Musée des beaux-arts
Acerca del dolor jamás se equivocaron
Los Antiguos Maestros. Y qué bien
entendieron
su función en el mundo. Cómo
llega
mientras alguno cena o abre la
ventana
o nada más camina sin objeto.
Cómo, mientras los viejos
aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá
siempre
niños sin mayor interés en lo que
ocurre,
patinando
en el estanque helado a la orilla del bosque.
en el estanque helado a la orilla del bosque.
No olvidaron jamás
que el eterno martirio ha de
seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos
rincones,
donde viven los perros su perra
vida
y la yegua del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un
árbol.
Por ejemplo, en el Icaro de Brueghel:
con qué serenidad
todo parece lejos del desastre.
El labrador oyó seguramente
el rumor de las aguas y el grito
inconsolable.
Pero el fracaso no lo conmovió:
brillaba el sol como brilló en el
cuerpo blanco
al hundirse en las aguas verdes.
Y la elegante y delicada nave
debió haber visto lo inaudito:
la caída de un niño que volaba.
Pero el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.
(W. H. Auden)
Versión de José Emilio Pacheco
Stimmung
(Variaciones sobre un
tema de Auden)
Mon âme pour d’affreux
naufrages appareille
Paul Verlaine
Entre el ir y venir del otoño se cumple la
circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición
sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su
propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de
toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven
símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio,
el
error de la historia.
¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo
de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las
afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a
considerar;
era parte del orden del mundo situar el
sufrimiento a escala humana
entre lo más banal y la experiencia más
espantosa.
Dar la espalda al desastre
como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo
impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico que no se puede
intervenir.
Pero sin duda, para nosotros,
no hay posibilidad de volver a ese pacto entre
las cosas
y su expresión lingüística, a esa asunción
serena
de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino
más bien
admirábamos la artesanía de los contornos
diseñados con una paciencia que hoy es
incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro
con costumbres,
usos, hábitos, prácticas
y pensar que con ellos se pueden caminar
playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de
semana
una experiencia estética y, en fin,
todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario
para
conjurar el suicidio o la locura.
Mientras el otoño va y viene con su dulce
apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría
entender
las aprensiones de nuestra propia existencia,
como asimismo la desconsideración para con esas
palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego
alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de
volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de
antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como símbolo de
la soberbia.
Pero la distancia, la mudez del espejo, esa
tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos
en las pantallas del sueño son, cómo no,
el desplazamiento entre tu memoria
y la
inexactitud de la cámara lenta…
Pero la distancia
y esa
mudez siniestra…
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