viernes, 5 de julio de 2013

Martín Cerda y la búsqueda del perdido tiempo presente

Tal vez en un gesto premonitorio que adivinaba su pronta desaparición y acorde con ese anhelo tan suyo de entender la escritura en tanto escritura oracular,  Martín Cerda publicaba en la revista Mapocho meses antes de su muerte, en 1991, un ensayo titulado Introducción al ensayo. En él, nuestro autor volvía nuevamente a intentar la clarificación del sentido o razón de ser de la escritura ensayística tal como lo había efectuado de modo mucho más extenso y moroso en su magistral libro de 1982 La Palabra Quebrada, pero esta vez, haciendo hincapié en un tema que en aquel libro había sido expuesto en sordina y que el ensayo de 1991, aún en su brevedad, mostraba perentorio: la necesidad de entender la actitud, el modo, el gesto del ensayista respecto de su propia escritura como una pregunta que indaga o explora la búsqueda de un tiempo presente. Bajo el alero de premisas desmenuzadas con prolijidad desde diversos textos de José Ortega y Gasset, Maurice Blanchot y Lucien Febvre, entre otros, Cerda se da a la tarea de plasmar una reflexión que descansa no tanto o exclusivamente en las referencias que convoca, sino en la indagación de preguntarse a sí mismo en torno a la pertenencia de un tiempo propio, de un presente que pueda entender como suyo.
Bajo aquella idea orientadora y efectuando una mirada retrospectiva, Cerda en el ensayo en cuestión, evoca “esas obras que he ensayado leer, comprender y explicar durante un largo trabajo de escritorio”, evocación que le permite vislumbrar la tensión existente entre su “papelería” – es decir, su escritura de ensayista dispersa en diversos medios, soportes y lugares-  que es motivo de la pesquisa a la que hace alusión y el tiempo histórico que le ha tocado vivir, propiciando en aquel ejercicio un esfuerzo por interrogar y aún, entender a ese mismo tiempo.
“Preguntar es buscar, y buscar es buscar radicalmente, ir al fondo, sondear, trabajar el fondo y, en última instancia, arrancar. Ese arrancamiento que contiene la raíz es la labor de la pregunta”. Es con esta cita de Blanchot que Cerda enmarca su indagación en torno a la naturaleza del preguntar como primer estadio de la reflexión que ha de venir, pues, ciertamente en la radicalidad de la pregunta, nuestro autor advierte lo primordial de la labor del ensayista: el hecho de que ésta no se define por la posesión de tal  o cual verdad, sino más bien por su permanente búsqueda.
Para Cerda, preguntar es buscar esa verdad que no se tiene, pero que precisamos siempre para saber a qué atenernos. Para entender cada “cosa” que nos ocurre y, a la vez, para entender al mundo en que ocurre cada “cosa” que nos ocurre. Y buena parte de esas cosas, en un guiño oblicuo a su amado Lukacs de El alma y las formas, son aquellas objetividades que llamamos obras y que aluden tanto a las manifestaciones del mundo del arte, pero también a las del pensamiento y aún del científico, manifestaciones que embelesan al ensayista al escogerlas, retenerlas, admirarlas e interrogarlas. De aquella manera, la naturaleza del preguntar se despliega como un abanico amplio de posibilidades, como un fecundo y generoso jardín de senderos que se bifurcan.
Va a ser así que en el recurso decisivo del preguntar, anide la preocupación permanente por “nuestro tiempo”, preocupación que Cerda se permite explicitar no tanto por una manía subjetiva o biográfica, sino porque ve en aquello un rasgo esencial del tiempo mismo: un acto autorreflexivo de pensar lo que acontece desde la interioridad del acontecimiento. Por ello y siguiendo a Ortega, para nuestro autor se hace evidente que este tipo de reflexión se ha vuelto posible en la medida que se ha efectuado un radical cambio en el modo de comprender la estructura de la verdad histórica y, por ende, del ser humano que la vive y padece, mostrándose en la necesidad de entenderla en su fondo abisal y seductor para así, volverla una y otra vez motivo de su interrogatorio. Este cambio implica un desplazamiento respecto a la percepción que nos hacemos de nosotros mismos en tanto sujetos que “acontecemos” en la llamada Edad Moderna y que resulta, de buenas a primeras, una especie de posesionamiento muy característico de aquella “aguda conciencia” que nos hacemos de nosotros y que conduce, indefectiblemente, a la vertiginosa certificación que indica que una de las pocas razones de ser que poseemos en tanto seres humanos, si no acaso la única, es el continuo cambio, la incesante transformación y que eso, de todos modos, es el sello peculiar del acontecer, su raíz misma y aún, su justificación.
Para Cerda, no se trata entonces que el hombre transcurra en un mundo en constante cambio, sino además que con cada cambio del mundo, es a la vez, el hombre el que cambia radicalmente, se vuelve otro, pues cambia de vida o más exactamente, de argumento biográfico.
En este entendido que se abre hondo y desafiante, aceptar nuestro tiempo para nuestro autor, no significa, sin embargo, plegarse dócilmente a todo lo que éste nos ofrece a cada instante, como ocurre con aquello que se rige por la moda, sino interrogarlo, tomar conciencia de sus desequilibrios o contradicciones y, finalmente, asumir las tareas que, de un modo u otro, nos imponen nuevos problemas que irrumpen en él. Ni la doliente memoria del pasado (nostalgia), ni el ensueño de un futuro sin conflictos (utopía) pueden, en rigor, liberar del ahora en que se aloja el pasado y, a la vez, se instala y anuncia el porvenir.
Será la aceptación y comprensión del ahora, el que marcará según Cerda, la realización reflexiva del preguntar, pues todo preguntar por el ahora, implica constatar una crisis en el movimiento y momento mismo de la pregunta. Así, para Cerda, todo ahora es un tiempo promiscuo, en el que una parte de la realidad está siempre modificándose, alterando o, simplemente, irrealizándose, mientras que, a la vez, su horizonte comienza a poblarse de señales equívocas que es preciso descifrar. Cada ahora se articula de este modo, en ese presente que el hombre reconoce al tiempo de su vida, cada vez que recuerda lo vivido, describe lo que vive y proyecta lo que espera llegar a vivir. Cada “asunto” recordado, descrito o proyectado es, en principio, fechable. Y aquí, recurriendo a una cita de Heidegger, Cerda profundiza sobre esta última aseveración: “La estructura de la fechabilidad de los “ahoras”, “luegos” y “entonces” es la prueba de que ellos, nacidos del tronco mismo de la temporalidad, son, ellos mismos tiempo. El expresar, interpretando, los “ahoras”, “luego” y “entonces” es la más original indicación del tiempo”. Por eso, bajo esta apoyatura conceptual, para Cerda, fechar el tiempo es señalizarlo históricamente. Esa señalización demarca el horizonte de las expectativas de sentido con que la vida dibuja su propia manera de entender su ilusión. Y a la vez, ese horizonte, asumido como presente, es el que para Cerda se vuelve relevante en su taxativa necesidad de exploración y justificación.

Hacia el final de este ensayo del que malamente he efectuado una paráfrasis, nuestro autor señala en un apartado que titula de modo significativo “Fenomenología de la vida al día”, lo que no habría que entender respecto de esa comprensión del presente. Pues éste no tiene nada que ver con el vivir al día, pues aquello es lo que le ocurre al hombre que se queda sin pasado, despreciando o esquivando las incertidumbres que hoy le adelanta el futuro. Ese tipo de hombre, Cerda lo caracteriza como el “apresurado”, es decir, el ser humano que vive de prisa cada instante y al que siempre le falta tiempo para ver, oír y saborear cada hoja del calendario o de su agenda. Este tipo de ser humano adhiere sin reservas a lo que dice el diario, lee con aparente entusiasmo el libro más vendido y suscribe la consigna del momento. Vive según ésta o aquella moda, desplazándose con liviandad de un lugar a otro, sin percatarse desde dónde viene ni hacia dónde va. Este tipo de existencia al día, no es según nuestro autor, un suceso individual, sino colectivo que ha devenido un episodio canonizado de la vida social.  Según esto, el “apresurado” no se dispone hacia la comprensión de lo que ocurre en su tiempo, sino más bien se enciende o preocupa en pasatiempos. En este sentido, no deja de ser casual según nuestro autor, que hoy se enfatice en todas partes la así llamada vida cotidiana, subrayando la importancia que tienen para el hombre de nuestro tiempo esas radicales urgencias que son el comer, el vestirse, el trabajar y el distraerse. En sí mismo, este hecho no merecería reparo alguno, pero observado y meditado más detenidamente, conlleva una brutal reducción de lo humano a esas urgencias que eliminan toda posibilidad de instancias míticas, religiosas, éticas, políticas e imaginarias y que le han permitido al hombre autocomprenderse en su propia proyección hacia un aquende de sí mismo. La cotidianidad es de aquel modo, lo que resta de la vida social cuando se le ha sustraído el poder vivificante de lo mítico, la fe en algún Dios y la ética que orienta el comportamiento humano hacia un mundo de valor, en el decir de Scheler. Para Cerda la cotidianidad así dispuesta es la vida en común que ha sido despojada de una efectiva comunidad de principios, valores y metas. Así, citando nuevamente a Blanchot, nuestro ensayista señala que la vida cotidiana es hoy una vida residual con que se llenan nuestros tachos y nuestros cementerios: desechos y detritus. Así se tiene que la realidad es constantemente diferida por la apariencia que le impone un imaginario tributario del mercado o de la planificación burocrática.
Un ensayo como éste, creo que puede ser útil para efectuar, en perspectiva, el abordaje de ese problema capital, entre muchos otros por supuesto, que atraviesa buena parte de la escritura ensayística de Cerda: la relación conflictiva y estimulante que esa escritura posee con la búsqueda de un presente que signe de modo primordial sus logros de obra. Desde ahí, me parece que este ensayo, uno de los últimos que publicó en vida y que probablemente escribió, puede ser visto como una reveladora síntesis de varios puntos fundamentales del quehacer intelectual del ensayismo de nuestro autor. Por supuesto que esta apreciación no agota ni con mucho la densa riqueza de ese mismo ensayismo, a lo más circunscribe de modo especial un puñado de temas que le son pertinentes y que se transforman en recurrentes apariciones de una sensibilidad cavilosa. De aquella manera, en un ejercicio que desea plasmar las condiciones indagatorias del ensayismo, condiciones que lo posibilitan como aprehensión de un tiempo primordial que debiera asumir como propio de su naturaleza pensante, es que este texto deja abierta varias posibilidades, varias preguntas que, sin duda, no pretendo agotar acá, ni mucho menos clarificar de modo exclusivo.
Porque, después de todo esto, ¿cómo esta escritura posibilita volver legible a ese presente en su emergencia irruptiva, si acaso algo así es viable, sin que esa misma irrupción disuelva el enunciado que se esfuerza en articular como un llamado de necesidad imperiosa y, a veces, hasta casi desesperada?
Que Cerda como escritor que hizo del ensayo la forma de escritura predilecta para intentar indagar respuestas a esa pregunta siempre difícil y sin renunciar a la posibilidad de la expresión y sin rendirse, además, a la opacidad de la filosofía con la necesaria lucidez para intentar la quimera de plasmar los trazos de un pensamiento sobre la literatura que, a la vez, formaran parte de una literatura sobre el pensamiento -como agudamente indica en las notas prologales a su segundo libro Escritorio de 1987-, evidencian una reflexión permanente ante el problema capital que implica la nunca resuelta y conflictiva relación entre el presente y la escritura, entre el presente y el ensayo: la peculiaridad de ser en América Latina un género plenamente moderno.

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