A mediados de la
década del 50, para ser más específicos, en junio de 1954, se llevó a cabo en
el Salón de Honor de la
Universidad de Chile un ciclo de conferencias donde
participaron los escritores y críticos Ernesto Montenegro, Manuel Vega y
Ricardo Latcham. Su título era decidor: La
querella del criollismo. Su tema: la reevaluación de esta tendencia y/o
movimiento literario para entender y comprender la literatura nacional e
hispanoamericana en su conjunto. Sin duda, uno de sus objetivos era mirar en
perspectiva la historia de esta corriente para darle fondo y alcance geográfico
e histórico y así, considerar sus manifestaciones al interior de la literatura
chilena, como asimismo, sus características comunes con otras literaturas del
resto del continente y las consecuencias estéticas, políticas y sociales que se
esperaban de su cultivo. Transcurridas algunas semanas de tal evento, el
crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone), publicaba en la revista Zig.-Zag un artículo titulado
escuetamente “La querella del criollismo: Montaña Adentro” con el cual daba
inicio a una polémica que lo tendría a él mismo y a Ricardo Latcham entre los
principales protagonistas. No era la primera vez que Alone y Latcham medían sus
fuerzas críticas –y valga decir, sus respectivas retóricas- en la arena de la
ciudad letrada chilena. Ni tampoco era la primera vez que el criollismo como
corriente literaria era puesta en entredicho. Ya en 1928, la denominada
querella entre criollistas e imaginistas, revelaba más que una pugna entre
escritores –por un lado Mariano Latorre, Marta Brunet, Eduardo Barrios y por
otro Salvador Reyes y Luis Enrique Délano- en torno a los mejores “temas” y
modos de abordar el tratamiento del
ejercicio narrativo, sino más bien revelaba una coyuntura más vasta: la crisis
nacional y social que surgió alrededor del primer Centenario de la República y cuyas características
han sido descritas con acuciosidad, entre otros, por los trabajos de Bernardo
Subercaseux. Sin pecar de excesivo, podríamos resumir que en las primeras décadas
del siglo XX asistimos a una complejización del imaginario nacional, producto
de una tensión entre postulados e impulsos nacionalistas y modernizadores,
donde la paulatina desintegración de la sociedad tradicional decimonónica, el
crecimiento de las ciudades, la explotación laboral y la emergencia de nuevas
capas sociales y, por ende, la reorganización de aspectos fundamentales de la
vida cotidiana, junto a otras variables y situaciones, permitían advertir, en
el campo literario chileno, una mezcla de prerrogativas sociales e
identitarias, entre nacionalismo y modernización, donde expresiones tales como
patria, raza y paisaje, se contraponían, entre otros, a imaginación, sensibilidad
y buen gusto.
Lo que la querella de 1954 ejemplificaba simbólicamente en las premisas
sostenidas por Latcham y Alone, más que la superación de aquellas dicotomías, era
la pugna por representar del mejor modo posible el “deber ser” del discurso
literario respecto a su función en el entramado social y cultural y que, de todas
formas, implicaba plantear la relación y estatus que el discurso literario
mantenía respecto de la realidad. Y si bien, ambas premisas parecían referirse una
a la otra de modo antagónico para responder sobre aquella necesidad, coincidían
a la larga en hacer del ejercicio literario, un ejercicio mimético que apelaba
ya a la exterioridad del sujeto –con un énfasis en la descripción y estudio
minucioso de la realidad nacional en todos sus aspectos, para reproducirla en
obras que permitieran dar a conocer y enseñar a sus lectores de forma objetiva
la verdad sobre la nación y la raza – ya, por otro lado, apelaba a su
interioridad –con un énfasis en ser fiel representación de la sensibilidad, el
espíritu, la imaginación y el alma con un fuerte acento intimista- . En ese
sentido, más que abrir un camino hacia una literatura acorde a los procesos
modernizadores que acontecían en el país y en el resto de América Latina, lo
que podía apreciarse era una comprensión ancillar de lo literario, pero sobre
todo, una comprensión enraizada en un concepto decimonónico de literatura.
Todo lo dicho hasta acá no es más que preámbulo, pero nos permite
escenificar de forma irónica la disonancia entre las preocupaciones existentes
en el desfasado campo literario chileno de mediados de los años 50 y las
premisas que animaban lo más relevante de la literatura continental, no tanto o
en exclusiva restringido a temas y convenciones de escritura, sino más bien
sobre la idea que se podía desprender acerca del sentido y finalidad de la literatura
respecto de sus mecanismos de representación.
En aquel debate, suena a ciencia ficción conjeturar hoy en día la
resonancia que hubiese tenido la eventual publicación de El grado cero de la escritura de Roland Barthes en la traducción de
Martín Cerda que, justamente, luego de su periplo europeo, arribó a Chile poco
antes de que estallara la polémica a la que acabo de referirme. Es que,
ciertamente, el caso de Cerda respecto a Barthes, no solo es singular y excéntrico:
es medular tanto para el entendimiento que podamos hacer de la obra ensayística
del propio Cerda como para apreciar los avatares de la recepción de Barthes en
nuestro país. Hasta el final de su vida, Martín Cerda fue, sin duda, uno de los
más relevantes escritores que con dedicación, celo y entusiasmo leyó,
parafraseó, divulgó y explicó una serie de nombres que el mundillo literario
chileno no conocía o mal había oído. El dato ejemplificador que enunciaba
acerca de la querella del criollismo muestra a mi modo de ver, la asimetría
desquiciante, asimetría ante la cual Cerda veía la necesidad quijotesca de
traducir al castellano El grado cero de la escritura o El
dios cautivo de Lucien Goldmann.
Pero no se trata de constatar el interés de Cerda por esos autores como
por otros de su predilección como Lukács, Axelos y Solyenitsin para ejemplificar un supuesto esnobismo intelectual, teñido de cierta ingenuidad
provinciana, sino más bien para apreciar en aquel interés, una necesidad vital
por buscar respuestas a las lacerantes preguntas que cualquier escritor que se
precie se plantea acerca de sí mismo y su labor: ¿por qué escribir?, ¿para
quién escribir?, ¿con qué sentido escribir? Preguntas sin respuesta inmediata y
que, el joven Cerda intentó responder viajando muy temprano a Europa a fines de
los años 40 y con la idea de dar oportunidad, no sólo a su natural curiosidad
intelectual, sino a su exigencia íntima de escritor en ciernes. Porque no sólo
se trataba de lecturas, datos eruditos o experiencias de viaje, se trataba de
concientizar un rigor, una intensidad, una actitud hacia la escritura lo
suficientemente decidida para comprometerse con ella a sabiendas de la
indiferencia social y la chatura de la época, un verdadero desafío para aprender
a pensar.
Para lograr ese aprendizaje, múltiples son las puertas entreabiertas por
las lecturas de Cerda, no todas valoradas en su justa medida en su oportunidad,
tal como puede verse en su temprana recepción de Barthes, pero decidoras al
momento de plantearse como desafío de una literatura que se querría a sí misma
como pensante y cuestionadora. La recepción de Barthes por parte de Cerda, con
el correr de los años, se vuelve primordial e ineludible, formando parte
medular de su propia manera de entender y practicar la escritura ensayística.
Junto a Lukács y Ortega, Barthes es para Cerda la posibilidad de hallar una
salida expresiva que esté equidistante entre las obsesiones subjetivas y la
curiosidad que lo real puede ofrecer al intelecto escrutador de todo escritor.
Las referencias, citas, paráfrasis, explicaciones y alusiones a Barthes
atraviesan buen parte de la escritura de Cerda, al menos de la que hasta ahora
tenemos noticia. En tamaño océano escrito, es difícil dilucidar fehacientemente
los detalles de esta apasionante relación. Me limitaré a esbozar tres instantes
que creo advertir en la recepción de Cerda y de qué modo cada una de ellas
articula maneras de reflexión peculiares según la ocasión.
En primer término, para Cerda la escritura de Barthes se convierte en una
especie de “marco referencial” para comprender el discurso literario ni como
historia o sucesión de estilos, ni como acumulación de eventos que condicionan
lo literario, sino más bien le facilita coordenadas para dilucidar desde dónde
escribir: el acontecimiento supremo que es la escritura y que se rinde ante sí
misma en su opacidad que desea diferenciarse de la historia, pero sin renunciar
a la posibilidad de su historización, es decir, a su fijación circunstancial
que, por un lado permite abarcar no sólo la lengua desde la cual se escribe, sino
también y sobre todo, su potencial articulación convencional respecto de
construir sus propias marcas como, a su vez, su distinción inequívoca que le
hace ser literatura. En aquel sentido, para Cerda, las principales premisas que
aparecen, por ejemplo en El grado cero de
la escritura –entre ellas y como la más relevante la que indica que la
escritura nace de la reflexión del escritor sobre el uso social de la forma- le
abren una irrenunciable operación fabulatoria que no es ajena al talante
político que implica, en buenas cuentas, trazar una relación entre la escritura
y la historia y cómo la primera nace de las circunstancias de la segunda. Esta
manera de concebir la escritura nace también como un compromiso social, pero la
autonomía de su forma es más grande en tanto que recibe una firma que borra la
historia de la conversión del escribiente a ese compromiso y representa a la
colectividad. Es justamente aquel talante el que es posible rastrear en
Cerda cuando se refiere una y otra vez a
la necesidad de fijar la escritura, el mismo talante que vemos en sus
recorridos genealógicos buscando la razón de ser de la escritura ensayística
como cuando asume, asimismo, la tensión que pueda haber entre compromiso y
lenguaje, tensión que le llevará a reflexionar latamente sobre la deflación y
aún el fracaso del discurso utópico, como a su vez, apreciar la fractura que,
como sujeto de escritura, verá en la clausura de la ciudad letrada. Bajo esas
premisas, Barthes le otorga a Cerda no un mero estímulo de comprensión del
fenómeno escrito, sino primordialmente, una invitación para evaluar de modo
crítico las nociones positivistas de literatura y su más que evidente
funcionalismo de apreciación ancillar que ésta, en tanto discurso enraizado en
un proceso identitario que ha hecho de la “raza” uno de sus axiomas
fundacionales, posee de sus cultivadores y apologetas. Axiomas que la querella
de 1954 muestra de modo ejemplar como un impasse ante la crisis de la
representación a que la literatura chilena estaba arribando. Es por eso que
Cerda, en un gesto apropiatorio y característico, toma también de Barthes la
noción del ensayo como escritura ocasional que es, a su vez, la práctica
secreta de lo “indirecto”. Para eso, la referencia a la cual el autor chileno
vuelve de modo permanente, será el “Prefacio” a los Ensayos Críticos del autor galo que, de modo ejemplificador, se
asume como parte sustancial de una verdadera poética de la escritura
ensayística que se encarna en la afanosa búsqueda que Cerda lleva a cabo en su
libro La palabra quebrada. El dictum
de Barthes es decidor: (…) el sentido de
una obra (o de un texto) no puede hacerse solo; el autor nunca llega a producir
más que presunciones de sentido, formas si se quiere, y el mundo es el que las
llena. Todos los textos que se dan aquí son como eslabones de una cadena de
sentidos, pero esta cadena es flotante. ¿Quién puede fijarla, darle un
significado seguro? Quizás el tiempo: reunir textos antiguos en un libro nuevo
es querer interrogar al tiempo, solicitar que nos dé su respuesta en fragmentos
que proceden del pasado; pero el tiempo es doble, tiempo del escribir y tiempo
de la memoria y esta duplicidad requiere a su vez un sentido siguiente: el
tiempo mismo es una forma (…) lo que caracteriza al crítico es pues una
práctica secreta de lo indirecto; para permanecer secreto, lo indirecto debe
aquí ampararse bajo las figuras mismas de lo directo, de la transitividad, del
discurso sobre otro.
Este dictum barthesiano será fecundo en el ejercicio escritural de Cerda:
le permitirá reflexionar sobre su propio ejercicio y le facilitará su
justificación ante el inacabamiento de su gesto que tiende hacia lo
fragmentario e indirecto, que tiende a volverse opaco para sí mismo y a poner
en entredicho la presunta “claridad” expositiva que se requiere de la
emergencia epocal que la literatura contingente exige del autor chileno. De ahí
que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria en la asunción del ensayo
como género privilegiado de exposición y reflexión, como un singular género
“ocasional” donde cada fragmento que lo constituye –notas, frases, auscultación
de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados,
ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos,
comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o
el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un
fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella
totalidad permite advertir, en una fecunda ironía, que lleva dentro de sí la
ausencia del todo, ausencia de la cual el ensayo forma, no obstante, una
entidad acabada. En la escritura ensayística de Cerda ningún fragmento se basta
a sí mismo: cada uno lleva en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su
recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye,
a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.
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