alberto
Hurtado, Stgo, 2010; Luis Correa Díaz: Lengua
muerta. Poesía, post-literatura & erotismo
en Enrique Lihn. Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2012.
[2]
Alberto Giordano: Razones de la crítica.
Sobre literatura, ética y política. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1999.
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