Tal vez en un
gesto premonitorio que adivinaba su pronta desaparición y acorde con ese anhelo
tan suyo de entender la escritura en tanto escritura
oracular, Martín Cerda publicaba en
la revista Mapocho meses antes de su
muerte, en 1991, un ensayo titulado Introducción
al ensayo. En él, nuestro autor volvía nuevamente a intentar la
clarificación del sentido o razón de ser de la escritura ensayística tal como
lo había efectuado de modo mucho más extenso y moroso en su magistral libro de
1982 La Palabra Quebrada ,
pero esta vez, haciendo hincapié en un tema que en aquel libro había sido
expuesto en sordina y que el ensayo de 1991, aún en su brevedad, mostraba
perentorio: la necesidad de entender la actitud, el modo, el gesto del ensayista respecto de su
propia escritura como una pregunta que indaga o explora la búsqueda de un
tiempo presente. Bajo el alero de premisas desmenuzadas con prolijidad desde
diversos textos de José Ortega y Gasset, Maurice Blanchot y Lucien Febvre,
entre otros, Cerda se da a la tarea de plasmar una reflexión que descansa no
tanto o exclusivamente en las referencias que convoca, sino en la indagación de
preguntarse a sí mismo en torno a la pertenencia de un tiempo propio, de un
presente que pueda entender como suyo.
Bajo aquella idea orientadora y efectuando una mirada retrospectiva,
Cerda en el ensayo en cuestión, evoca “esas obras que he ensayado leer,
comprender y explicar durante un largo trabajo de escritorio”, evocación que le
permite vislumbrar la tensión existente entre su “papelería” – es decir, su
escritura de ensayista dispersa en diversos medios, soportes y lugares- que es motivo de la pesquisa a la que hace
alusión y el tiempo histórico que le ha tocado vivir, propiciando en aquel
ejercicio un esfuerzo por interrogar y aún, entender a ese mismo tiempo.
“Preguntar es buscar, y buscar es buscar radicalmente, ir al fondo,
sondear, trabajar el fondo y, en última instancia, arrancar. Ese arrancamiento
que contiene la raíz es la labor de la pregunta”. Es con esta cita de Blanchot
que Cerda enmarca su indagación en torno a la naturaleza del preguntar como primer
estadio de la reflexión que ha de venir, pues, ciertamente en la radicalidad de
la pregunta, nuestro autor advierte lo primordial de la labor del ensayista: el
hecho de que ésta no se define por la posesión de tal o cual verdad, sino más bien por su
permanente búsqueda.
Para Cerda, preguntar es buscar esa verdad que no se tiene, pero que
precisamos siempre para saber a qué atenernos. Para entender cada “cosa” que
nos ocurre y, a la vez, para entender al mundo en que ocurre cada “cosa” que
nos ocurre. Y buena parte de esas cosas, en un guiño oblicuo a su amado Lukacs
de El alma y las formas, son aquellas
objetividades que llamamos obras y
que aluden tanto a las manifestaciones del mundo del arte, pero también a las
del pensamiento y aún del científico, manifestaciones que embelesan al
ensayista al escogerlas, retenerlas, admirarlas e interrogarlas. De aquella
manera, la naturaleza del preguntar se despliega como un abanico amplio de
posibilidades, como un fecundo y generoso jardín de senderos que se bifurcan.
Va a ser así que en el recurso decisivo del preguntar, anide la
preocupación permanente por “nuestro tiempo”, preocupación que Cerda se permite
explicitar no tanto por una manía subjetiva o biográfica, sino porque ve en
aquello un rasgo esencial del tiempo mismo: un acto autorreflexivo de pensar lo
que acontece desde la interioridad del acontecimiento. Por ello y siguiendo a
Ortega, para nuestro autor se hace evidente que este tipo de reflexión se ha
vuelto posible en la medida que se ha efectuado un radical cambio en el modo de
comprender la estructura de la verdad histórica y, por ende, del ser humano que
la vive y padece, mostrándose en la necesidad de entenderla en su fondo abisal
y seductor para así, volverla una y otra vez motivo de su interrogatorio. Este
cambio implica un desplazamiento respecto a la percepción que nos hacemos de
nosotros mismos en tanto sujetos que “acontecemos” en la llamada Edad Moderna y
que resulta, de buenas a primeras, una especie de posesionamiento muy
característico de aquella “aguda conciencia” que nos hacemos de nosotros y que
conduce, indefectiblemente, a la vertiginosa certificación que indica que una
de las pocas razones de ser que poseemos en tanto seres humanos, si no acaso la
única, es el continuo cambio, la incesante transformación y que eso, de todos
modos, es el sello peculiar del acontecer, su raíz misma y aún, su
justificación.
Para Cerda, no se trata entonces que el hombre transcurra en un mundo en
constante cambio, sino además que con cada cambio del mundo, es a la vez, el
hombre el que cambia radicalmente, se vuelve otro, pues cambia de vida o más exactamente,
de argumento biográfico.
En este entendido que se abre hondo y desafiante, aceptar nuestro tiempo
para nuestro autor, no significa, sin embargo, plegarse dócilmente a todo lo
que éste nos ofrece a cada instante, como ocurre con aquello que se rige por la
moda, sino interrogarlo, tomar conciencia de sus desequilibrios o
contradicciones y, finalmente, asumir las tareas que, de un modo u otro, nos
imponen nuevos problemas que irrumpen en él. Ni la doliente memoria del pasado
(nostalgia), ni el ensueño de un futuro sin conflictos (utopía) pueden, en
rigor, liberar del ahora en que se aloja el pasado y, a la vez, se instala y anuncia
el porvenir.
Será la aceptación y comprensión del ahora, el que marcará según Cerda,
la realización reflexiva del preguntar, pues todo preguntar por el ahora,
implica constatar una crisis en el movimiento y momento mismo de la pregunta.
Así, para Cerda, todo ahora es un tiempo promiscuo, en el que una parte de la
realidad está siempre modificándose, alterando o, simplemente, irrealizándose,
mientras que, a la vez, su horizonte comienza a poblarse de señales equívocas
que es preciso descifrar. Cada ahora se articula de este modo, en ese presente
que el hombre reconoce al tiempo de su vida, cada vez que recuerda lo vivido,
describe lo que vive y proyecta lo que espera llegar a vivir. Cada “asunto”
recordado, descrito o proyectado es, en principio, fechable. Y aquí,
recurriendo a una cita de Heidegger, Cerda profundiza sobre esta última
aseveración: “La estructura de la fechabilidad de los “ahoras”, “luegos” y
“entonces” es la prueba de que ellos, nacidos del tronco mismo de la
temporalidad, son, ellos mismos tiempo. El expresar, interpretando, los
“ahoras”, “luego” y “entonces” es la más original indicación del tiempo”. Por
eso, bajo esta apoyatura conceptual, para Cerda, fechar el tiempo es
señalizarlo históricamente. Esa señalización demarca el horizonte de las
expectativas de sentido con que la vida dibuja su propia manera de entender su
ilusión. Y a la vez, ese horizonte, asumido como presente, es el que para Cerda
se vuelve relevante en su taxativa necesidad de exploración y justificación.
Hacia el final de este ensayo del que malamente he efectuado una paráfrasis,
nuestro autor señala en un apartado que titula de modo significativo
“Fenomenología de la vida al día”, lo que no habría que entender respecto de
esa comprensión del presente. Pues éste no tiene nada que ver con el vivir al
día, pues aquello es lo que le ocurre al hombre que se queda sin pasado,
despreciando o esquivando las incertidumbres que hoy le adelanta el futuro. Ese
tipo de hombre, Cerda lo caracteriza como el “apresurado”, es decir, el ser
humano que vive de prisa cada instante y al que siempre le falta tiempo para
ver, oír y saborear cada hoja del calendario o de su agenda. Este tipo de ser
humano adhiere sin reservas a lo que dice el diario, lee con aparente
entusiasmo el libro más vendido y suscribe la consigna del momento. Vive según ésta
o aquella moda, desplazándose con liviandad de un lugar a otro, sin percatarse
desde dónde viene ni hacia dónde va. Este tipo de existencia al día, no es según
nuestro autor, un suceso individual, sino colectivo que ha devenido un episodio
canonizado de la vida social. Según
esto, el “apresurado” no se dispone hacia la comprensión de lo que ocurre en su
tiempo, sino más bien se enciende o preocupa en pasatiempos. En este sentido, no deja de ser casual según nuestro
autor, que hoy se enfatice en todas partes la así llamada vida cotidiana, subrayando la importancia que tienen para el hombre
de nuestro tiempo esas radicales urgencias que son el comer, el vestirse, el
trabajar y el distraerse. En sí mismo, este hecho no merecería reparo alguno,
pero observado y meditado más detenidamente, conlleva una brutal reducción de
lo humano a esas urgencias que eliminan toda posibilidad de instancias míticas,
religiosas, éticas, políticas e imaginarias y que le han permitido al hombre
autocomprenderse en su propia proyección hacia un aquende de sí mismo. La
cotidianidad es de aquel modo, lo que resta de la vida social cuando se le ha
sustraído el poder vivificante de lo mítico, la fe en algún Dios y la ética que
orienta el comportamiento humano hacia un mundo de valor, en el decir de
Scheler. Para Cerda la cotidianidad así dispuesta es la vida en común que ha
sido despojada de una efectiva comunidad de principios, valores y metas. Así,
citando nuevamente a Blanchot, nuestro ensayista señala que la vida cotidiana
es hoy una vida residual con que se llenan nuestros tachos y nuestros cementerios:
desechos y detritus. Así se tiene que la realidad es constantemente diferida
por la apariencia que le impone un imaginario tributario del mercado o de la
planificación burocrática.
Un ensayo como éste, creo que puede ser útil para efectuar, en perspectiva,
el abordaje de ese problema capital, entre muchos otros por supuesto, que
atraviesa buena parte de la escritura ensayística de Cerda: la relación
conflictiva y estimulante que esa escritura posee con la búsqueda de un
presente que signe de modo primordial sus logros de obra. Desde ahí, me parece
que este ensayo, uno de los últimos que publicó en vida y que probablemente escribió,
puede ser visto como una reveladora síntesis de varios puntos fundamentales del
quehacer intelectual del ensayismo de nuestro autor. Por supuesto que esta
apreciación no agota ni con mucho la densa riqueza de ese mismo ensayismo, a lo
más circunscribe de modo especial un puñado de temas que le son pertinentes y
que se transforman en recurrentes apariciones de una sensibilidad cavilosa. De
aquella manera, en un ejercicio que desea plasmar las condiciones indagatorias
del ensayismo, condiciones que lo posibilitan como aprehensión de un tiempo
primordial que debiera asumir como propio de su naturaleza pensante, es que
este texto deja abierta varias posibilidades, varias preguntas que, sin duda,
no pretendo agotar acá, ni mucho menos clarificar de modo exclusivo.
Porque, después de todo esto, ¿cómo esta escritura posibilita volver
legible a ese presente en su emergencia irruptiva, si acaso algo así es viable,
sin que esa misma irrupción disuelva el enunciado que se esfuerza en articular
como un llamado de necesidad imperiosa y, a veces, hasta casi desesperada?
Que Cerda como escritor que hizo del ensayo la forma de escritura predilecta
para intentar indagar respuestas a esa pregunta siempre difícil y sin renunciar
a la posibilidad de la expresión y sin rendirse, además, a la opacidad de la
filosofía con la necesaria lucidez para intentar la quimera de plasmar los
trazos de un pensamiento sobre la literatura que, a la vez, formaran parte de
una literatura sobre el pensamiento -como agudamente indica en las notas
prologales a su segundo libro Escritorio de
1987-, evidencian una reflexión permanente ante el problema capital que implica
la nunca resuelta y conflictiva relación entre el presente y la escritura,
entre el presente y el ensayo: la peculiaridad de ser en América Latina un género
plenamente moderno.
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