De aquel modo y
en segundo término, es posible advertir entonces la necesidad de amplitud
significante que Cerda requiere para su propia reflexión y que de modo
inequívoco, vislumbra en otro texto de Barthes: Mitologías. Sin duda que el punto de partida de esta obra es un
sentimiento de impaciencia ante la apariencia de “naturalidad” con que la
prensa, el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad que no
por ser la que vivimos deja de ser absolutamente histórica, ante la constante
confusión entre naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad.
Barthes pretende poner de manifiesto el abuso ideológico oculto en lo
exposición decorativa de lo "evidente-por-sí-mismo", y lo hace
recurriendo a la noción de mito para dar cuenta de esas falsas evidencias. Así,
el mito es un lenguaje y, por ende, al ocuparse de hechos aparentemente
alejados de toda literatura (un combate de catch, un plato de cocina, una
exposición de plástica), Barthes explora otros tantos aspectos de esa
semiología general del mundo burgués cuya vertiente literaria es el tema
fundamental de la mayor parte de su obra. En este sentido, no deja de ser
relevante que Cerda, bajo aquella impronta, efectúe una verdadera fenomenología
del acto de la escritura: varias de sus notas, apuntes y reflexiones, no tanto
abordan un estilo aforístico en su brevedad contundente, sino que se asumen
como partículas dejadas al paso para constituir una reflexión punzante y
fragmentaria acerca de cosas y situaciones que lo vuelven un intenso
calidoscopio crítico: sus referencias a las ciudades que añora y visita, su
recurrencia a libros, datos, personajes y circunstancias, tejen en Cerda una
red de referencias que van desde Marcuse a Vicuña Mackenna, desde las calles de
Santiago de Chile a las de París Viena o Caracas, desde la anécdota feliz de la
circunstancia de un hotel pasajero, hasta la solemnidad melancólica de una
evocación amorosa que tienen a Rilke y Kafka como telón de fondo. En esos
textos breves, apuntes de lectura y apuntes de vida, -que en la imaginación
verbal de Cerda éste denomina, notas- asistimos
no sólo a un rapsódico narrar que se vuelve espasmódico, sino a una toma de
pulso de las doxas que se suceden en el imaginario que teje su propia trama de
sentido. Para Cerda, nuestra sociedad contemporánea inventa sus mitos en tanto
mitos de lenguaje, mitos que se elevan a
categorías autosuficientes y que su escritura ensayística se ve en la
necesidad de auscultar y contradecir: el nacionalismo literario, la violencia
social avalada por ciertas tendencias intelectuales, la tentación del nihilismo
en la antesala de todo proceso revolucionario, la mudez a la que invita el
suicidio, la ironía como rasgo esencial de la escritura. No pretendo, por
supuesto dilucidar en su totalidad la rica consecuencia que para el ensayismo
de Cerda ha traído su lectura de este pequeño, pero magistral libro de Barthes,
pero sin duda su marca, su efigie, su seña, es identificable para indicarnos
una manera de pensar y un modo de leer.
Finalmente y en tercer término hay un modo de entender la escritura que
Cerda vislumbra en Barthes y que orienta una de sus últimas y más intensas reflexiones,
aquel modo de entender la escritura en tanto escritura encarnada y que hace del cuerpo su punto de referencia
ineludible. Glosando al Barthes final, al de El placer del texto y de Fragmentos
de un discurso amoroso, Cerda efectúa una reflexión que hoy nos parecería
normal, pero que dadas sus circunstancias históricas –fines de los años 80-
forma parte de ese puñado de gestos reflexivos que una parte relevante de la
intelectualidad chilena lleva a cabo desde la asunción especial de lo físico y corporal
en la comprensión de los fenómenos culturales, estéticos y políticos. Para
Cerda, en la estela del último Barthes, escribir es “dragar en el propio
cuerpo”, aún más, efectuar aquel ejercicio es registrar algo sustantivo y
situado que, en su radicalidad enunciativa, implica preguntar sobre la
desnudez, la enfermedad, el vestido, el deseo y el espectáculo. Es visualizar
una posibilidad de la experiencia, ya clausurada por el silencio del
significante en la exasperación de su mutilación social y que explica no sólo
la peculiaridad del comportamiento del sujeto –y en este caso de Barthes
mismo-en relación a un círculo determinado de circunstancias epocales, si no
más bien deja entrever un habla que hace alusión a la sociedad misma que le
cobija, explota, admira y desea. Pero es también la seducción de un estilo ensayístico
buscado y explorado, soportado y extendido, un estilo donde no hay continuidad,
ni linealidad abrasadora bajo un concepto temporal unívoco, sino la aparición y
desaparición de palabras y frases, en un gesto interpersonal de cercanía y
alejamiento, una retórica cargada de erotismo que es la representación del eros
mismo y donde la “duración” es el privilegio concedido a la escritura como
interrupción, quiebre del espacio y, paradójicamente, como tiempo de la
repetición, de la insistencia, convirtiendo a la escritura misma en un ademán
circular que regresa a su origen como si en cierto modo nada hubiera acontecido
salvo las palabras liberadas, anónimas y susurrantes. La desnudez del cuerpo, es
la desnudez de las palabras en su gratuidad, pero también es la advertencia de
su apariencia y su retórica de lo oculto y superficial, retórica bajo la que
subyace ideología, espectáculo y, por ende, irredención. En ese sentido, no
deja de ser decidor en el ensayismo de Cerda, cierto pudor admirativo hacia
este último Barthes. Un pudor que implica distancia y también cierta admonición
que se traduce en la afirmación trágica de su propio ensayismo. En todo caso,
la recepción de Cerda es cualquier cosa, menos complaciente, pues como indicaba
más arriba, su lectura de Barthes implicaba un aprendizaje en el camino de su
propio pensar.
Sólo deseo añadir como conclusión provisoria, una breve idea que me
parece capital para entender, entre nosotros, la ordalía
intelectual que ha implicado recepcionar a Roland Barthes y que ha tenido a
Martín Cerda como uno de sus interlocutores subterráneos y excéntricos: frente
a la imagen académica de Barthes como un “estructuralista” duro, hermético e
inabordable –en curiosa analogía con la recepción ortodoxa de marxista
infranqueable que el mundo académico nos ha otorgado de Georg Lukács- la
aprehensión lectora fecunda y activa que Cerda nos otorga de él, nos lo
devuelve como ensayista, como homme de
lettres, como versátil escritor y, por tanto, como una sugestiva puerta de
salida en el contexto de un discurso académico especializado: frente a la
economía de riguroso calvinismo teórico –eficiencia demostrativa, economía
léxica y asepsia subjetiva- Cerda, por medio de Barthes, nos invita, por un
lado, a volver al ensayo como forma de escritura y, por otro, a dirigir la
mirada con otros ojos al fascinante autor de tantos textos maravillosos,
bellos, intensos y cuestionadores.
Viña del Mar, invierno de 2014.
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