jueves, 25 de septiembre de 2014

Roland Barthes y Martín Cerda (I)

A mediados de la década del 50, para ser más específicos, en junio de 1954, se llevó a cabo en el Salón de Honor de la Universidad de Chile un ciclo de conferencias donde participaron los escritores y críticos Ernesto Montenegro, Manuel Vega y Ricardo Latcham. Su título era decidor: La querella del criollismo. Su tema: la reevaluación de esta tendencia y/o movimiento literario para entender y comprender la literatura nacional e hispanoamericana en su conjunto. Sin duda, uno de sus objetivos era mirar en perspectiva la historia de esta corriente para darle fondo y alcance geográfico e histórico y así, considerar sus manifestaciones al interior de la literatura chilena, como asimismo, sus características comunes con otras literaturas del resto del continente y las consecuencias estéticas, políticas y sociales que se esperaban de su cultivo. Transcurridas algunas semanas de tal evento, el crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone), publicaba en la revista Zig.-Zag un artículo titulado escuetamente “La querella del criollismo: Montaña Adentro” con el cual daba inicio a una polémica que lo tendría a él mismo y a Ricardo Latcham entre los principales protagonistas. No era la primera vez que Alone y Latcham medían sus fuerzas críticas –y valga decir, sus respectivas retóricas- en la arena de la ciudad letrada chilena. Ni tampoco era la primera vez que el criollismo como corriente literaria era puesta en entredicho. Ya en 1928, la denominada querella entre criollistas e imaginistas, revelaba más que una pugna entre escritores –por un lado Mariano Latorre, Marta Brunet, Eduardo Barrios y por otro Salvador Reyes y Luis Enrique Délano- en torno a los mejores “temas” y modos de abordar el  tratamiento del ejercicio narrativo, sino más bien revelaba una coyuntura más vasta: la crisis nacional y social que surgió alrededor del primer Centenario de la República y cuyas características han sido descritas con acuciosidad, entre otros, por los trabajos de Bernardo Subercaseux. Sin pecar de excesivo, podríamos resumir que en las primeras décadas del siglo XX asistimos a una complejización del imaginario nacional, producto de una tensión entre postulados e impulsos nacionalistas y modernizadores, donde la paulatina desintegración de la sociedad tradicional decimonónica, el crecimiento de las ciudades, la explotación laboral y la emergencia de nuevas capas sociales y, por ende, la reorganización de aspectos fundamentales de la vida cotidiana, junto a otras variables y situaciones, permitían advertir, en el campo literario chileno, una mezcla de prerrogativas sociales e identitarias, entre nacionalismo y modernización, donde expresiones tales como patria, raza y paisaje, se contraponían, entre otros, a imaginación, sensibilidad y buen gusto.
Lo que la querella de 1954 ejemplificaba simbólicamente en las premisas sostenidas por Latcham y Alone, más que la superación de aquellas dicotomías, era la pugna por representar del mejor modo posible el “deber ser” del discurso literario respecto a su función en el entramado social y cultural y que, de todas formas, implicaba plantear la relación y estatus que el discurso literario mantenía respecto de la realidad. Y si bien, ambas premisas parecían referirse una a la otra de modo antagónico para responder sobre aquella necesidad, coincidían a la larga en hacer del ejercicio literario, un ejercicio mimético que apelaba ya a la exterioridad del sujeto –con un énfasis en la descripción y estudio minucioso de la realidad nacional en todos sus aspectos, para reproducirla en obras que permitieran dar a conocer y enseñar a sus lectores de forma objetiva la verdad sobre la nación y la raza – ya, por otro lado, apelaba a su interioridad –con un énfasis en ser fiel representación de la sensibilidad, el espíritu, la imaginación y el alma con un fuerte acento intimista- . En ese sentido, más que abrir un camino hacia una literatura acorde a los procesos modernizadores que acontecían en el país y en el resto de América Latina, lo que podía apreciarse era una comprensión ancillar de lo literario, pero sobre todo, una comprensión enraizada en un concepto decimonónico de literatura.
Todo lo dicho hasta acá no es más que preámbulo, pero nos permite escenificar de forma irónica la disonancia entre las preocupaciones existentes en el desfasado campo literario chileno de mediados de los años 50 y las premisas que animaban lo más relevante de la literatura continental, no tanto o en exclusiva restringido a temas y convenciones de escritura, sino más bien sobre la idea que se podía desprender acerca del sentido y finalidad de la literatura respecto de sus mecanismos de representación.
En aquel debate, suena a ciencia ficción conjeturar hoy en día la resonancia que hubiese tenido la eventual publicación de El grado cero de la escritura de Roland Barthes en la traducción de Martín Cerda que, justamente, luego de su periplo europeo, arribó a Chile poco antes de que estallara la polémica a la que acabo de referirme. Es que, ciertamente, el caso de Cerda respecto a Barthes, no solo es singular y excéntrico: es medular tanto para el entendimiento que podamos hacer de la obra ensayística del propio Cerda como para apreciar los avatares de la recepción de Barthes en nuestro país. Hasta el final de su vida, Martín Cerda fue, sin duda, uno de los más relevantes escritores que con dedicación, celo y entusiasmo leyó, parafraseó, divulgó y explicó una serie de nombres que el mundillo literario chileno no conocía o mal había oído. El dato ejemplificador que enunciaba acerca de la querella del criollismo muestra a mi modo de ver, la asimetría desquiciante, asimetría ante la cual Cerda veía la necesidad quijotesca de traducir al castellano El grado cero de la escrituraEl dios cautivo de Lucien Goldmann.
Pero no se trata de constatar el interés de Cerda por esos autores como por otros de su predilección como Lukács, Axelos y Solyenitsin para ejemplificar un supuesto esnobismo intelectual, teñido de cierta ingenuidad provinciana, sino más bien para apreciar en aquel interés, una necesidad vital por buscar respuestas a las lacerantes preguntas que cualquier escritor que se precie se plantea acerca de sí mismo y su labor: ¿por qué escribir?, ¿para quién escribir?, ¿con qué sentido escribir? Preguntas sin respuesta inmediata y que, el joven Cerda intentó responder viajando muy temprano a Europa a fines de los años 40 y con la idea de dar oportunidad, no sólo a su natural curiosidad intelectual, sino a su exigencia íntima de escritor en ciernes. Porque no sólo se trataba de lecturas, datos eruditos o experiencias de viaje, se trataba de concientizar un rigor, una intensidad, una actitud hacia la escritura lo suficientemente decidida para comprometerse con ella a sabiendas de la indiferencia social y la chatura de la época, un verdadero desafío para aprender a pensar.
Para lograr ese aprendizaje, múltiples son las puertas entreabiertas por las lecturas de Cerda, no todas valoradas en su justa medida en su oportunidad, tal como puede verse en su temprana recepción de Barthes, pero decidoras al momento de plantearse como desafío de una literatura que se querría a sí misma como pensante y cuestionadora. La recepción de Barthes por parte de Cerda, con el correr de los años, se vuelve primordial e ineludible, formando parte medular de su propia manera de entender y practicar la escritura ensayística. Junto a Lukács y Ortega, Barthes es para Cerda la posibilidad de hallar una salida expresiva que esté equidistante entre las obsesiones subjetivas y la curiosidad que lo real puede ofrecer al intelecto escrutador de todo escritor.
Las referencias, citas, paráfrasis, explicaciones y alusiones a Barthes atraviesan buen parte de la escritura de Cerda, al menos de la que hasta ahora tenemos noticia. En tamaño océano escrito, es difícil dilucidar fehacientemente los detalles de esta apasionante relación. Me limitaré a esbozar tres instantes que creo advertir en la recepción de Cerda y de qué modo cada una de ellas articula maneras de reflexión peculiares según la ocasión.
En primer término, para Cerda la escritura de Barthes se convierte en una especie de “marco referencial” para comprender el discurso literario ni como historia o sucesión de estilos, ni como acumulación de eventos que condicionan lo literario, sino más bien le facilita coordenadas para dilucidar desde dónde escribir: el acontecimiento supremo que es la escritura y que se rinde ante sí misma en su opacidad que desea diferenciarse de la historia, pero sin renunciar a la posibilidad de su historización, es decir, a su fijación circunstancial que, por un lado permite abarcar no sólo la lengua desde la cual se escribe, sino también y sobre todo, su potencial articulación convencional respecto de construir sus propias marcas como, a su vez, su distinción inequívoca que le hace ser literatura. En aquel sentido, para Cerda, las principales premisas que aparecen, por ejemplo en El grado cero de la escritura –entre ellas y como la más relevante la que indica que la escritura nace de la reflexión del escritor sobre el uso social de la forma- le abren una irrenunciable operación fabulatoria que no es ajena al talante político que implica, en buenas cuentas, trazar una relación entre la escritura y la historia y cómo la primera nace de las circunstancias de la segunda. Esta manera de concebir la escritura nace también como un compromiso social, pero la autonomía de su forma es más grande en tanto que recibe una firma que borra la historia de la conversión del escribiente a ese compromiso y representa a la colectividad. Es justamente aquel talante el que es posible rastrear en Cerda  cuando se refiere una y otra vez a la necesidad de fijar la escritura, el mismo talante que vemos en sus recorridos genealógicos buscando la razón de ser de la escritura ensayística como cuando asume, asimismo, la tensión que pueda haber entre compromiso y lenguaje, tensión que le llevará a reflexionar latamente sobre la deflación y aún el fracaso del discurso utópico, como a su vez, apreciar la fractura que, como sujeto de escritura, verá en la clausura de la ciudad letrada. Bajo esas premisas, Barthes le otorga a Cerda no un mero estímulo de comprensión del fenómeno escrito, sino primordialmente, una invitación para evaluar de modo crítico las nociones positivistas de literatura y su más que evidente funcionalismo de apreciación ancillar que ésta, en tanto discurso enraizado en un proceso identitario que ha hecho de la “raza” uno de sus axiomas fundacionales, posee de sus cultivadores y apologetas. Axiomas que la querella de 1954 muestra de modo ejemplar como un impasse ante la crisis de la representación a que la literatura chilena estaba arribando. Es por eso que Cerda, en un gesto apropiatorio y característico, toma también de Barthes la noción del ensayo como escritura ocasional que es, a su vez, la práctica secreta de lo “indirecto”. Para eso, la referencia a la cual el autor chileno vuelve de modo permanente, será el “Prefacio” a los Ensayos Críticos del autor galo que, de modo ejemplificador, se asume como parte sustancial de una verdadera poética de la escritura ensayística que se encarna en la afanosa búsqueda que Cerda lleva a cabo en su libro La palabra quebrada. El dictum de Barthes es decidor: (…) el sentido de una obra (o de un texto) no puede hacerse solo; el autor nunca llega a producir más que presunciones de sentido, formas si se quiere, y el mundo es el que las llena. Todos los textos que se dan aquí son como eslabones de una cadena de sentidos, pero esta cadena es flotante. ¿Quién puede fijarla, darle un significado seguro? Quizás el tiempo: reunir textos antiguos en un libro nuevo es querer interrogar al tiempo, solicitar que nos dé su respuesta en fragmentos que proceden del pasado; pero el tiempo es doble, tiempo del escribir y tiempo de la memoria y esta duplicidad requiere a su vez un sentido siguiente: el tiempo mismo es una forma (…) lo que caracteriza al crítico es pues una práctica secreta de lo indirecto; para permanecer secreto, lo indirecto debe aquí ampararse bajo las figuras mismas de lo directo, de la transitividad, del discurso sobre otro.
Este dictum barthesiano será fecundo en el ejercicio escritural de Cerda: le permitirá reflexionar sobre su propio ejercicio y le facilitará su justificación ante el inacabamiento de su gesto que tiende hacia lo fragmentario e indirecto, que tiende a volverse opaco para sí mismo y a poner en entredicho la presunta “claridad” expositiva que se requiere de la emergencia epocal que la literatura contingente exige del autor chileno. De ahí que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria en la asunción del ensayo como género privilegiado de exposición y reflexión, como un singular género “ocasional” donde cada fragmento que lo constituye –notas, frases, auscultación de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados, ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos, comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella totalidad permite advertir, en una fecunda ironía, que lleva dentro de sí la ausencia del todo, ausencia de la cual el ensayo forma, no obstante, una entidad acabada. En la escritura ensayística de Cerda ningún fragmento se basta a sí mismo: cada uno lleva en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye, a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.




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